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Meditación ante "Carlos II el Hechizado adorando a Cristo sacramentado"

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El gran Claudio Coello inmortalizó esta escena de grandeza que a mí me estremece y con la que me identifico: quisiera estar ahí dentro de ese noble concurso, todos españoles y católicos, fervorosos y sin dubitaciones ningunas: una estirpe que hoy se ha caricaturizado a sí misma, degradándose.

Era el año 1690. Nuestro pobre y desgraciado Rey, de rodillas ante Dios Sacramentado, sobrepuesto a todos sus mil achaques, está de hinojos, dándonos una suprema lección de que, pese a su fealdad y sus dolencias, venía de la estirpe que venía: eso no se improvisa, eso se tiene o no se tiene. Es una autenticidad que se sobrepone a toda circunstancia, consciente hasta la ascesis en su callado cumplimiento de la obligación sagrada: él es el Rey y aunque no podía ni sostenerse en pie, está rígido y firme, me lo figuro torciéndose de vez en cuando, Coello recogería por piedad esa apostura difícil de mantener en un enfermo. La vela de nuestro Rey está encendida y sus ojos puestos en Dios: es un diálogo silencioso entre el Rey Nuestro Señor, nuestro puente en la tierra con el Rey de Reyes, y Cristo.

Alrededor de toda esa muda comunicación se derrama el esplendor y el boato de nuestra religiosidad barroca, de los rígidos y hermosísimos protocolos de la liturgia catolicísima: el más excelso culto a Dios vivo y verdadero. Hay que cerrar los ojos para sentir los inciensos, la mezcolanza beatífica de los perfumes del personal en combinación con los santos sahumerios. El oído debe percibir los cantos amortiguados del clero y el monjerío y los acólitos: los más jóvenes parecen extasiados mientras cantan, los más viejos parecen más expectantes que extasiados: sus ojos están vueltos a este mundo, por ver si se produce un milagro, la recuperación improbable del pobre Rey que adora.

Entre los nobles del séquito inmediato, dos se vuelven a mirarnos: la primera impresión, siglos después es… ¡Qué hacéis mirando a la posteridad! Pero, pasados 330 años, hay que ser más indulgentes con ellos dos y uno se queda con la duda de si el pintor los pintó así para darles más protagonismo o para decirnos, indirectamente, que estaban a otra cosa: más pendientes de su provecho y medro. Sin embargo, otros nobles permanecen, blandiendo sus velas, concentrados en el Misterio: unos más pendientes de Dios, otros más pendientes del Rey, como si se extrañaran de ese momento de lucidez que Don Carlos siente ante el Cuerpo de Cristo Sacramentado.

Cuando se hable de Carlos II de Austria deberíamos pensar que lo hizo bastante bien para la poca salud que tuvo. Otros que parecen normales, son tan zánganos que acaban con nuestra salud y nuestra economía, rodeándose de lo peor de cada casa para solo mantener su puesto.

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