Por Denis Fortún
El pasado viernes 21 de febrero se presentó en el Museo Americano de la Diáspora Cubana, en Miami la novela La tabla del escritor exiliado Armando de Armas, quien se desempeña como periodista de Radio y TV Martí.
A 30 años de haber sido escrita en Cuba y sacada clandestinamente del país, y a doce de la primera edición ahora agotada (Editorial Hispano Cubana, Madrid, 2008), la novela de Armas ha sido reeditada por Ediciones Exodus de Ego de Kaska Foundation en una edición corregida y ampliada.
De la necesidad de este libro para la cultura cubana se ocuparon diferentes oradores. Españoles de Cuba tiene el placer de dar a conocer a sus lectores en España y en Cuba sus intervenciones aquella memorable noche.
Comenzamos con Denis Fortún.
Atrás de las páginas
Corría la primera mitad de la década de los ochenta del siglo pasado, cuando llegué a Cienfuegos con más aprensiones que certezas. Pesaba sobre mí un insilio, forzoso sin dudas: debí partir de una ciudad que me amenazaba, sin conseguir escapar de una buena vez de un país no muy dado a intimar conmigo como un buen hijo obediente, hijo amoroso con su líder. Era un no estar cerca y un permanecer no muy lejos, y de persistir en mi porfía por quedarme, por aquello que para un habanero no existe más mundo fuera de La Habana, sólo paisaje, corría entonces el riesgo que los tribunales revos me aplicaran, y con rigor, la Ley de La Peligrosidad, esa figura dizque jurídica. ¿Mi terrible indisciplina social? La presidenta del CDR de mi edificio juraba al Jefe del Sector, era yo un joven muy poco confiable para el proceso. Según ella, me comportaba como un diversionista ideológico, con un corte de cabello no muy adecuado a la estética soviética, la preponderante, sino más bien orientada a la “occidental”, la del “enemigo”; un “elemento” criado en el seno de una familia muy “poco combativa”, “apática al proceso”, y lo peor, mi escalera preferida no apuntaba justamente a mi apartamento, en el cuatro piso, esta se dirigía al cielo, yendo yo sobre sus peldaños de manos de Led Zeppelin. Nada, que escuchaba “música imperialista” por la WQAM en un radio de fabricación rusa; tenía un par de botines de piel marca Salamandra que su hijo no conseguía calzar; gustaba de los espejuelos que usaba John Lennon, las camisas Manhattan y los “jeans Levis”, a pesar que mi mezclilla venia de la textilera de Ariguanabo; visitaba con regularidad los oscuros clubs del Vedado, en compañía de amigos y de chicas menos confiable aún, y por si todo esto fuera poco, me acusaban de zapatero clandestino. En fin, un “muchachito” que se alejaba demasiado del estándar y los valores del “hombre nuevo”.
Por supuesto, y con razón, dirán que nada tiene que ver el comienzo de esta presentación con el motivo que nos reúne, y algunos, quizás estén pensando con su poquito de maledicencia —y prefiero pensar que no, pues estamos entre conocidos—, ahora mismo le robo un par de minutos a mi viejo amigo por referirme a una historia muy distante de su novela. Sin embargo, no lo es tanto, y la hablilla recién es justamente para que sepan que, por causa de ese destierro domestico al que me obligaron, y que definitivamente cambió el derrotero de mi vida, tuve la suerte de conocer a un joven que semejante llevaba el pelo largo, le gustaba el rock, se mostraba diversionista como yo, incluso contestatario cuando no era una postura muy común, y cargaba como si se tratara de un tesoro, —entre otros utensilios necesarios para la defensa personal, una suerte de adelantado de la Segunda Enmienda americana, en una Isla que no respeta su propia constitución—, un libro sagrado para una de las civilizaciones precolombinas más importantes, y que en medio de las cerveceras más populares de la época en Cienfuegos, intentaba él explicar a los menos favorecidos intelectualmente de qué trataba. Libro por el cual Armando De Armas recibía el sobrenombre de “Mandy Popol Vuh”.
