Foto: El Chalet de Piedra, Camajuaní.
París, 23 de agosto de 2019.
Querida Ofelia:
En mi niñez conocí a un americano, en enero de 1959. Estaba en la casa de mi abuela Aurelia jugando en el amplio portal, cuando llegaron tres jeeps, de los que se bajó un grupo de barbudos entre ellos mi tío Guillermo, Jesús Carreras, Sinesio Walsh y William Morgan. Venían de la playa de Caibarién y regresaban a Santa Clara, formaban parte de los nuevos héroes de Cuba.
Morgan era de Ohio, de cabellos y ojos claros, un hombre de constitución fuerte (en mi mente infantil, yo me imaginaba a todos los americanos así, como si fueran daneses). Había luchado en el Japón durante la Segunda Guerra Mundial y que se entusiasmó con la guerrilla cubana, pues dio la casualidad de que estaba como turista en San Cristóbal de La Habana, cuando Manzanita habló por Radio Reloj y sus amigos atacaron el Palacio Presidencial, el 13 de marzo de 1957. Morgan se alzó y fue a parar al Escambray, al Segundo Frente. Yo al fin lo conocí, con sus grados de comandante.
Morgan y el camajuanense Jesús Carreras, comenzaron a hacer contrarrevolución, se convirtieron en «bandidos», e iban al Escambray con el pretexto pueril de criar ranas. Excusa que creo que ni ellos mismos se creían. Un juicio sumario los condenó a muerte junto a Sinesio. El fusilamiento para Jesús Carreras (héroe de Camajuaní) y para Sinesio Walsh fue «normal», pero a Morgan, por ser americano había que castigarlo más aún.
En 1969, una tarde, vino Guillermo a casa, ya le habían quitado las bodegas, la finca, la casa de Varadero, la cuenta bancaria y se había divorciado de mi tía Tana. Lo único que le quedaba era la vida (que perdería a causa de un infarto algunos meses después) y aquel look burgués, aquella discreta elegancia desenfadada, estilo MacGregor, que lo caracterizaba. Lo recuerdo contándole a mis padres cómo fusilaron a Morgan en La Cabaña, en la madrugada de un día de febrero de 1961, «Año de la Alfabetización».
Mi tía Tana, paradójicamente, siguió siendo revolucionaria. Ella que tan buena vida se había dado, ella que iba de vacaciones a Varadero y a su finca frente a la Universidad Central, ella cuyas hijas fueron educadas en escuelas de monjas, ella que se vestía de El Encanto.
Un viejo amigo de Guillermo se volvió tan revolucionario, que participó en «La Limpia del Escambray», capturó a Sinesio Walsh junto a otros 170 «bandidos» y participó en el juicio en el Teatro Libertad, (¡Qué irónico!) en el Campamento Militar Leoncio Vidal, en octubre de 1960. El fiscal fue el implacable justiciero de la revolución, Juan Escalona.
Ese señor, en la casa de mi tía Tana, mientras saboreaba una cerveza Hatuey, contó como en la finca La Campana, se había aplicado lo que él llamaba «la justicia revolucionaria» y cómo Sinesio había sido fusilado a la metralleta checa, no quedando de su cuerpo sino pedazos. El volvió a La Campana, para seguir aplicando la justicia revolucionaria, pero según la versión oficial, al tratar de limpiar una ametralladora checa, un compañero suyo dejó escapar una ráfaga, la cual le hizo añicos el rostro. ¡Un nuevo mártir!
Recuerdo que un domingo de cada mes, mi tía Tana iba a ver a mi abuela, con el portamaletas repleto de víveres de todo tipo. Yo pensaba: cuando sea grande, traeré también a mi madre cada mes un maletero lleno de comida. Venían siempre mis primas. Dos niñas que habían vestido siempre con batas de lazos, encajes y cintas, a tal punto que parecían infantas escapadas de un cuadro de Velázquez.
A la entrada de la capital villaclareña había una bella imagen de Santa Clara. Esa estatua los compañeros la ocultaron durante años con un gran cartel que decía: «Bienvenidos a Santa Clara». Hasta un día en que la arrancaron definitivamente. Lo mismo ocurrió con la Virgen de la Caridad, que estaba en una urna, al centro de la Terminal de Ómnibus de La Habana.
Mi prima y su esposo, eran tan compañeros que cuando yo caí en desgracia en el 1980, cuando no me dejaron ir por el Puerto de Mariel Rumbo a Tierras de Libertad con mi esposa e hijo, no vinieron más a casa ni tampoco llamaron por teléfono por temor a «apestarse». Cuando fue a Cuba, desde Puerto Rico, una hermana de él, nos prohibieron a todos que fuéramos a su casa, para que la hermana exgusana y ahora convertida en “mariposa” estuviera sólo en una atmósfera pura revolucionaria.
Apenas a una cuadra de la casa de mi abuela, frente al parque de Camajuaní, se encuentra el Chalet de Piedra, el que fue construido en 1927 por la suma de 36,000 pesos, lo cual era mucho para aquella época. Una casa como las que abundan en Italia a orillas del Lago de Como. El Sr. Piedra había invertido más de dos millones de pesos en nuestro terruño villaclareño y le había dado trabajo a más de 400 tabaqueros, 200 despalilladoras y a 80 campesinos en una lechería. Por lo cual era el gran patrón y benefactor del pueblo. Pero, en las parrandas de 1934, el populacho sacó una comparsa con cabezones que pasó por frente a su mansión. La plebe cantaba en la conga, al ritmo de los tambores:
«Serafina no es de Piedra, Serafina es de cartón, Serafina come yerba y no tiene corazón». «¡Serafina es de Piedra y también de Pantaleón!»
