París, 26 de agosto de 2019.
Querida Ofelia:
Fuimos a la fiesta por los cincuenta años de Marie-Madeleine, ella es una colega con la cual llevo 16 años trabajando, muy BCBG, inteligente, elegante, simpática, etc. Hemos estado varias veces en su finca a orillas del río Loira, hemos compartido vacaciones, cenas y fiestas con su familia y su amable esposo Charles- Édouard. En fin, que es una gran amiga. Charles es un jurista famoso, que proviene de una familia eminente, un hombre sensato, apacible, que iba con Marie-Madeleine a retiros espirituales en el monasterio de Noirlac cada año. Educaron a sus cuatro hijos, hoy de 15,18, 20 y 22 años en el amor al prójimo, como Dios manda.
Cuando el año pasado en el mes de mayo, di mi fiesta por el aniversario de Libertad, me percaté de que ambos se trataban fríamente y apenas bailaron. Pero, cuál fue mi asombro cuando hace apenas dos semanas, Marie-Madeleine me llamó para decirme que iba a celebrar su cumpleaños con una gran fiesta, pero que Charles no iría, pues se estaban divorciando.
Resulta que Marie, fue por la primera vez en 25 años de casada, sola de vacaciones, para despejar, para reencontrarse a sí misma –cito sus palabras– y se fue a un Club Med, a una isla del Caribe y allí, en plena primavera con sol, mar y espuma se encontró a Roger, un dueño de mueblería, grande, moreno, musculoso, parlanchín, parrandero, en fin, la antítesis de Charles-Édouard. Nació una Historia de Amor Tropical.
Una semana de locura apasionada bajo el sol caribeño bastó y Marie-Madeleine abandonó al marido, la mansión en el elegante barrio de Neuilly-sur-Seine, la finca en el Loira, los hijos y todo cuanto poseía y se fue con Roger a su apartamento de un barrio de clase media, al norte de París.
Ahora la fiesta del primer medio siglo de Marie-Madeleine, organizada por el «bello» Roger tuvo lugar para celebrar el nuevo despegue en la vida de Marie, en un espléndido castillo al sur de París.
El castillo fue prestado por un amigo de ella. Para llegar a él, abandonamos la carretera y pasamos por un gran parque al fondo del cual, a orillas de un lago y rodeado de sauces y cipreses se encuentra. Le Château, espléndido, obra del renacimiento francés. Pero nos bastó llegar, para comprender como la vida de nuestra amiga había cambiado. Había pocos coches frente a él, pero al sur del lago, innumerables motos Harley Davidson brillaban bajo las luces de los reflectores que iluminaban los jardines.
Los invitados fuimos alojados en un castillo aledaño, que pertenece a una duquesa que no podía procrear, por lo tanto se fue con su esposo a la lejana Tailandia y trajeron a un bebé camboyano, huérfano, desde un campo de refugiados. Sus padres habían fallecido en el naufragio de una balsa, una especie de Eliáncito, pero sin padre compañero. El niñito creció en Francia, educado en las mejores escuelas, pero tuvo la desgracia de que los duques murieran en un accidente automovilístico, cuando él tenía sólo 18 años, convirtiéndose así en único heredero.
El camboyano, que hoy tiene unos 23 años, nos recibió locamente junto a su desenfrenado amigo a la entrada del castillo, ambos, una pareja de efebos contemporáneos.
Como la fiesta fue organizada por Roger, todos los invitados eran amigos de él y sólo seis personas éramos amigos de Marie-Madeleine. Nosotros nos habíamos vestido como se debe para la fiesta en un castillo, pero al llegar allí comprobamos, que nuestro estilo no correspondía en nada al resto de los invitados. Los hombres eran del estilo muy macho, mucho músculo, tatuajes en los hombros descubiertos, bigotitos y pelados casi al rape, aretitos de brillantes, pantalones de cuero muy ajustados, botas, etc. Parecía que estábamos dentro de un filme, que se desarrollaba en California.
Las mujeres tenían un look infernal: zapatos de tacones tan altos, que parecían que se iban a ir de boca, cadenitas de oro en los tobillos, vestidos ajustadísimos, con tan poca tela que parecía que el comunismo había llegado a Francia (¡Qué Dios proteja este gran país!), ya que eran cortísimos, con escotes vertiginosos al frente y a la espalda, apenas cubrían en algo los senos siliconados como toronjas, que parecían que iban a explotar en cualquier momento. Rostros hiper maquillados y bocas siliconadas, sobre todo el labio superior, lógicamente de un rojo intensísimo.
Nosotros fuimos presentados a los viejos amigos de Roger, nuevos para Marie-Madeleine. Mi esposa y yo nos sentíamos totalmente anacrónicos.
Pero resulta que los exóticos éramos nosotros –como de costumbre–. Una de las siliconadas al saber que éramos cubanos nos cubrió de besos, pues ella estuvo en Cuba, conservaba recuerdos inolvidables, según sus palabras, sobre todo de los hombres cubanos, que eran muy sensuales.
La noche fue avanzando y el champagne surtió efecto, la alegría se hizo desbordante y cuando llegó el momento de los slows de los años 60 en inglés, comprendimos o imaginamos, quizás nos equivocamos, que allí todo el mundo se había acostado con todo el mundo, en algún momento de sus vidas. Eran viejos, amigos que se conocían desde la época del instituto, ahora todos estaban en la cuarentena avanzada, en una lucha sin tregua contra los años, que inexorablemente pasan para todos. Eran típicos de esos franceses de la Francia profunda, que con el boom económico de los años 60, adquirieron un buen nivel de vida, conservando sus raíces de un cierto medio social, que vive en autarcía, despreciado por la burguesía. Lo paradójico era encontrar a nuestra amiga allí.
A mi pregunta de:-¿Cómo te sientes en tu nueva vida?, ella me respondió: -¡Nunca he sido tan feliz!». Por lo cual llego a la conclusión de que Charles- Édouard alimentó su espíritu, durante 25 años, pero Marie -Madeleine se aburría.
¿Logrará Marie- Madeleine adaptarse a su nueva vida? No lo sé, en todo caso, nunca es tarde para buscar y encontrar la felicidad.
Al final de la fiesta llegó el momento de la salsa, y nosotros llevamos –como siempre– un disco donde había una conga, los hicimos bailar y hubo quien se quitó los zapatos y otra se quitó el minúsculo vestido, quedándose en paños mini menores. La conga salió del castillo, bordeó el pequeño lago y casi todos terminaron refrescándose en él. Fuimos tan «exóticos» que varias personas nos dijeron que nos invitarían a sus fiestas y… que lleváramos música cubana.
Al irnos, la francesa que había estado en Cuba, ahora completamente ebria, nos abrazó y besó, prometiéndonos que regresaría a Cuba muy pronto al Hotel Meliá de Varadero, donde había unos mulatos camareros que eran muy sensuales y que ella pensaba traer para Francia. ¡Pobre Francia!
Te he contado todo esto, pues considero que forman parte de nuestras aventuras por estas tierras galas.
Un abrazo desde La Ciudad Luz, con gran cariño y simpatía,
Félix José Hernández.