Aseguran algunos, el hombre es el resultado de sus circunstancias, y estas marcan el derrotero a seguir en la vida, sino totalmente, por lo menos con las suficientes cicatrices para no olvidar los primeros pasos que damos al instante de adquirir la verdadera conciencia de eso que significa caminar. No obstante, creo que hay más, pues sin desmerecer los escenarios que nos tocan, está la decisión personal, y cito a Armando para corroborarlo: A falta de mejores opciones, me hice escritor. Todo lo que leí y he vivido, conforma mi obra (fin de la cita). Y añado, esta afirmación se manifiesta en especial en su libro de cuentos “Mala Jugada” —no sería honesto si no lo menciono—, y desde luego, ocurre ídem con “La Tabla”.
Tabla, en el argot cubano, carga con varias acepciones: una tabla pueden ser cien pesos; puede servir para planchar la arrugada ropa; antojarse un arma letal; proporciona la fuerza que impulsa a una pelota que brinca la cerca en un estadio de baseball, luego de un “tablazo”; y para Armando, también una lista de mandamientos tal y como lo concebía Moisés, en su caso un edicto muy personal y no tan extenso. Tabla, del mismo modo es el plazo para desnudar la vida que nos tocó vivir a muchos en nuestra juventud, allá, donde ser joven en ocasiones representa un problema si no eres lo suficiente sumiso, correcto, y adoctrinado. Tabla es reparar en esa vida a modo de literatura, condesar en un cuaderno, asumiendo a la Tabla Esmeralda como referencia quizás, la alquimia, la nigromancia criolla que nos tocó desarrollar para sobrevivir, una suerte de hermenéutica de nuestros propios símbolos más que todo. Tabla se traduce, además, en voluntad y salvación.
Corría el inicio de la década de los ochenta del siglo pasado —vuelvo a la génesis—, espacio epocal en la estación de mayor credibilidad para una estafa, al decir de Eudocio Rabines. Los ochenta, se asignaban en su haber una axiomática prosperidad —claro, prosperidad de maquillaje, puro atrezo, pero suficiente para el establishment, bastaba eso para venderle al mundo la idea de sus “logros y milagros”—, y contaba asimismo con una gran cantidad de apologistas y fervorosos defensores de la fe marxista, una masa en su mayoría con una escolaridad elemental, tal y como aquellos que Armando se empeñaba en contarles sobre la civilización maya. Es decir, hablo de esa masa manejable, nivel medio hacia abajo, adoctrinada políticamente, un dogma tragado sin digerir, sin tener idea cuan peligrosa y degenerada es la trasnochada ideología de “El Moro”, masa mal advertida participando con entusiasmo de ese cumbancheo revolucionario y beligerante que ha identificado a Cuba como un sello especial; gente dispuesta a todo en su mayoría, incluyendo la agresión personal, nada mas por preservar la obra, hoy muchos de ellos en esta ciudad, arrepentidos dicen.
Y es por eso, escribir ya no en contra, sino con la sinceridad que presupone debe poseer un novelista si se respeta como tal, y como hombre, por consecuencia encarnaba no únicamente un reto, sino un compromiso colosal al enfrentarse al “monolítico pueblo revolucionario” y su cohorte de chivatones y agentes. Sobran ejemplos de escritores cubanos presos únicamente por escribir con honestidad, ya fuese prosa o verso, luego de una delación.
