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Sentirse vivo en Sevilla

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Comoquiera que el año pasado el verano se retrasó, este año se nos adelantó y vaya tela las calores desde mayo. Y así, fuimos un sábado de mayo por la plenitud del Casco Antiguo buscando una juguetería por mor de acercarse el cumpleaños de la chiquilla. La Avenida estaba llena de hinchas del Valencia y del Barcelona por aquello de que la final de la Copa del Rey se disputaba en el estadio Benito Villamarín.

Entre la calor y la muchísima gente, me podía comer el agobio con papas. 

Las calles Sierpes y Tetuán seguían debatiendo sombras cervantinas.

A la altura de la Plaza del Duque, recordé que en la misma equina, casi enfrente de la «iglesia del Silencio» (iglesia de San Antonio Abad), una vez me comí una torrija como un ladrillo que me supo a gloria. Allí me metí con mi señora. Pedí un café con hielo. Y nos equivocamos, porque entendimos que uno de los dulces era «tres de chocolate» (evocando al Perú), pero no, era «crepes de chocolate». Bueno, no estaba malo, pero como apreté el dulce con más ansia de la cuenta, aquello echara un churretazo en la barra de padre y muy señor mío. Menos mal que no me llegó el negruzco chorreón a la ropa. Laus Deo! 

Con todo, casi ciego porque el sudor se me metía por los ojos; sin embargo, divisé que los camareros tenían sendas tizas en sus respectivas orejas, y que como ocurriera en otro tiempo no tan lejano, con aquellas tizas hacían las cuentas en la barra que, si no era de aluminio, tenía el mismo color y el mismo frescor de tal.

De repente entró un valenciano borrachuzo y se puso a hablar con uno de los camareros de tipos de aguardientes.

«No todo está perdido», es lo que pienso en estos casos, ante estas ráfagas de realidad. Y toda la vida se te pone por delante, recordando aquellos momentos de la infancia en el «As de Oros», que los bollulleros siempre llamaremos «el bar de Periquito», al alimón de las tortillas de papas y la carne con tomate, entre otros. 

Los ventiladores me aliviaron. Salí al poco tiempo de allí, y cuando pasé por la iglesia de San Antonio Abad y vi la cruz de la Orden del Santo Sepulcro de Jerusalén, cerré los ojos y me sentí vivo en Sevilla. 

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