Miami y el maleficio de la Cuba actual
En nada se asemeja a la que pintan Granma y la Mesa Redonda. Pero no creo que pudiera adaptarme a vivir aquí
MIAMI, Estados Unidos.- Mentiría si digo que me siento en Miami como en casa. Los cubanos, los de aquí, los de allá o los que estén en cualquier lugar del planeta, luego de 1959 ya no conseguimos “sentirnos en casa” ni siquiera en nuestras propias casas. Esa “incomodidad”, o más bien, inadaptación crónica, es parte de un maleficio nacional del que parece no haber modo de librarnos.
Miami…una monstruosidad de ciudad, con sus Walmart y Publix por doquier, su tráfico endiablado, los choferes cañoneros, las luces rutilantes y el agua y el idioma español por todas partes. Una ciudad que crece en todas las direcciones, pero sobre todo hacia arriba, dispuesta a apropiarse también del cielo, excepcionalmente nublado por estos días.
Esta ciudad es más de lo que uno imagina en Cuba, pero a la vez se queda corta en algunos aspectos. No es exactamente lo que uno suponía. Evidentemente, las carencias y la falta de libertad hacen que uno suponga de más y exceda los límites de lo razonable, si es que todavía hay algo que pueda resultar razonable para los cubanos, tan desmesurados como las circunstancias nos han vuelto.
Aquí se tiene lo que falta en Cuba: comida, ropa, carros, casas bonitas, que se me antojan endebles ante los huracanes, y aparatos, muchos aparatos. Pero sobre todo hay libertad. Y derechos. Pero también deberes. Muchos. Demasiados.
Derechos, deberes y cuentas se combinan en una ecuación que se me antoja bastante complicada, especialmente para nosotros, que venimos de un país convertido por el castrismo en una mezcla de cuartel, campamento, cuartería y manicomio.
Me resulta desconcertante cómo se las arreglan muchos de mis compatriotas, particularmente ciertos “aseres”, con esta ecuación. Pero se las arreglan. Ahí están. Se les puede ver en los Sedano’s, por Flagler o la calle 8, en Little Havana, o donde quiera, orgullosos de haber logrado el “american dream” o su particular visión de él. Porque eso sí, aquí todos los sueños son posibles: hay para todos los gustos, a diferentes precios y con facilidades de pago.
El trabajo no deja demasiado tiempo libre. Se quejan muchos que “aquí se vive solo para trabajar, comer y comprar”. La noche del viernes (Thank God It’s Friday!), el sábado y el domingo, son para pasear, divertirse y hacer visitas, previo aviso telefónico y consentimiento del potencial visitado. Pero el domingo hay que irse temprano a la cama, para poder levantarse temprano el lunes e iniciar otra semana de brega.
Y hay ese afán de comportarse y vivir según es el uso acá. No importa si apenas chapurrean el inglés o saben solo unas pocas palabras mal pronunciadas o ninguna. No importa si dichos usos tienen poco o absolutamente nada que ver con nuestra idiosincrasia, con lo que fueron sus usos hasta que llegaron aquí e iniciaron su “american dream”. Así, los oyes repetir, cual si fuese un mantra, que “eso no se estila aquí”. Y casi que llegan a convencerte de que uno debe esforzarse en imitar “lo que se estila aquí”.
Créanme que es duro tener que esperar más de una semana para poder encontrarte con algún amigo que no ves desde que se fue de Cuba en 1980, y que te diga que está loco por verte, pero está muy complicado con el trabajo, que ya hizo su planificación y hasta el próximo fin de semana no te puede ver, si es que no surge alguna complicación.
Luego, cuando logramos reunirnos, después de los abrazos y las cervezas, aceptadas ya las canas y las arrugas, cuesta mucho ponernos al día, contarnos cómo discurrieron nuestras vidas y rememorar lo que vivimos, que generalmente cada cual recuerda a su manera. Y viene el recuento de los triunfos y los fracasos, las alegrías y las penas. Y su inevitable colofón: la tristeza, que era justo lo que nos propusimos evitar desde el principio. Pero, qué le vamos a hacer si somos unos jodidos sentimentales sin remedio, que ni siquiera Miami logra alegrar con sus jolgorios de fin de semana.
Cuba está presente a cada paso. La que cada cual quiere recordar. Porque, definitivamente, olvidar no se puede. Ni tampoco se quiere. A pesar de los malos recuerdos, que siempre tienen, al final del camino, nombre y apellido: Fidel Castro y su puñetera revolución de hambre, mugre y chivatería.
Me sorprende que luego de tanto tiempo aquí, algunos, los que viajan a Cuba para visitar a sus familiares, tienen casi tanto miedo de “hablar mal de aquello, de esa gente” como cuando eran vigilados por el responsable de vigilancia del CDR (Comités de Defensa de la Revolución), de cuyos informes dependía poder estudiar una carrera universitaria o mantenerse en un empleo que valiera la pena.