Sin embargo, no importaba que el mundo creyese en el “milagro cubano”, y que adentro una inmensa mayoría domeñable y carente de vergüenza apostara “por el caballo”, estaban esos que no bajaban la cabeza, pensaban diferente al dogma, que no acataban, sin cerrar los ojos, sin marchar en largas concentraciones, sin tolerar la doctrina y la mierda que nos rodeaba, y por convicción sin comulgar con lo establecido. Si, se buscaba una manera de decir, a veces hasta hermética, símbolos ya mencioné antes, para denunciar, y unas más arriesgadas que otras, pero ninguna tan purgada y certera como la que practicó Armando—entre otras más dadas a la reserva lógica— y esa fue la de narrar. Quedaba nada más la infalibilidad que, una novela de tal índole, jamás seria publicada por la dotación editorial bajo la tutela del gran amo de la Isla; recuerden lo dicho a los inicios: contra la revolución nada, y él, numen y sátrapa, era revolución y país, siempre lo creyó así, y peor, nos lo hizo creer a nosotros. La iniciativa entonces se presentaba simple: concebirla, persuadido que un día autor y obra habrían de escapar, para darle al mundo una ficción que igual resulta un testimonio conmovedor.
Y así, viviendo en Junco Sur, frente al más griego cementerio que tenga esa Isla, en una casa de dos pisos, junto a su hermano y sus padres, lugar donde todo aquel que haya demostrado no es un “siervo revo” es bienvenido, y que se conoce “en el ambiente” como “La Cueva del Águila”, Armando desde su gruta, más que pensar, intuye y pone a funcionar esa maña que le sirve para moverse en una ciudad afrancesada, hermosa, de aspecto decimonónico en su mayoría, un emporio al parecer tranquilo, pero muy propenso a ilegalidades en un país donde el acto de transgredir no es muy complicado, teniendo en cuenta que casi todo está prohibido; una ciudad, que me remite hoy a New Orleans, a su barrio francés, que al decir de un intelectual cienfueguero que prefiero no traer su nombre a colación, es de calles muy rectas con mentes muy retorcidas. Y Armando, ya lo dije, mira a Fernandina de Jagua como un depredador a su presa, pero se mantiene casi al margen: a mi juicio hay dos razones fundamentales para eso. La primera, no le interesa “socializar” del modo que esa sociedad invita, él se visualiza diferente, una suerte de lobato que no le importa la manada, a no ser para tenerla en la mira, estudiarla, aprovecharse de las debilidades que muestre, sacarle partido a zonas que otros no se aventuran, determinado a conseguir eso que aspira. La segunda razón: desde afuera se percibe mejor a la colectividad, animalitos de laboratorio supongo, para beneficiarse de las aristas que formula el asfalto y la gente simple, y por las que logra desmigajar el drama, sus contradicciones, y hasta apropiarse del goce que lograra proporcionarle. Y es todo eso que escribe, con disciplina, a su regreso, de madrugada, a la Cueva del Águila.
Y el proyecto va madurando, y al inicio se vale de una pequeña libreta de notas, después hojas que no son fáciles de conseguir; servilletas si está en una barra bebiendo y jugando cubilete, o en un cabaret, no importa la poca luz; papel cartucho si pasa cerca de una bodega. Cualquier superficie perecedera es importante, sin que sea tan efímera, para inmediatamente garrapatear en el cuaderno borrador, que al instante de aparecer una vieja máquina de escribir Remington del 1931, creo, comienza a tomar forma. Y va creciendo este cuaderno, y miles de páginas llegan a conformar las primeras versiones, y no miento, son verdaderos legajos, enormes; por un tiempo tuve uno guardado en el maletero mi auto recién venido a Miami, ciclópeo, y me cuidaba de moverlo. Y nada escapa a los ojos de Armando, que absorbe la vida a su alrededor, pero no esa vida edulcorada y virtualmente pujante que los noticieros se empeñan en enaltecer, si no la otra, esa que sabe a mar y a luna, puta y semen, sol y sudor, humo y alcohol, a carnaval y comparsa, show y lentejuelas, caballero y bandido, pólvora y navaja, prevaricación y huida, a savia y a muerte, ¡a esperanza, coño! Y se me antoja un tipo raro, yo coexistía en la inmediatez de la irreverencia del momento y su goce, joder era mi más importante satisfacción, y él, en cambio, sin renunciar a Baco y a Eros, por el contrario, no para de registrar y eso que encuentra lo guarda detrás de su mirada indagadora, que siempre sospecha, hasta que finalmente lo escribe.
