José Gabriel Barrenechea.
Hace ya algunos años un amigo, profesor también él, que residía en un barrio predominantemente militar, me contó de su indignación de la víspera. Resulta que esa noche el CDR de mi amigo se había reunido para organizar los preparativos por los festejos por el 28 de septiembre (día en que Fidel Castro propuso crear esa organización). Tras el consabido exordio patriotero y estalinizante, el presidente del CDR, un regordete capitán, comenzó a enumerar las muchas maravillas que ocurrirían ese día en el barrio, y a renglón seguido las todavía muchas más que se necesitaba que cada familia aportara para el rumbón: Cabezas de puerco, libras de lomo ahumado, chorizos, abundantes yucas, malangas, plátanos y boniatos, aceite y huevos para la abundante mayonesa, vino, ron…
A medida que la lista aumentaba también lo hacía la reticencia ante la misma por la mayoría de los miembros de a pie del CDR, integrantes de familias que a diferencia de los de la dirección no obtenían su principal sustento del muy bien dotado Ejército, sino de los siempre precarios salarios del sector civil. Finalmente, ante murmullos crecientes de desaprobación, y caras que se alargaban en relación directamente proporcional al aumento de la lista del regordete capitán, un coronel retirado, administrador por entonces en una gasolinera en divisas y que se sentaba muy altivo en primera fila, se volvió e interrumpió en el más puro estilo castrense:
-¡Vamos compañeros, que ya tenemos que ir abandonando el negacionismo ese que se nos pegó cuando el Período Especial!
Según mi amigo ante aquella salida hicieron silencio hasta los grillos del CDR. Hasta que él, que tras la sorpresa inicial no pudo contenerse, soltó:
-El problema, compañero, es que para usted puede que ya haya pasado el Periodo Especial, pero para la mayoría de nosotros, no.
Recordaba esta anécdota el pasado 19 de abril, cuando el coloradito y bien alimentado ex General Presidente nos hablaba como si ya el Periodo Especial fuera cosa del pasado, y el famoso vasito de leche que nos prometiera en el lejano 2007 resultase la mejor prueba de tan trascendental logro.
Y es que en verdad el Periodo Especial ya pasó, pero únicamente para más o menos un 20% de la población de la Isla. Los demás, más de 8 millones, seguimos allí. Solo que ahora tenemos la fortuna de convivir con quienes ya han entrado en ese mítico futuro en que el país retoma el Periodo Normal.
¿Pero quienes somos ese 80%: Los de abajo?
Somos los que no nos atrevemos a tener hijos por lo siempre precario de nuestra existencia, o aquellos otros que si los tienen no pueden pagarles esos imprescindibles repasadores que complementan a un sistema de educación pública en caída libre.
Los que preferimos no asistir al médico a los primeros síntomas, en la espera de que la cosa se resuelva sola. Sea por lo difícil de encontrar uno en un consultorio (casi siempre andan por Venezuela, o por la hermana República de Carajistán del Sur); por las colas de mañanas enteras que hay que hacer para ser recibidos por ellos; o por lo poblada de las listas en que debemos anotarnos para que se nos vea, a todo correr, por un especialista que ese día tiene que atender a otro medio centenar de pacientes.
Recibir atención médica hoy en Cuba, no de la de urgencia, que todavía no ha tomado ese camino, es una cuestión de paciencia y de estar dispuesto a hacer antesala, una cantidad exagerada de ella. A menos que usted o su familia tenga “power”, o sea, relaciones, o “money”, en cuyo caso para usted Cuba ya habrá salido definitivamente del Periodo Especial, para ir a caer nada más y nada menos que a ese porvenir Luminoso de los servicios médicos de que tanto gustaba perorarnos el Comandante.
Por otra parte, como a ratos me señala mi madre:
-¿Para qué voy a ir al médico si después no encuentro, o no puedo comprar los medicamentos?
No conozco cómo se midió el Coeficiente Gini, al menos en el caso del que supuestamente nos presentan los organismos de la ONU como correspondiente a Cuba, pero estoy absolutamente seguro de que ese resultado no tiene nada que ver con nuestra realidad. Sospecho que los cálculos se realizaron al tomar en cuenta los salarios declarados por los informes gubernamentales, que no incluyen “las búsquedas”, o lo que los jefes, los “barrigas llenas”, te dejan sisar en tu trabajo, para que a su vez no sea tan visible lo mucho más que ellos roban (y salpican, para los jefes de más arriba).
Y es que de hecho en Cuba nadie puede vivir de un salario promedio. Yo, que en los últimos tres meses al tener que quedarme solo en casa he contado con las condiciones ideales para probarlo, de mis originales 70 kilogramos he bajado a 66; a pesar de que entre las lluvias, el hambre y los catarros he dejado de trotar en las tardes.
