En 1993, a 200 años de las masacres que pusieron fin a la rebelión monárquica y católica de los campesinos de La Vandea contra la tiranía jacobina instalada en Francia, se les rindió un homenaje a sus héroes. Allí habló el Premio Nobel de Literatura ruso Alexandr Solzhenitsyn y participó del homenaje otro contrarrevolucionario: el famoso actor francés Alain Delon.
Texto tomado del libro de A. Solzhenitsyn “En el retorno a la respiración” (“Hа возврате дыхания”), Editorial Vagrius, Moscú, 2004. Traducido del ruso por Nicolás Kasanzew.
ALOCUCION SOBRE LA REBELION DE LA VANDEA
La Vandea, 25 de setiembre de 1993
¡Señor presidente del Consejo General de La Vandea!
¡Queridos vandeanos!
Dos tercios de siglo atrás, aún niño, con embeleso leía yo en libros sobre la insurrección valerosa y desesperada de La Vandea, pero nunca hubiera podido ni soñar que en la vejez tendría el honor de inaugurar por mi mismo el monumento a los héroes y las víctimas de aquella rebelión.
De ella ya transcurrieron veinte décadas. Y con el correr de las distintas décadas, – y en distintos países, no solo en Francia, – el levantamiento de La Vandea y su sangrienta represión se fueron viendo cada vez de manera más nueva. Es que todos los hechos de la historia nunca se entienden íntegramente en la incandescencia de las pasiones que les son contemporáneas. Sino solo a gran distancia, en el tiempo enfriador. Durante mucho tiempo no se quiso escuchar y reconocer aquello que GRITABA con las voces de los que perecían y hasta eran quemados vivos: que los campesinos de una región trabajadora, a favor de quienes supuestamente se hacia la revolución, – llevados justamente por ella al extremo de la opresión y la humillación, – se rebelaban contra ella.
Que toda revolución libera en las personas los instintos de la barbarie primitiva, los oscuros elementos de la envidia, la angurria y el odio, fue ya harto visto también por los contemporáneos. Les tocó experimentar en forma bastante horrorosa esa psicosis generalizada, cuando ser uno mismo, – e incluso meramente ser un moderado, – ya aparentaba ser un crimen. Pero especialmente el siglo XX rebajó muy poderosamente a los ojos de la humanidad aquella aureola romántica de la revolución, que aún era preponderante en el siglo XIX. Al alejarse semi-siglos y siglos del hecho histórico, las personas comenzaron a convencerse cada vez más, en base a sus propios infortunios, que las revoluciones aplastan la organicidad de la sociedad, depredan la vida natural, exterminan a los mejores elementos de la población y abren el espacio a los peores. Y que ninguna revolución es capaz de enriquecer a un país, sino solo a unos pocos manipuladores canallas. En tanto que al país en sí la revolución le lleva muchas muertes, un amplio empobrecimiento y – en los casos mas graves – también un prolongado degeneramiento del pueblo.
Si hasta la misma palabra revolución, del latín revolvo, significa ”rodar para atrás”, “retornar”, “experimentar nuevamente”, “atizar nuevamente”, en el mejor de los casos, “trastornar”. Una enumeración de significados nada envidiable. En el mundo de hoy, si es que a alguna revolución se le añade el atributo de “gran’, pues se hace con sumo cuidado y – frecuentemente – con gran amargura,
Ahora comprendemos cada vez más que el efecto social que apasionadamente ansiamos, pero sin bajas y sin embrutecimiento generalizado – se consigue solo con un desarrollo evolutivo normal. Hay que saber mejorar pacientemente aquello que tenemos en cada “hoy”.
Sería en vano alimentar esperanzas de que la revolución puede modificar para mejor la naturaleza humana: y vuestra revolución y, sobre todo, la nuestra, la rusa, tenía fuertes esperanzas en ese sentido.
La revolución francesa fluía en nombre de un eslogan internamente contradictorio e incumplible – ¨Libertad, igualdad, fraternidad¨. Es que en la vida social la libertad y la igualdad se excluyen mutuamente, son enemigas entre sí, porque la libertad destruye la igualdad social; en eso consiste la libertad. En tanto que la igualdad reprime a la libertad, porque de otra manera es inalcanzable. En cuanto a la fraternidad, directamente no pertenece a esta familia, es tan solo un pegadizo agregado al eslogan. La auténtica fraternidad no se logra con medios sociales, sino solo espirituales. Y encima, a este triple eslogan le agregan un amenazante “o muerte”, exterminando ya todo su sentido.
Nunca le he de desear una “gran revolución” a ninguna nación. La revolución del siglo XVIII no aniquiló a Francia, tan solo porque en ella aconteció el Termidor. Mientras que en la revolución rusa no hubo un Termidor que la detuviera. Y ella, sin fractura, llevó rodando a nuestro pueblo hasta el final, hasta el abismo, hasta la vorágine de la perdición.
Lamento que no haya hoy aquí oradores que podrían agregar también sobre lo vivido en las profundidades de China, Camboya, Vietnam; a que precio se les dio la revolución.
La experiencia de la revolución francesa, al parecer, sería suficiente para que nuestros racionalistas rusos, promotores de la ¨felicidad popular¨, aprendieran de ella. Pero no! En Rusia todo se hizo aún de la peor manera y a escala incomparable. Muchos crueles métodos de la revolución francesa fueron repetidos en el cuerpo de Rusia por los comunistas-leninistas, internacionalistas-socialistas, solo que su grado de organización y su sistematicidad fueron muy superiores al de los jacobinos.
No tuvimos un Termidor, pero La Vandea – para nuestro orgullo espiritual – si la tuvimos también nosotros. Y más de una. Se trata de las grandes rebeliones campesinas: la de Tambov en 1920-21, la de Siberia Occidental de 1921. Es conocido el siguiente episodio. Multitudes de campesinos en suecos de corteza de tilo, con garrotes y tridentes avanzaron sobre Tambov al son de los campanarios de las aldeas circundantes. Y fueron masacradas con fuego de ametralladoras. La rebelión de Tambov duro 11 meses, aunque los comunistas la reprimían con carros blindados, trenes blindados, aviones; tomaban como rehenes a las familias de los sublevados y ya se aprestaban a usar contra ellos gases venenosos. Y también tuvo lugar entre nosotros la intransigente resistencia al bolchevismo de los cosacos; los del Ural, el Don, Kubañ, Terek – ahogada en un mar de sangre, en un genocidio.
Pues bien, inaugurando hoy el monumento a vuestra heroica Vandea, yo experimento una doble visión: mentalmente veo también aquellos monumentos que algún día se han de erigir en Rusia – como señales de nuestra resistencia rusa a la arremetida brutal del comunismo.
Nosotros hemos sobrevivido junto a ustedes al siglo XX, un siglo rotundamente terrorista: estremecedora coronación de aquel Progreso, con que tanto se soñó en el XVIII. Y yo creo que ahora hay cada vez más franceses, que con una mayor comprensión y orgullo van a recordar y valorar la abnegada resistencia de los vandeanos.