Y lo mejor, Armando ejerce su oficio de novelista sin resentimientos por mucho que odie a los “monikongos”, sin mentir, sin ostentaciones, sin necesidad de ponderar el daño y la miseria, la represión y el silencio a que nos obligan. Armando narra las circunstancias, las derivaciones, los hechos más sencillos, y nos llegan a nosotros tal y como se le presentan, sin padecer la tendencia de muchos por lo esdrújulo —ahí, en la simpleza, es donde justamente habita lo subversivo y lo hermoso—, y vive la malandanza de esa vida que procuran aun hoy edulcorar, incluso esconder, y la desmenuza. Y el malandro, que no lo es tanto; la puta, que mercadea su inocencia; el chulo, con toques de caballero medieval, un marginal con valores; y la sociedad indivisa, real, la retrata y con riesgos; en una ocasión la policía le practicó un registro, se decía por aquel entonces estaba escribiendo algo muy peligroso, y algunos, como sucede con El Quijote, sin haberla leído, visto siquiera, afirmaban que la conocían. Y una vez también me descubrí yo escribiendo —increíblemente, mi primer intento como prosista y no saberlo hasta ahora—, al detallarle a Armando el uso de las luces en un cabaret, qué efecto provoca en la piel de las negras, mulatas, blancas, rubias, los colores cómo deben usarse. Y ahí está en La Tabla las noches de nuestra mejor, mayor, y más sagrada catedral: el cabaret Guanaroca del Hotel Jagua, lugar donde Amadís, personaje que cuenta esta historia, y su alter ego, cae desde un techo que se reparaba encima de uno de los camerinos, por su intención de colarse en el cabaret, para verse después de sacudirse su ropa blanca en medio de hermosas bailarinas prácticamente desnudas, mientras se maquillan y se visten, divinas ellas, coquetas ninfas, personajes también, que gritan asustadas en un inicio y terminan riendo excitadas; no todos los días cae desde el techo un tipo dispuesto a invitarlas a beber, y a seducirlas dado el caso, y hacer el amor grupal bajo la mirada complaciente y mimosa de Safo, la de los cabellos violetas.
Pero La Tabla no se reduce a una novela más de naturaleza sediciosa dentro del universo literario cubano a partir del 1959, aún cuando una buena parte de la crítica la considera la novela de la revolución, o de la contra. La Tabla es justo una traviesa, una viga enorme que sostiene a una historia que es mía, de Armando, de Roly El Lechón, del Quilla, de Omar El Taxista, de Carlitos Pordomingo, del Fuácata, de Mimí, del Gallego, de Elvira, de Fajardo, del Chema, de muchos, historias de sujetos muy lejos de la corrección política que desean allá, y que a una buena parte de Occidente no le interesa se conozca, pues desmiente la falsedad repetida del supuesto sueño, la utopía finalmente burlada, y pondría de la misma forma en claro la indolencia que han practicado por más de seis décadas; tal vez por eso muchas editoriales del mundo libre se comportaban reticente a publicarla, incluso no importa que en el año 2000 estuviese entre las cinco novelas finalistas en la editorial Alfaguara, hasta que por fin, después de mucho, en España, la Fundación Hispano Cubana, en el 2008, se decide a imprimir su primera edición, hoy con la reimpresión, de lujo agrego, hecha por Ediciones Exodus de la Fundación Ego de Kaska, gestión que se agradece a Callejas, su presidente.
Historias que allá se empeñan en esconder, historias de persistencia para sobrevivir dentro de las fauces del miedo y el terror que te meten a diario, terror en un tiempo lo suficiente refinado como para que el mundo progre no proteste, hoy más burdo y cada vez mas asqueroso, igual con la anuencia de ese mundo progre. Y es que La Tabla es el libro necesario que nos debíamos por aquello que la historia la cuentan los vencedores, y nosotros, los que hemos perdido, debemos dejar en claro nuestra evidencia.
