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Quienes quedaron en Nuestra Tierra

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Foto: Ischia, vista desde la terraza de nuestro amigo Gió. Al fondo el Vesubio.

París, 21 de diciembre de 2020.

Querida Ofelia:

Recibí esta bella crónica desde Italia. La escribió mi hermano Juan Alberto con motivo del aniversario de su llegada a Tierras de Libertad.

Un gran abrazo,

Félix José Hernández.

“Ischia, 19 de diciembre de 2020.

Han pasado 27 años y parece que fue ayer. Era la noche del 18 de diciembre de 1993, el fresco de la campiña cubana en invierno se hacía sentir en Rancho Boyeros mientras esperábamos que CUBANA DE AVIACIÓN llamara a los pasajeros del vuelo hacia París, que inexplicablemente salió con casi hora y media de retraso. Eran ya cerca de las nueve y media de la noche y habíamos perdido las esperanzas de ver a nuestros familiares y amigos por última en vez en la terraza del aeropuerto de La Habana cuando bajáramos a la pista. El avión se encontraba a pocos pasos del edificio del aeropuerto frente a la terraza desde donde unos reflectores muy intensos lo iluminaban e impedían ver quienes desde allí saludaban en alta voz. Allí quedaban nuestros recuerdos entre aquellas siluetas que agitaban las manos.

El vuelo estaba completo, sólo nosotros, además de dos críticos de cine y la tripulación, éramos cubanos, todo el resto eran turistas franceses que regresaban a Europa, por lo que nos dimos cuenta de que sólo nuestros familiares y amigos podían haber sido los que estaban en aquella terraza agitando las manos. Ellos nos vieron pero nosotros no a ellos, quizás fue mejor así, se abría paso un silencio profundo ante la incertidumbre de todo lo que comenzaba de ese modo. El sonido de las turbinas del DC10 nos avisó que la nave iniciaba sus maniobras de despegue dirigiéndose hacia la pista central, un fuerte impulso nos pegó a los asientos y vimos como quedaban atrás las luces de la pista como un adiós a los cuatro cubanos que partían en ese vuelo. El avión comenzó a tomar altura y las aeromozas, todas cubanas, comenzaron a circular por los pasillos. De pronto se me acercó una de ellas, una hermosa joven de piel oscura y una bellísima sonrisa en sus labios, y me susurró al oído: «Cualquier cosa que necesites, no te preocupes, dímelo a mí». Me di cuenta de que la joven sabía o se imaginaba que éramos una familia cubana que salía para siempre de Cuba sin un centavo en los bolsillos, pues nadie más como un simple cubano mortal subía a esos aviones, a menos que fuera en misión de trabajo al extranjero, y eso me conmovió profundamente. Ella en silencio, me sonreía y apoyó su mano derecha sobre mi hombro, como para darme consuelo y comunicarme un afectuoso saludo cubano en medio de un profundo silencio obligado, so pena de afectarse políticamente en medio de una tripulación donde nadie sabía a ciencia cierta quién era quién.

Cerré los ojos para agradecerle con mi silencio ese consuelo cómplice común a todos los cubanos, sin pronunciar palabra y continuó sonriéndome en una comunicación sin palabras. En mi mente pasó ante mí la interminable lista de personas de piel oscura, de la sangre criolla que fluye por las venas de los cubanos, y que en todo momento de mi vida me dieron cariño sin esperar nada a cambio. Recordé a mis queridos vecinos, blancos, negros y mulatos de La Habana que me habían visto crecer y lloraban nuestra despedida.

Aquello vino a confirmar en mí una vez más que todos los cubanos no somos más que hijos de una tierra donde nace y crece un pueblo del que se enamora todo aquel que allí pone un pie. Nadie puede imaginar quiénes son los cubanos hasta que no los conoce de cerca. Lo mismo hemos experimentado aquí en Italia con el pueblo napolitano o partenopeo, son personas que tienen mucho en común con nosotros, a tal punto que a veces me parece estar entre cubanos cuando en realidad son italianos, quizás sea por las raíces españolas que nos unen. Como el nuestro, es un pueblo espléndido que te abre los brazos sin pensarlo dos veces.

En mi mente he llegado a imaginarme, tras la experiencia de todos estos años compartidos con este pueblo, que los napolitanos son cubanos que se han establecido aquí en el sur de Italia y han aprendido a hablar el napolitano, y que en cambio los cubanos son napolitanos que se han ido a poblar aquella isla remota y querida en el Caribe. Baste pensar en el elevadísimo número de napolitanos que van a Cuba a pasar sus vacaciones y que se sienten allá como en su tierra pero con playas blancas y cocoteros.

