Más liberalismo, no remix de religión con liberalismo

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José Gabriel Barrenechea.

El liberalismo es en esencia el sobreentendido de que no deben exisitirr constricciones sociales irracionales a los individuos en la selección de los fines, propósitos y destinos que les parezcan mejores para dárselos a sus vidas, si es que sinceramente deseamos que estos puedan escoger de manera libre. Pueden y son imprescindibles las constricciones, sin duda, pero las mismas solo son legítimas, y por tanto de obligatoria aceptación, si se las ha consensuado en base al libre intercambio de argumentos racionales.

El liberalismo es neutral a los diferentes fines, propósitos y destinos que se fijen los humanos, ya que más que imponer lo que hace es liberar al individuo que escoge de las distintas imposiciones sociales irracionales, y en ello precisamente reside su universalidad. Es por ello que cabe afirmar que la Utopía Liberal, la Sociedad Abierta, en la cual los individuos se constreñirán a sí mismos solo en base a lo que les dicta su conciencia, es no ya la más incluyente, sino la única que en verdad lo es.

Son erróneas las acusaciones de que el liberalismo le impone fines, propósitos y destinos a los individuos. Estas acusaciones solo pueden provenir de quienes a conciencia o no, por la razón y el interés que sea, desean imponernos unos fines, propósitos y destinos que ellos han escogido para todos, o aun solo para nosotros.

Unas acusaciones más atendibles son aquellas de que el liberalismo destruye las comunidades ancestrales, al disgregarlas en individuos autónomos; o aquella otra de que les permite, o más bien los invita a tomar la línea del menor esfuerzo: a convertir la satisfacción de sus necesidades más prosaicas, elementales, en sus fines últimos y únicos.

Es precisamente en esta segunda acusación que los críticos del liberalismo se basan para negar su carácter neutral. Al sostener que el individualismo rampante: el solipsismo, y el hedonismo más burdo, son en realidad los únicos fines que en un final deja abiertos ante los individuos.

Es cierto que el liberalismo actual amenaza la vida cívica tan necesaria para su propia conservación, pero ya no al destruir, como lo hace, las constricciones sociales irracionales sobre las que se sostienen las comunidades ancestrales, sino al privarnos de la conciencia de lo urgente de construir nuevas tras ese imprescindible acto destructor, más adecuadas a la circunstancia presente. Esta falta de conciencia explica también la prosaiquización hedonista de los fines humanos que vemos hoy imperar en las sociedades liberales. Sin embargo, la causa profunda de esa falta de conciencia no responde a una idea asociable de necesidad al liberalismo, como veremos más adelante.

La solución propuesta por la crítica cristiana en los EEUU ante los mencionados individualismo y hedonismo contemporáneos, supuestamente generados por él, es la de ligar el liberalismo a un telos cristiano, o en español comestible: infundirle los fines, propósitos y destinos que esta específica religión le impone a sus creyentes. Por tanto: al vaciar al liberalismo de su esencia liberadora de las constricciones irracionales, mientras al mismo tiempo se intentan conservar algunas de las consecuencias que esa esencia provoca. En concreto el libre mercado y la privación a una institución concreta, el Estado, del derecho de imponernos fines…

Basta recordar, sin embargo, que no es solo el Estado quien nos intenta imponer y constreñir sin otros argumentos que los de convocar a nuestra creencia incondicional en la buena fe de su interés incuestionable por nuestro bien. También las iglesias lo hacen.

No olvidar que en principio el espíritu liberal en Occidente nace y se desarrolla a través de los siglos como una reacción ante las constricciones impuestas por la religión establecida o en establecimiento. Que al posterior surgimiento del Estado nacional moderno ese espíritu evoluciona primero dentro de la propia religión que se reforma, pero que al que la religión reformada termina imponiendo nuevas constricciones irracionales, lanzando al espíritu liberal más allá; al páramo descrito por Albert Camus, para entonces comenzar a tomar distancia de la religión, de cualquier religión. Aunque sin romper de manera definitiva, como veremos.

Si el interés final es conservar a la comunidad ante el imperio contemporáneo del liberalismo, el remedio de reconvertirla en comunidad religiosa, aunque sin rechazar algunas de las consecuencias prácticas de la Revolución Liberal, no puede ser más inconsecuente. No podemos olvidar la Historia, y esta nos enseña que no hay comunidad más constrictora que la basada en la religión.