Sí, al conocer a Armando hace más de tres décadas, me topé a un tipo singular que coincidía conmigo en la manera de pensar y hacer. Un graduado de filología, dato un tanto sospechoso, teniendo en cuenta su universo, para nada el de un intelectual, sino que en todo caso le correspondía al de un outsider en su propio país; alguien expuesto al azar y las complicidades que ofrece la recurrencia. Y pienso ahora, tal vez él participaba de un tablado así, porque intuía estaba en el lugar correcto para más tarde contar, y convertirse en lo que es hoy: un escritor que bebe de su propia fuente. Y es que Armado, para escribir ambiciona lo que otros no son capaz de arriesgarse, y va a donde muchos no prueban siquiera.
Sí, no ha sido esta una presentación habitual, y me disculpan los más apegado a lo previsto. Pero no me interesa conversar sobre las valoraciones literarias de la novela que nos convoca esta noche, incluyendo su hado poético, que sí, hay poesía en lo marginal; tampoco hacer alarde en párrafos de una ensayada y erudita verbosidad sobre mis consideraciones, sin dudas favorables, y de los valores estéticos, que también los tiene, ni de su novedosa expresión narratológica, al conformarse de dos inmensos párrafos hilvanados con una economía de recurso laudable; reclamar incluso el “territorio” que a mi juicio le pertenece dentro del espectro cultural cubano, ya sea en el exilio o dentro de la Isla, —porque hay dos Cuba definitivamente, todavía muy lejos de reconciliarse—, y que muchos le niegan por razones muy distantes a su factura, razones más apegadas en todo caso al pensamiento y esa postura de contrario eterno de su autor, incomodo para muchos por defender su verdad con pasión, y con elementos muy difíciles de rebatir, sobre todo en su obra ensayística. Y por último, que me perdonen los más ortodoxos, se impuso la vida, que al final ¿qué es sino la literatura? Y lo hice así, porque detrás de cada página escrita, hay alguien que la forja, la sufre y la disfruta, y hasta le teme, y todas esas pasiones y recelos al amparo de la puta ilusión.
Ese es el caso del hombre que decidió corresponderse con su credo y confianza, sin cortapisas, sin pavoneos de seudo intelectual detrás de la trascendencia oficialista, y menos plegarse a una ideología, a una dictadura, para ser aceptado y así trascender; ese es el hombre que, en el minuto más terrible de su existencia, en medio de la noche, mientras nada ferozmente en busca del ferrocemento donde irá a escaparse, en medio también de la balacera de los Guarda Fronteras, pone en riesgo su vida con tal de no perder aquel enorme mamotreto que carga en su espalda, junto al resto de lo escrito de manera encubierta, en una mochila de lona y todo forrado de nylon ni sé las veces con tal que no se moje, para que no sufran daño sus páginas, las numerosas páginas de esta novela que cuentan la vida de un joven que se cansó de seguir la farsa, incluso hizo lo suyo para plantarse, enfrentándose a los “monikongos”. Un hombre hacedor de este madero perdurable, tabla resistente como caoba misma, que ahora se me antoja, más que tabla, un arca, porque ahí vamos muchos sobre ella.
Nada, nunca pensé que hoy, a más treinta y seis años de esa vez, donde la presidenta de una organización de barrio tan mezquina y cobarde como lo es un CDR en Cuba, me delatara por no ser lo suficiente correcto a los ojos del numen, habría yo de agradecerle su retorcida perseverancia por joder mi juventud, mi vida, quizás hasta quedarse con mis botines Salamandra, y tener por consecuencia que escapar a Cienfuegos. De no irme a Fernandina de Jagua, no estaría ahora, en este justo minuto, y en Miami, presentando una novela que vi nacer, crecer, y convertirse grande y formidable.
Miami, febrero 21 del 2020