Cuánto dolor han sentido las familias del sur de Italia al despedir para siempre a quienes emigraron hacia Australia, a quienes llevaron a este pueblo hasta la Argentina, Brasil, Uruguay y Venezuela, a quienes subieron a los barcos rumbo al Nuevo Mundo y a inicios del siglo XX se embarcaron por millares hacia Estados Unidos y Canadá, a todos los que decidieron irse a la renaciente Alemania en los años sesenta, a todos los que están en Austria y Suiza.

La diferencia entre este dolor y el que han sentido los cubanos en el aeropuerto de La Habana al despedir sus familiares y amigos, ha sido una, que los italianos no se iban como en medio de un funeral donde se “enterraba” a quien se iba “para siempre” pues los italianos despedían con dolor a quien partía pero esperaban siempre en un “arrivederci”. El común denominador de quien lloraba en el muelle desde donde partían los barcos con los emigrantes italianos y los cubanos que veían despegar los aviones que se llevaban a los cubanos, como aquellos que se quedaban con las manos apoyadas en las cercas del aeropuerto de Varadero cuando los vuelos del “puente aéreo” despegaban, era uno: el silencio, aquel silencio desgarrador de una soledad que partía el corazón que se hundía en una oración desesperada frente a lo desconocido, mientras el avión se perdía, como el barco, en el horizonte.

Los emigrantes italianos crearon su mundo en la Little Italy en New York y continuaron hablando los diferentes dialectos de la Italia Meridional entre ellos, como los cubanos crearon su Little Havana en Miami y continúan fumando tabacos, jugando al dominó, comiendo frijoles negros, plátanos, tasajo, ropa vieja, vaca frita, ensalada de aguacate y yuca con mojo, conservando las raíces y el recuerdo imborrable del mundo que dejaron a sus espaldas. Los emigrantes italianos escribían cartas a sus parientes y amigos que quedaban en la península, recibían otras tantas de ellos, escuchaban las transmisiones de radio, como hoy en día disfrutan de la televisión que da la vuelta al mundo deseándoles un “Buon Natale” en italiano con el cariño de todos los que se quedaron aquí. Los emigrantes cubanos enviaban sus cartas sin saber si jamás llegarían a su destino, lo mismo los que quedamos atrás enviábamos nuestras cartas siempre en silencio, sin saber si llegarían a no al otro lado del mar. El rigor de la sociedad cubana establecía que “no podías querer a quien no quería la patria y se iba”, por lo que cartearse con esas personas era políticamente incorrecto y te imposibilitaba sobrevivir en el orden social de la isla. Llamar por teléfono era también una odisea a través del famoso 09 de la línea internacional. Muchos vínculos familiares y afectivos se fueron perdiendo poco a poco a través de los años luz de distancia que separaban a “los que se fueron” de “los que se quedaron en nuestra tierra”.

En los años setenta, una entrañable amiga que siempre llevo en el alma y hoy vive en New Jersey, me dijo que lo que estábamos viviendo era la realidad que reflejaba un tema del entonces famoso Grupo de Experimentación Sonora del ICAIC (Instituto Cubano del Arte y la Industria Cinematográfica), que proclamaba: «qué paga este sudor, el tiempo que se va», al repetir que «Cuba Va». Claro está, Cuba Va, sí, pero a qué precio… Así fue, el tiempo se llevó todo, como se llevó las fiestas de nuestras familias unidas en la Navidad y el Año Nuevo, la última vez en diciembre de 1968, como se llevó los valores que habían crecido en tantos años de cubanía desde el eminente Maestro Félix Varela pasando por el brillante Apóstol José Martí. Día a día se fue abriendo una zanja entre “los que están allá” y “los que están afuera” al calor de la distancia impuesta que generaba una diferencia artificial dentro de un mismo pueblo, de un solo pueblo. Es un crimen incalificable, como lo fue el sembrado por la división de Alemania en la postguerra hasta la reunificación en 1989.

Es Navidad hoy en el mundo, estamos en el Tercer Milenio, y pido a Dios por mi pueblo querido, por los que están afuera, por los que están dentro, por Todos y Para el Bien de Todos, parafraseando a José Martí, eterno baluarte de la cubanía a escala mundial.

¡Queridos todos, entrañables amigos de siempre, Feliz Navidad en vuestras familias, y sobre todo mucha salud y felicidad en el próximo año!

Juan Alberto Hernández.”

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