José Gabriel Barrenechea.
Entre los fundamentos de Occidente se descubren dos actitudes: la de Tales de Mileto, y la de Sócrates.
La actitud de Tales hacia sus discípulos significó un salto gigantesco en el comportamiento humano. Hasta él todo el que llegaba a determinadas respuestas, o se armaba un sistema, un relato del mundo propio, a continuación se lo imponía como dogma a sus discípulos. Había llegado a la Verdad Definitiva, Revelada, y todo el que la pusiera en duda lo hacía por sugestiones del Mal. Después del Iluminado Definitivo solo se imponía comentar y divulgar esa verdad, llevarla a todos intocada, como la dejó el Maestro, y por lo mismo aquel que intentara desacreditarla, aun en los más nimios detalles, no era más que un miserable hereje que solo merecía la excomunión, o incluso la muerte por los modos más crueles imaginables.
Tales llegó a un modelo general del mundo en que el agua era el elemento último del Todo, el ἀρχή. Mas cuando su discípulo Anaximandro llegó a una conclusión muy distinta, según la cual lo era el ápeiron, lo infinito, lo indeterminado, Tales no lo excomulgó, y por el contrario lo estimuló a continuar en el desarrollo de esa hipótesis que claramente contrastaba con su relato.
Con Tales nace por lo tanto esa actitud propiamente occidental de considerar a la verdad como algo abierto a constantes aproximaciones, y que por tanto no puede plantearse la absoluta certeza de ningún conocimiento. El convencimiento de que la colectividad humana siempre encontrará ante sí al libro de lo que existe tan novedoso y lleno de fascinantes misterios como lo fue para sus ancestros, y que esa virtud humana, la inteligencia, siempre será tan útil hoy como en el más remoto pasado para superar los continuos desafíos que la existencia nos pone enfrente.
Tales por tanto inaugura una actitud: la de la tolerancia a la opinión del otro, al punto de estimular las búsquedas que no van precisamente por lo caminos asumidos por uno mismo. Una actitud, la de la más amplia tolerancia, central en nuestra cultura atlántica, que le ha permitido asimilarse lo más justo, lo mejor, lo más útil o lo más bello de otras culturas como ninguna otra en la ya larga historia humana.
Por su parte Sócrates continua la actitud de Tales con su célebre, “solo sé que no sé nada”, ya que de ella se deduce que si me admito un ignorante en esencia estoy abierto a todo lo que puedan demostrarme quienes dialogan conmigo.
Pero Sócrates también inicia en nuestra cultura la actitud consecuente hacia uno mismo, sobre todo ante el imperio democrático del sentido común, o de la opinión general. Recordemos que Sócrates fue acusado de pervertir a los jóvenes atenienses con su tendencia a partearles ideas más acordes con la realidad, y de impiedad, o sea, de irrespeto a los dioses, y que sometido al consecuente juicio, un jurado de 500 ciudadanos voto 280 a favor de la condena contra 220. Preguntado entonces de que castigo proponía para sí, Sócrates se encaró al jurado y comenzó por decir que le sorprendía lo pobre de los argumentos que habían servido para convencerlos de condenarlo. Acto seguido bromeó con que pensaba que debería imponérsele de castigo el comer todos los días en el pritaneo, las comidas que la ciudad ofrecía a los ciudadanos que se habían distinguido de manera extraordinaria por Atenas. Ante aquella actitud en que el acusado no pedía disculpas, y dejaba entender a las claras lo poco en que tenía a las razones de sus acusadores, que no eran otras que las de la opinión general y el sentido común, el acusador pidió se le impusiera la pena de muerte.
Esta vez el apoyo fue de 360 contra 140.
Sócrates pudo huir, como le propusieron sus amigos. Es casi seguro que lo hubiese logrado por los muchos en posiciones de poder en la Ciudad que lo apoyaban. Mas él prefirió beber por sí mismo el veneno que le presentaron, la cicuta. No por respeto a las leyes, como suponen algunos, sino porque de ese modo él, que nada dejó escrito, dejaba asentada su actitud consecuente en los fundamentos de nuestra cultura: Él tiene un método para aproximarse a la verdad, y aunque positivamente está seguro de que los resultados obtenidos mediante el mismo no pueden ser asumidos como la Verdad Final, sin embargo no está dispuesto a negar esos resultados más que mediante la argumentación racional, en el diálogo con otros humanos, nunca en base a la muchedumbre de los que opinan en contra. Mi verdad, limitada y circunstancial, es mi verdad, es más, soy yo mismo, y no puedo cambiarla ante amenazas o supuestas autoridades, mucho menos ante la tiranía del sentido común, de la opinión general de Todos, sino solo ante los convincentes argumentos de ese igual a mí que en el ágora discute conmigo en base al respeto mutuo.
Tendemos a sobredimensionar el sacrificio de un habitante de la Palestina en nuestra cultura, principalmente por lo oscuro de las circunstancias de un hecho del que ni tan siquiera tenemos constancia haya ocurrido alguna vez (su crucifixión). Sin embargo minimizamos el claro sacrificio de Sócrates a la consecuencia en la defensa en lo que creemos, de lo que somos, frente a compulsiones que no tengan nada que ver con el dialogo humano, con la libre argumentación. Y es triste, porque si sobre un pilar se fundamenta Occidente es sobre esa actitud.
Y es que en tiempos oscuros como estos es necesario ir a las raíces que nos definen como cultura, que no son el heroísmo militar de 300, una biblioteca condensada de la literatura de unas tribus medio alucinadas de pastores en Palestina, algún saber esotérico pitagórico solo abierto a los elegidos, la pasión por la tribu de aquellos con la piel de color más pálido, o la comunidad sentimental en la incondicionalidad a algún Caudillo, de esos que cagan mojones tan apestosos como cualquiera de nosotros, sino la apertura a los argumentos ajenos, y la consecuente defensa de lo que creemos ante imposiciones que nada tengan que ver con el debate racional, sostenido en base a claros argumentos accesibles a cualquiera.
El cual debate racional es en última instancia el único forjador aceptable de la verdad común para el hombre libre y digno.
Tal creencia se la debemos a dos tipos que murieron hace más de dos mil años, pero que en realidad demuestran una vitalidad juvenil, aun hoy, de la que carece la gran mayoría de nuestros contemporáneos vivos. Dos tipos cuyas hazañas no son de esas tremebundas que solemos admirar, sino dos tipos que se sentaban en el ágora de su ciudad, a dialogar calmadamente con sus convecinos, y también con nosotros mismos, o con aquellos que vengan cuando ya no quede recuerdo de nuestro breve paso por este mundo…