Uno de los grandes placeres a los que dirigen sus esfuerzos los padres o madres patrios, van encaminados a que después de muertos, porque en vida llegarían al orgasmo público, es que su paso por la vida, generalmente para mal, que por eso suelen destacar, quede plasmada en un gran monumento que, por lo menos, dure trescientos años recordatorios de su citado paso por la mortalidad y brevedad de la vida.
Está claro que a los dueños, a los receptores de tales pruebas de vanidad social, no se sabe de ninguno de ellos que haya vuelto a quejarse, cuando su imagen o el caballo que monta, cabalgadura con que el que los militares les gusta aparecer, o los angelotes que acompañan santidades, al rodar por el suelo provoque alguna demanda judicial contra los autores por parte de los herederos que, normalmente, en tales cambios de los variables humores sociales, no suelen asomar el bigote por si las moscas.
Con esto uno no quiere decir que esté a favor de que los recuerdos de padres y madres patrios rueden por los suelos. Pero hubiese estado mejor, y puede ser una idea para el futuro, que en vez de erigir un monumento a un prócer patrio, que cotidianamente suelen tener el código de barras casi caducado cuando se erigen en monumento, se hicieran otro tipo de obras en su memoria, que fueran beneficiosas para toda la sociedad como plantar un bosque, limpiar el cauce de un río, o llevar el agua potable a un población que la necesite.
Porque del mismo modo que no existe una razón convincente en el caso de España, con leyes legisladas en vigor que prohíben e indican todo lo contrario, que no se deben exhibir en los terrenos de dominio público signos religiosos ni políticos, y la secta católica apostólica romana parece tener un especial agrado de colocar figuras de su cuerda y creencia en la parte más alta o sobresaliente de la mayoría de los pueblos contraviniendo todo lo libremente legislado en el parlamento español, tan solo la mudanza de los tiempos, corrige semejantes exhibiciones, que deberían de ser tomadas por las buenas por lo que se acuestan felices con tales signos externos exhibiéndose.
Aquellos que no estamos a favor de tales exhibiciones, podemos dormir perfectamente, porque en el día a día suelen haber, por desgracia, otros asuntos de una mayor preocupación y envergadura; pero el derroche y la provocación pueden dar lugar, que la dan, a una cansera de exhibicionismo de temas, o que se le ha caducado el código de barras de la admiración colectiva, o que la sombra de un símbolo religioso no lo quiere alguna gente, que prefiere la natural sombra de las nubes, y todo lo que abusa, suele tener un final nunca por las buenas.
Pero como el sistema social actual entre las cosas que más le gusta es mezclar las churras con las merinas, en la rodadura de los monumentos por el suelo por el mundo, afectándole a gentes de habla española, es un ataque que no tiene nada de popular; de hartura popular, sino que va programado y orquestado por una parte del citado sistema que lleva o suele llevar el pelo rubio, natural o tintado.
En evitación, por tanto, de que puedan llegar momentos sociales donde las sombras de ciertos monumentos causen agobio, no estaría nada mal que localidad por localidad, sin necesidad de estar la gente en caliente, se efectuaran proposiciones y colectas para ir suprimiendo poco a poco tanta vanidad erigida, y, a cambio, hacer en colectivo algo de provecho para todos.
Porque de tambores, trompetas y tantos vuelos sin alas, si que existe una cierta hartura generalizada.
Salud y Felicidad. Juan Eladio Palmis
NOVENTA Y NUEVE AÑOS
Hablaba mirando
el fuego de la chimenea.
Un mar de lágrimas,
había navegado por todo él,
para juntar
dodos los días de su vida.
Algunos,
decía,
parece que nacemos
obligados
a recoger las penas
que hay por ahí,
sin escaparnos.
El recuerdo
por otros inviernos
que se le quedaron
en el pelo,
bajo la boina,
que con veinte años,
fuerte como un cepillo,
de una noche para el día siguiente,
dijo que se quedó blanco,
cano.
Fue fusilado,
y después
otro tiro más:
el de gracia,
que lo suele disparar
un gracioso
por la gracia,
dicen,
que ungido.
Y allí estaba
delante de la chimenea,
hablando.
Lo que es sonreír
y ser feliz a tope,
me dijo,
fueron dos veces
en mi vida,
a pique ya de ser centenaria:
Después de cada tiro.