La Sra. Serafina era la esposa de Piedra y Pantaleón un amigo de la familia.
Ante tal humillación, Piedra salió al balcón del primer piso y pistola en mano, tiró cuatro balazos contra el cabezón que representaba a su esposa. Se formó el corre corre. La infamia provocó que Piedra tomara la decisión de vender todo, cerrarlo todo y trasladarse para el pueblo de Guanajay.
La «gracia» del populacho costó unos 700 puestos de trabajo, una verdadera catástrofe económica para el pueblo. De nada sirvió la intervención del alcalde y de la sociedad civil de la época. Piedra se sintió demasiado humillado.
Cuando yo era niño, El Chalet pertenecía a los padres de una chica muy agradable a la que todos llamaban Tota la del Chalet. Lógicamente Tota y su familia partieron para los EE.UU. Los “compañeros” convirtieron al Chalet en un restaurante que se llama El Pavito. Es muy probable que al igual que el Hotel Cosmopolita, se esté convirtiendo en ruinas.
Un día, al regresar de la finca de los Riestra tuvimos un accidente y nos fuimos por una pendiente después de pasar el puente sobre el río Sagua, dimos varias vueltas, pero no tuvimos ni un rasguño. Detrás del jeep llevábamos varias latas repletas de mangos. El reguero de frutas fue enorme. La suerte fue que, un grupo de obreros que estaba asfaltando la carretera, nos ayudó a subir el vehículo de nuevo a la misma. ¡Solidaridad cubana! Si aquel accidente hubiese ocurrido en Francia, los obreros hubieran llamado al helicóptero y nadie nos habría tocado, hasta que no llegase el médico.
A la entrada del pueblo a la izquierda, estaba el «Cementerio de los Turcos», que en realidad era uno de los siete cementerios judíos que había en Cuba (los otros estaban en: Santa Clara, Camagüey, Santiago, Banes y dos en Guanabacoa). En Camajuaní vivían unos 300 judíos, a los cuales se les llamaba turcos. Incluso tenían una sinagoga en la carretera que iba hacia el Central Fe.
De niño escuché varias veces decir: «los judíos son malos, pues mataron a Cristo». ¡Qué prejuicios los de aquella época! Sin embargo yo no les tenía miedo a los judíos de Camajuaní, pues… para mí eran turcos. Incluso había unos muy simpáticos, amigos nuestros que eran los Policart, los cuales poseían una cafetería frente al parque, al lado del Cine Muñiz.
Mi tío abuelo Pantaleón, tenía su finca al lado del Cementerio de los Turcos y para entrar a ella había que tomar un camino que partía desde enfrente del Cementerio Municipal. ¡Tremenda situación geográfica!
A la derecha de la entrada del Cementerio Municipal, estaba el panteón de Salustiano. Ese español de las Islas Canarias, había nacido en el 1899 y él mismo había construido su panteón espectacular, digno del cementerio Père Lachaise de París, con ángeles barrocos, columnas de capiteles dóricos y techo gótico, o sea un verdadero catálogo de estilos en poco espacio. En lo alto de la puerta de hierro forjado había esculpido en el mármol: MORS UNA VINDICTA EST. Cada domingo, cuando yo acompañaba a mi madre a la tumba de mi abuelo (aquella tumba cubierta por azulejos grises, con una urna bajo la cruz, con dos bucaritos de flores blancas y la cruz del ataúd en el medio, donde ella y mi padre también reposan en paz hoy día), veía al bueno de Salustiano trabajar en su panteón.
Salustiano había construido él solito varias casas en la acera enfrente a la mía, en la calle Fomento, hoy Raúl Torres. Después las alquilaba y vivía de ello. Pero llegó la Ley de Reforma Urbana, le quitaron todo y con la Ofensiva Revolucionaria de 1968 al bueno y viejo de Salustiano, le intervinieron hasta las herramientas. Sólo le quedó aquel panteón, donde hoy reposa eternamente.
Al doblar de la esquina, vivía un señor joyero, amigo de mis padres, al cual la «justicia” revolucionaria le fusiló a su hermano. Yo fui con mi madre al funeral. Creo que fue la primera vez que vi el cadáver de un fusilado. Mucha gente del pueblo fue. Apenas unos meses antes, en las Navidades del 1958, el pueblo había ido al funeral de Raúl Torres (un chico asesinado por la policía), a sólo unas puertas de la casa de Arístides.
Al salir con mi madre del funeral, nos encontramos con el Nene Bacallao. Era un chico que tenía un look al estilo de James Dean. Conducía un Chevrolet 1957 rojo y blanco convertible. Era el hijo del último teniente en 1958. Venía a decirnos que se iba para La Habana y de allí para los EE.UU. Lo logró junto a su familia. Creo que gracias a ello, su padre se salvó de un paredón o por lo menos de unos cuantos años de cárcel.
Hablando de cárceles, vi el DVD de “Antes que Anochezca”, filme durísimo, crudo, sobre la vida de Reinaldo Arenas. Si bien es verdad que refleja la atmósfera represiva en La Perla de las Antillas, (lo de las celdas de castigo del Morro es aterrador) y el carácter homosexual del escritor, sin embargo no muestra bien el gran sentido del humor que éste poseía. Yo lo conocí en París a inicios de los años ochenta y recuerdo haber reído mucho con sus anécdotas cubanas.
Un gran abrazo cubano desde estas tierras tan lejanas de la Vieja Europa,
Félix José Hernández