La (contra) Revolución que se propuso acabar con las revoluciones en Cuba

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José Gabriel Barrenechea.
Sin lugar a dudas a la idea castrista de una sola revolución, que comienza en octubre de 1868 y termina en enero de 1959, no le falta cierta razón: Con la sublevación de Céspedes Cuba habrá de entrar en un largo periodo de inestabilidad político-social, en que cada más o menos 30 años ocurre una nueva revolución. Una tendencia revolucionaria a la que, sin embargo, viene a ponerle término, quizás definitivo, la de 1959. Pero no como se pretende por los ideólogos de la misma, al crear un teórico régimen revolucionario que es capaz de revolucionarse constantemente a sí mismo, al hacer en definitiva a la Revolución constante e inacabable, si no al tomar las medidas prácticas necesarias para que ya no puedan ocurrir más Revoluciones en Cuba.
En primer lugar al crear las estructuras estatales de control total, necesarias para terminar por ahogar en la impotencia al ánimo revolucionario cubano: Mediante el encuadramiento de la sociedad en organizaciones de masas en las cuales el individuo no se organiza según sus ideas, intereses o afinidades, sino en dónde es reunido en base a un criterio sectorial estricto y simplista: en trabajadores, mujeres, campesinos, estudiantes, vecinos…, criterio que responde solo a los intereses de quienes regentan el poder en el estado revolucionario; pero sobre todo con la instauración de una estructura policial de control individual tan eficiente, que le permite al estado castrista no tener que llevar la represión a los niveles sangrientos de los regímenes que anteriormente se habían opuesto a cada revolución de turno.
Con el castrismo las estructuras policiales son capaces de funcionar profilácticamente. De modo que la actitud independiente, o los barruntos de asociacionismo espontáneo, son identificados en sus mismos inicios por una eficiente policía del pensamiento, y por lo tanto reprimidos mediante benignas “llamadas de atención” al compañero, o los compañeros que comienzan a caminar por el camino incorrecto. A diferencia, por ejemplo, de lo ocurrido bajo las dictaduras de Machado o Batista, en dónde la no existencia de un sistema profiláctico, obligaba a tratar la enfermedad opositora a posteriori del acto opositor, con bisturí y mucha sangre.
Semejante al sistema del Médico de las 120 Familias, en Cuba la Seguridad del Estado (policía política) asigna oficiales que “nos atienden” en el trabajo, el centro de estudios, o en el barrio, o sea, que se mantienen al tanto de lo más significativo que ocurre en su área de vigilancia, a través de una espesa red de informantes cuyas contribuciones constantemente analizan y sí es necesario elevan a sus superiores. La única diferencia aquí es que mientras el primer sistema profiláctico funciona hoy de modo muy precario, en el caso del segundo el estado revolucionario, o más bien anti-revolucionario, se ocupa de que tenga todo lo necesario para que la policía política alcance a mantenerse muy al tanto de por dónde andan nuestros pensamientos, y sobre todo nuestras intenciones.
En segundo al eliminar, o reducir la importancia del estímulo generacional, tan vital a toda tradición revolucionaria: Tres tan distintos partícipes u observadores de diferentes revoluciones cubanas, la del 95, la del 30, o la del 59, respectivamente Francisco Figueras, Pablo de la Torriente Brau y Jean Paul Sartre, han señalado el hecho de que la revolución correspondiente parecía tener como verdadero motivo el interés de la nueva generación por hacerse con los puestos gubernamentales que acaparaba la anterior. En lo que no les faltaba razón.
En Cuba se dan a un tiempo una economía en continuada decadencia desde un pasado glorioso, entre 1820 y 1860, durante el cual periodo se le garantizó a un sector importante de la población isleña uno de los más elevados grados de riqueza material a nivel global, sin gran esfuerzo para ellos; una cultura ancestral que mira con desprecio a quienes les toca realizar los trabajos duros, de la que ya nos hemos ocupado en otro trabajo precedente; y una relación muy cercana con la tendencia a la empleomanía ibérica de gran parte del diecinueve, trasplantada a Cuba por la administración colonial más o menos a partir de la muerte de Fernando VII.
Así, tras el comienzo de la prolongada decadencia de la Azucarera del Mundo en 1860, y sobre todo a partir de los 1880, se comienza a afianzar una tradición entre los cubanitos blancos (y un poco más tarde también entre los negros) en que la máxima aspiración individual y familiar es la de hacerse con un trabajo de cuello blanco. Más los trabajos de cuello blanco en Cuba sobre todo tienen que ver con la administración gubernamental, y durante la Colonia en su gran mayoría están en manos de españoles, otorgados por los intereses políticos desde Madrid mismo.