En la naturaleza constrictora de toda comunidad religiosa colaboran la creencia comunal en una autoridad suprahumana: Dios, que ha dictado las normas de convivencia, no desafiables en consecuencia; y la tendencia a imponer las opiniones de la mayoría conservadora sobre la minoría creativa, inseparable a toda comunidad democrática a la que no se le han aplicado mecanismos de frenos y contrapesos, además de no habérsele infundido un saludable compromiso con el derecho de todo individuo a escoger como quiere vivir su vida.

La realidad es que cualquier intento de imponerle al individuo unos fines… dentro de un marco en el que se conservan algunos de los mecanismos accesorios del liberalismo, no es ya liberalismo. Esto se nos evidencia en que el resultado ya no conserva el carácter universalista inmanente al liberalismo, al ligarlo a una específicas religión y cultura; y en que ese injerto también está privado de la principal ventaja del mismo: su superior capacidad para echar abajo cualquier constricción que le impida al humano adaptarse adecuadamente a su circunstancia.

El que el liberalismo tienda a empujar a los individuos por una línea de menor esfuerzo hacia el hedonismo, y el consecuente abandono del interés por una vida cívica y virtuosa de cooperación con los demás, no es un resultado necesario del liberalismo propiamente dicho, sino del Universo en que creemos aplicarlo. Precisamente el que la solución al mismo no sea el injertarle los fines… de alguna ética religiosa, nos da una pista de hacia dónde mirar en la búsqueda de las verdaderas causas del problema.

El asunto es que, aunque no lo percibamos, el liberalismo sigue atado a la descripción cristiana del mundo. O sea, que sigue atado a los fundamentos de la religión en contraposición a cuyo espíritu impositor nació, y que esa dependencia específica es la que lo priva de su capacidad de tener un espíritu cívico, al dejar demasiado expuestos a los individuos a la tentación del camino más fácil.

En el fondo el liberalismo sigue asociado a la idea cristiana de que la Humanidad vive en un Universo creado por Dios para el Hombre; este último un ser a imagen y semejanza del primero. Un Universo benigno por tanto. Una especie de Paraíso en el que las amenazas proceden del corazón de los hombres o del interior de la sociedad misma, no desde su exterior.

Esta creencia se transparenta en la imposibilidad, para muchos liberales de hoy, de admitir que el cambio climático es una amenaza jerárquicamente superior, más preocupante que el colapso de nuestras instituciones económicas: ya que si bien un caos del clima planetario implicaría de manera inevitable el colapso de nuestras economías, la relación inversa no tiene ni remotamente el mismo grado de necesidad.

La mencionada imposibilidad nos es entendible únicamente si damos por descontado que los tales liberales del día creen que el mundo ha sido concebido para amparar en su seno el libre desarrollo de sus economías, según solo sus tendencias internas. Que es infinita la capacidad del medio para absorber sin variaciones la actividad de los mismos humanos y sus economías que a su vez no podrían existir sin esa firme permanencia. Lo cual solo cabría creerse si en lo profundo se está convencido de que, por el mecanismo que sea, algo o alguien se ocupa de mantener las condiciones de ese medio adecuadas a nosotros y nuestras economías. O lo que es lo mismo, que aún están convencidos de vivir en el Universo cristiano concebido por Dios para darle la posibilidad al Hombre, concebido a su imagen y semejanza, de ejercitar esa divina capacidad creativa que solo puso en él, y que cuando el Hombre no lo logra las razones de ese despilfarro solo pueden estar en su corazón rebelde.

Por el contrario, solo se entiende la mayor jerarquía de la amenaza del cambio climático si usted no cree en los tales algos o alguien, y no da por sentado que el Universo haya sido concebido para permitirle a la vida vivir según sus tendencias internas. Solamente sí se admite que el Universo es por completo indiferente a la vida, los humanos y sus economías, y que vivir es un constante esfuerzo por adaptarse, se puede llegar a entender que de suceder el predicho caos del clima terrestre ello implicaría necesariamente el derrumbe de nuestras economías, pero que el colapso de estas difícilmente tendría consecuencias cataclísmicas en la atmósfera terrestre.

