El buque Saint Louis
El drama de los pasajeros judíos del St. Louis se ha convertido en tema recurrente entre algunos de nuestros escritores, como si fuera el hecho histórico más relevante de la primera mitad del siglo XX cubano.
Da la impresión, además, de que nos culpan como pueblo por no haberlos acogido. Pues a mí que me registren. Ni yo, ni mis padres ni mis abuelos (ni nadie que haya conocido) tenemos nada absolutamente que ver con la suerte de aquellos infelices refugiados (más bien aspirantes a serlo) que huían del nazismo y buscaban un puerto de acogida en 1939.
En todo caso, que culpen al entonces presidente de Cuba, Mariano Laredo Bru, o al strongman que lo puso en poder, el que verdaderamente cortaba el bacalao, el sargento ascendido a coronel y luego a general, Fulgencio Batista.
O incluso, que culpen a la Administración Roosevelt (especialmente al subsecretario de Estado Benjamin Sumner Welles), que no le permitió su entrada en Estados Unidos.
Y en último caso, que le pidan cuentas a la poderosa comunidad hebrea radicada en La Habana, con cuya contribución tal vez se hubieran podido tramitar las visas de una buena parte de sus paisanos retenidos en el trasatlántico frente a la bahía habanera.
Pero a mí que no me culpen, que ya bastantes culpas históricas arrastramos los cubanos para que encima nos endilguen otra más.