Esta avidez por los empleos oficiales como explicación alternativa de la revolución del 95 es señalada por Francisco Figueras en su Cuba y su evolución Colonial (1907), casi una década antes de la publicación del Manual del Perfecto Fulanista, en que por su parte José Antonio Ramos constata como durante la naciente República los destinos en el estado no hacen más que multiplicarse tras la llegada al poder de cada nueva administración.
Para Ramos, no obstante, esa situación es consecuencia de que la inversión extranjera y la inmigración hayan desplazado al trabajador nacional del sector productivo, con lo cual a este no le quedaba más remedio que buscar acomodo en el estado y sus estructuras políticas o burocráticas. La realidad, un tanto más compleja, es que aun antes de la masiva entrada del capital americano tras la Guerra de Independencia, y de la considerable inmigración ibérica de las primeras décadas del XX, en Cuba, un país eminentemente agrícola, ya se daba desde muy temprano la situación de una desproporcionada población urbana, que no está dispuesta de ninguna manera a emigrar a los campos, o sea, hacia los trabajos reales, productivos, pero duros y agotadores.
En su obra citada, estimable en muchos otros sentidos, Ramos, en la cuerda de esa poderosa tradición nuestra auto-elegíaca, se refiere con largueza a los factores externos incuestionables que engendran la subordinación del cubano en su tierra, pero elude hablar de las tendencias idiosincráticas propias que explican la facilidad con que los extranjeros nos colocaron en esa posición subordinada. Porque es en esta ancestral cultura de desprecio al trabajo duro, reforzada por el complejo devenir del siglo diecinueve hispano-cubano[i], combinada con el deseo individual y familiar de alcanzar a tener un nivel de entradas que garantizara un consumo adecuado a los estándares del moderno -importado dicho deseo del Norte, que se explica en última instancia ese no ir hacia el sector productivo, sino hacia el empleo oficial, y el consecuente crecimiento desproporcionado del estado republicano cubano ya desde la primera República, supuestamente liberal a ultranza.
La Revolución del 59, en este sentido, cierra a posibles ampliaciones posteriores este ininterrumpido proceso de crecimiento del empleo estatal, y por tanto a más revoluciones en que una nueva generación deba enfrentar a la anterior para sacarla  de los puestos estatales. Lo hace al garantizarle a cada cubano, de los que se quedan en la Isla, un empleo en el estado. Lo que había sido la aspiración de las buenas familias cubanas, léase la urbana clase media artificial, ya desde más o menos 1878. Para lo cual, claro, el estado deberá agrandarse hasta que a partir de 1968 ya ninguna posible actividad productiva que produzca una remuneración quede fuera de su control.
El paso final en la eliminación de esta importante causa de las revoluciones cubanas llegará con el Periodo Especial, cuando se descarte por completo el interés en asaltar al estado por la nueva generación: A partir de 1990 los destinos oficiales en Cuba dejarán de resultar interesantes, ya que desde ellos es imposible obtener lo necesario para mantener a una familia.
Un paso más atrevido aún será hacer desaparecer incluso la amenaza generacional misma, al hacer caer catastróficamente la tasa de natalidad, y al mismo tiempo estimular, con el constante cierre a las posibilidades de desarrollo individual autónomo, la masiva emigración de los pocos jóvenes que le nacen al país. Medida gubernamental que no cabe calificar más que de premeditada, dada la cantidad de títulos universitarios en ciencias sociales con que cargan los jerarcas del régimen, y el conocimiento general y más que comprobado que hoy se tiene de la relación inversa entre el espíritu revolucionario de una sociedad y su grado de envejecimiento.
Por cierto, la muestra más clara de ese asesinato deliberado y contrarrevolucionario de la juventud cubana estuvo en la última velada al Comandante por los dos años de su muerte: Si el 13 de marzo de 1968 el espacio frente a la entrada a la Universidad de La Habana no bastaba para agrupar a los asistentes al acto, ahora se los pudo acomodar en el relativamente escaso espacio de la escalinata.
[i] La Guerra de los Treinta Años por la Independencia, por ejemplo, creo también una fuerte tendencia militarista. Más afín con los destinos oficiales, cuando no se podían militares simplemente, que con los relacionados con los trabajos o negocios individuales.

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