Ese rezago religioso incluso se mantiene en lo profundo de la crítica no cristiana al liberalismo. Cual es el caso de Marx, para quien las sociedades no evolucionan en su interacción con su medio, sino según ciertas leyes sociales internas, históricas. Lo cual solo puede ser posible si el que propone tal esquema evolutivo da por sentado que la sociedad humana vive en un medio constante, muy favorable para la vida humana, cuyo cambio impredecible no le presenta constantes desafíos.

Situados en tal Universo el debate permanecerá siempre en la naturaleza de la amenaza interna que nace desde los individuos y sus sociedades, no de la interacción de estas con su medio. Para los críticos cristianos del liberalismo se origina en la naturaleza rebelde y anárquica del hombre, que no entiende que si se le ha dado este Universo benigno no ha sido para que haga con él lo que se le venga en ganas, sino para servir del jardinero que con su trabajo embellece la obra de Dios, Su Señor. Por lo tanto, debe de imponérsele está verdad. Para los liberales, ante semejante amenaza de imposición de una verdad ajena, la reacción no puede ser otra que la de reafirmarlos en una actitud general de rechazo total a cualquier constricción, y en lo concreto los lleva a afiliarse a un anti-moralismo tan radical que por momentos da en lo amoral. Lo que no puede conducirlos, si tenemos en cuenta el Universo benigno en que creen vivir, más que a seguir la línea fácil que los conduce al hedonismo, y a su sociedad liberal a disgregarse en individuos aislados que consumen como principal y única actividad desde sus burbujas de libertad negativa.

Nuestro Universo es todavía en esencia el cristiano, al cual solo se lo ha despojado de los mecanismos de premio y castigo que lo convertían en esa especie de computadora ética capaz de determinar los méritos del creyente, con vista a calcular si reunía los suficientes para alcanzar una supuesta vida eterna en la cual ya tampoco creemos, al menos los liberales consecuentes. Pero en un Universo tal resulta evidente que los humanos no buscarán más que la satisfacción de sus deseos más primarios, mientras cada cual se disgrega por su lado para conseguir satisfacerse ininterrumpidamente sin molestas interferencias del vecino. En un Paraíso semejante, privado de sus ancestrales constricciones morales, y en que nada amenaza, excepto el vecino, esa será la reacción natural. Ya que el interés por reunirnos cívicamente, y la consiguiente invención de virtudes cívicas para fortalecer las uniones consecuentes, solo se origina de la necesidad de enfrentar desafíos y amenazas que nos superan como individuos -esa necesidad a su vez generará nuevos desafíos relacionados a la propia asociación, pero los cuales siempre deberán ser entendidos como secundarios a los externos.

En este sentido el hedonista Paraíso mahometano resulta más realista para la mentalidad de la época que el cristiano, y en buena medida esta mayor afinidad con el espíritu liberal contemporáneo explicaría el indudable atractivo de esa religión para muchos individuos en Occidente, hoy. Sin dudas todos los educados en el espíritu liberal de la época, en una situación tan paradisíaca, preferiríamos disfrutar de los placeres de la compañía de hermosas huríes, o de los ghilman, a convertirnos en lucecitas y en parte del coro que canta el eterno momento en que el caudillo cósmico Jesús asciende a su trono… algo así como los eternos asistentes a la Plaza a escuchar un interminable discurso de Fidel Castro.

No obstante, la verdad es que el Universo que habitamos no tiene nada que ver con la visión cristiana. De más está decir que el Universo es indiferente a nuestra existencia o no, o a lo que hacemos con ella.

Hace mucho los liberales admitimos que el Universo no es una computadora moral, para calcular nuestros méritos con vistas a nuestra futura entrada o no en una existencia de ultratumba. Ahora solo nos falta aceptar que la vida no encuentra en ese Universo condiciones para desenvolverse únicamente según unas leyes internas suyas, sino que la única ley de la vida es la de hacer sin un instante de reposo, para conservarse en un medio con respecto al cual estará siempre en contraste eterno.

La verdad es que la existencia y evolución de nuestras sociedades complejas, asentadas sobre un marco de tradiciones y costumbres, ha dependido de la coincidencia de condiciones muy improbables, las cuales, en base a lo hoy sabemos, no podemos esperar por su carácter excepcional que duren para siempre. Nuestra capacidad para sobrevivir a ese inminente final de las excepcionalmente favorables condiciones actuales, sostenidas por más de 10 000 años, depende del aumento de nuestra capacidad de adaptarnos al medio cambiante y no paradisíaco que es nuestro Universo. Algo para lo cual nos sirve de manera óptima la ética neutral del liberalismo, destructora de tradiciones y costumbres asociadas en primer lugar a la creencia de vivir en un Universo que no es en verdad el nuestro.

