En mi opinión, las claves del jeroglífico cubano fueron:
- Creencia en la legitimidad y eficacia de la revolución, no solo como herramienta de liberación política, sino como panacea para todos los males del país. Es lo que José Martí llamaba ya en 1895 «el culto de la revolución».
- Creencia en que la población cubana era (o podía llegar a ser) un conjunto nacional homogéneo, diferente de EEUU (lo cual era obvio) y de España (lo cual no era tan obvio) y capaz de autogobierno. Cabe señalar aquí que el nacionalismo arraiga con dificultad en la Isla. A finales del siglo XIX, Cuba era española por la historia, la lengua, la religión y las costumbres. Su cultura no era el «ajiaco» que describe la célebre ocurrencia de Fernando Ortiz, sino más bien un roble hispánico en cuyo tronco se fueron injertando grupos africanos y asiáticos venidos de cien regiones que hablaban docenas de lenguas distintas y practicaban costumbres muy diferentes. La hispanización o criollización de esas minorías, por parcial o deficiente que fuera, constituía el denominador común. Las señas de identidad del conjunto no eran la santería, la lengua carabalí o el arroz frito con cerdo agridulce, por muy «típicamente cubanos» que estos elementos puedan parecer en la actualidad.
- Creencia en un destino grandioso asignado a Cuba por la Historia o la Providencia, que se haría realidad mediante la violencia política. Como he explicado en otro lugar, esta fe en la excelsa predestinación empieza a manifestarse con los anexionistas de 1850. A mi modo de ver, es un mito compensatorio elaborado por las capas cultas del país para aliviar la amargura del sometimiento a España, una potencia decadente que contrastaba con la riqueza y el desarrollo alcanzado en la Isla.
- Creencia en la llegada de un caudillo iluminado que encabezaría los esfuerzos encaminados a hacer realidad todo lo anterior. Este mesianismo se agudizó tras la muerte, durante la guerra o poco después, de casi todos los próceres que dirigieron las luchas independentistas.
- Creencia, acentuada tras los fracasos de 1855 y 1878 y la semivictoria de 1898, en que el agente principal de todos los males del país era EEUU, lo que transformó la superstición revolucionaria en el mito de la revolución inconclusa.
Durante la primera mitad del siglo XX, ese mito impidió la consolidación del Estado de derecho en Cuba e hizo posible las insurrecciones contra Gerardo Machado y Fulgencio Batista, además de innumerables conspiraciones, algaradas y pronunciamientos fallidos. Fue el contexto que generó las condiciones necesarias (aunque no suficientes) para que triunfaran los empeños de minorías violentas, decididas a asaltar el poder a punta de pistola. Y en la década de 1950 fue el caldo de cultivo del totalitarismo.
Todo lo anterior hay que explicarlo y recordarlo porque, como advirtiera Cicerón hace más de 20 siglos, los pueblos que ignoran u olvidan su historia están condenados a repetirla.