Para que se entienda mejor, ese vaso de yogurt que hoy en la mañana me tomé, lujo que casi pone mis finanzas semanales al límite, cuesta más o menos las dos quintas partes de lo que en un día gana quien en Cuba recibe un salario promedio. Lo mismo que me cuesta el pasaje más accesible en guagua a Santa Clara, 5 pesos, porque incluso Placetas, una ciudad de más de cuarenta mil habitantes, no tiene más que 2 viajes oficiales al día en los baratos ómnibus del sistema de transporte público (en el mejor de los días por ese medio se transportan desde aquí hacia la cabecera provincial unas doscientas personas).
Hay en Cuba un chiste que muestra a la perfección esta realidad:
Detiene un policía a un ciudadano que de inmediato se las da de muy moral, de alguien que por su intransigente respeto a la Ley está mucho más allá del alcance de ese sargentico venido de Oriente.
El sargento, que no sería de La Habana, pero no por ello dejaba de tener una inteligencia natural mucho más despierta que la de ciertos profesores principales de la UH, con la cabeza inclinada sobre el carnet de identidad del ciudadano le suelta:
-¿Usted recibe remesas?
-¡No, que va, mis acendrados principios revolucionarios no me lo permiten!
A esta respuesta el sargento levanta poco a poco la mirada y la clava socarrona en los ojos del habanero comecandela:
-Ven acá, Nagüe: ¿Y entonces de qué tú robas para vivir?
La realidad de la sociedad cubana es la de un grado de desigualdad mucho mayor que el coeficiente Gini que utilizan los organismos de la ONU para sus cálculos. Pero lo peor es que esa desigualdad, que en todo caso ya anda por encima del 0,4 que augura inestabilidad e ingobernabilidad futura, no está relacionada con el mérito en la promoción del bien común, sino que tiene que ver con la voluntad y capacidad del individuo para demostrar sumisión ante el poder político.
Cuba es una meritocracia, sí, pero en la cual triunfan quienes no ponen en duda nunca el derecho de la élite castrista (post-castrista ahora) a monopolizar el poder político: Aquellos que tienen estómago para entrar bajo esa condición en el cuadro administrativo-represivo-ideológico del régimen; aquellos que reciben remesas, o viajan, o hacen negocios “por cuenta propia”, cuidándose no ya de señalarse, sino por el contrario haciendo exhibición escandalosa de su incondicionalidad al régimen cada vez que tienen ocasión, y sobre todo al dejar caer su “regalito”, siempre que haya oportunidad para ello, en el bolsillo del “compañero” que le presta cara humana a ese régimen con el que constantemente interactúan.
En Cuba tenemos hoy una sociedad profundamente desigual, tanto o más que la anterior a 1959, si es que tenemos en cuenta la inferior riqueza de esta de ahora en relación con aquella. Una sociedad revolucionaria que fue siempre muy desigual porque se basó en un modelo de igualamiento radical que solo se podía mantener si un grupo privilegiado adoptaba el papel de igualadores: o sea, de individuos que se ponían a sí mismos por encima de la sociedad en su conjunto, como supuestos Dioses Revolucionarios. Y en que a medida que la religión revolucionaria ha ido perdiendo su efectividad sobre los imaginarios del cubano de a pie, al rutinizarse, ha dejado lugar a un prosaico sistema político oligárquico. En que la élite, para conservar sus privilegios tras perder su divinidad, ha debido progresivamente abrirse a importantes sectores en el cuadro administrativo medio (sobre todo de los institutos armados y de la cada vez más omnipotente Seguridad del Estado), e incluso a sectores de la nueva burguesía cuentapropista, o de la burguesía que vive de sus rentas, en el exterior (remesas obtenidas de la explotación del trabajo de algún pariente, o de negocios ilícitos también en el exterior-por ahora), de cierta capa de músicos y artistas plásticos, que también viven sobre todo de rentas en el exterior, e incluso de la intelectualidad (solo gracias a ese proceso un Iroel Sánchez ha podido convertirse en un definidor de ideología, a diferencia de un Martínez Heredia, que nunca pasó de un refinador, ilustrador, de lo que definían los Dioses Castro o Guevara).
Es esa la composición de ese 20% para el cual ya ha pasado el Período Especial, y en su lugar hemos arribado al tan mentado Porvenir Luminoso. Ante esta desigual realidad es hora de recordar aquellos versos de Villena: “Hace falta una carga para matar bribones, para acabar la obra de las revoluciones”.
Porque en Cuba, señores, va siendo hora de hacer otra Revolución.
La muy desigual sociedad post-castrista
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