En este Universo más realista necesariamente se superan los problemas señalados por la crítica cristiana al liberalismo, o cualquier otra. A saber, en un Universo semejante, nada paradisíaco, resulta evidente la necesidad de cooperación, y por tanto de una ética que permita esa cooperación. El civismo se le restituye al liberalismo al librar a la mente de la creencia en que se vive en un Universo seguro, en el que las actuales condiciones benignas para la vida se conservaran de manera indiscutible en el futuro, y en que las posibles variaciones negativas sólo tendrán carácter local, limitadas a un número muy limitado de individuos. O sea, al librar a los liberales de la tradición imaginaria de que se vive en un Universo en que no hace falta gran cosa la cooperación, y por tanto los individuos pueden disgregarse en la búsqueda sin limitaciones de sus placeres más elementales.

El liberalismo es por tanto el siguiente paso -uno que solo se puede dar de manera consciente, voluntaria- de un giro inesperado en la lucha por la existencia darwinista, ocurrido con la aparición de las manadas. Ese giro en el mundo animal en que la cooperación, como recurso común para sobrevivir, sustituye gradualmente en algunas direcciones de la Evolución al sálvese quien pueda de los individuos en los escalones más primarios de la misma. El paso en definitiva hacia una imprescindible cooperación que se obtiene a su vez mediante la competencia de unos individuos que no renuncian a serlo.

Con el ser humano, y sobre todo con el ser humano liberal, se llega al óptimo compromiso entre lo individual y lo social, entre competencia y cooperación. En el cual los individuos cooperan para sobrevivir en común, a la vez que conservan una vida individual infranqueable para lo social, en el disfrute de la cual generan a su vez un valiosísimo subproducto: una variedad ilimitada de ideas de cómo enfrentar a los desafíos comunes.

Hay que agregar aquí que en el Universo descrito el esfuerzo común no sólo está dirigido a sobrevivir a condiciones de peligro de desaparición total, cataclísmicas. Aunque no lo percibamos, ya tan solo garantizar los altos estándares de vida de que disfruta en privado el individuo contemporáneo implica conservar un medio transformado, con incontables sacrificios, por cientos de generaciones anteriores. Un medio que por cierto no se da en las matas, y al cual si ahora no atendiéramos constantemente a su conservación, de la única manera posible: en común, no duraría mucho más allá de unos pocos años.

Desengañémonos, las condiciones que permiten los altos estándares de vida no abundan en la naturaleza, y mantenerlas implica necesariamente un enorme esfuerzo en su edificación, pero también en su conservación. O sea, a partir de que los hombres en común comienzan a realizar variaciones en el medio, para mejorar sus condiciones de existencia, ya no pueden darse el lujo de disgregarse y darse al disfrute de los placeres como si ya hubiesen alcanzado aquel tan mentado paraíso que nos prometen las religiones.

Sólo se necesita hacerles ver a los hombres esa realidad para que comiencen a hacer un mejor y más consecuente uso del liberalismo. Convencerlos de que, por lo menos en esta vida, no hay paraísos, y que ante la duda de si existe o no una vida de ultratumba lo que nos cabe es intentar vivir aquí, ahora, lo mejor posible. Algo que solo se puede lograr desde la conciencia de que solo puede hacerse en común.

No es por tanto ligarse a la religión, en este caso a la cristiana, lo que necesita el liberalismo para superar los dos problemas que le señalan sus críticos cristianos, y que nosotros admitimos existen. Lo que se necesita es acabar de hacer que los individuos contemporáneos seamos un poco más consecuentes con nuestro liberalismo y terminemos de librarnos de ciertos rezagos de la mentalidad cristiana. Solo así podremos construir comunidades en que cada cual pueda creer o asociarse para creer lo mismo en Cristo que en el poder Salvador de la Homeopatía, en la Mecánica Cuántica o en el Gran Monstruo Espagueti Volador, pero siempre que se admita que el milagro solo ocurrirá con nuestra participación y nuestro esfuerzo, no precisamente en el ejercicio de la oración y la plegaria, y que vivir siempre es y será un desafío a un medio cuya naturaleza es el Cambio.

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