Y te preguntan de Cuba y tú no sabes si decirles toda la verdad, o solo una parte de ella, para que no duela mucho y no defraudar a los optimistas. Porque no quiero volver a ver un rostro tan triste como el que puso un amigo, que me confesó que su sueño es irse a vivir a Cuba cuando se retire, y yo le solté de sopetón que ya no existe el mundo que vivió en La Habana en su juventud, allá por los 70, que ahora ya las cosas no son como eran. No estoy seguro si me disculpó la franqueza cuando le dije que antes de regresar para quedarse, hiciera un viaje exploratorio a ver si no cambiaba de idea.
Miami me es cercano y ajeno a la vez. En nada se asemeja a la que pintan Granma y la Mesa Redonda. Pero no creo que pudiera adaptarme a vivir aquí. Me sentiría como un bicho raro. En algunos tipos como yo, el maleficio parece haber surtido efectos irreversibles.
luicino2012@gmail.com
(Luis Cino, periodista independiente que reside en Cuba, se encuentra de visita en Estados Unidos)
Miami…una monstruosidad de ciudad, con sus Walmart y Publix por doquier, su tráfico endiablado, los choferes cañoneros, las luces rutilantes y el agua y el idioma español por todas partes. Una ciudad que crece en todas las direcciones, pero sobre todo hacia arriba, dispuesta a apropiarse también del cielo, excepcionalmente nublado por estos días.
Esta ciudad es más de lo que uno imagina en Cuba, pero a la vez se queda corta en algunos aspectos. No es exactamente lo que uno suponía. Evidentemente, las carencias y la falta de libertad hacen que uno suponga de más y exceda los límites de lo razonable, si es que todavía hay algo que pueda resultar razonable para los cubanos, tan desmesurados como las circunstancias nos han vuelto.
Aquí se tiene lo que falta en Cuba: comida, ropa, carros, casas bonitas, que se me antojan endebles ante los huracanes, y aparatos, muchos aparatos. Pero sobre todo hay libertad. Y derechos. Pero también deberes. Muchos. Demasiados.
Derechos, deberes y cuentas se combinan en una ecuación que se me antoja bastante complicada, especialmente para nosotros, que venimos de un país convertido por el castrismo en una mezcla de cuartel, campamento, cuartería y manicomio.
Me resulta desconcertante cómo se las arreglan muchos de mis compatriotas, particularmente ciertos “aseres”, con esta ecuación. Pero se las arreglan. Ahí están. Se les puede ver en los Sedano’s, por Flagler o la calle 8, en Little Havana, o donde quiera, orgullosos de haber logrado el “american dream” o su particular visión de él. Porque eso sí, aquí todos los sueños son posibles: hay para todos los gustos, a diferentes precios y con facilidades de pago.
El trabajo no deja demasiado tiempo libre. Se quejan muchos que “aquí se vive solo para trabajar, comer y comprar”. La noche del viernes (Thank God It’s Friday!), el sábado y el domingo, son para pasear, divertirse y hacer visitas, previo aviso telefónico y consentimiento del potencial visitado. Pero el domingo hay que irse temprano a la cama, para poder levantarse temprano el lunes e iniciar otra semana de brega.
Y hay ese afán de comportarse y vivir según es el uso acá. No importa si apenas chapurrean el inglés o saben solo unas pocas palabras mal pronunciadas o ninguna. No importa si dichos usos tienen poco o absolutamente nada que ver con nuestra idiosincrasia, con lo que fueron sus usos hasta que llegaron aquí e iniciaron su “american dream”. Así, los oyes repetir, cual si fuese un mantra, que “eso no se estila aquí”. Y casi que llegan a convencerte de que uno debe esforzarse en imitar “lo que se estila aquí”.
Créanme que es duro tener que esperar más de una semana para poder encontrarte con algún amigo que no ves desde que se fue de Cuba en 1980, y que te diga que está loco por verte, pero está muy complicado con el trabajo, que ya hizo su planificación y hasta el próximo fin de semana no te puede ver, si es que no surge alguna complicación.
Luego, cuando logramos reunirnos, después de los abrazos y las cervezas, aceptadas ya las canas y las arrugas, cuesta mucho ponernos al día, contarnos cómo discurrieron nuestras vidas y rememorar lo que vivimos, que generalmente cada cual recuerda a su manera. Y viene el recuento de los triunfos y los fracasos, las alegrías y las penas. Y su inevitable colofón: la tristeza, que era justo lo que nos propusimos evitar desde el principio. Pero, qué le vamos a hacer si somos unos jodidos sentimentales sin remedio, que ni siquiera Miami logra alegrar con sus jolgorios de fin de semana.
Cuba está presente a cada paso. La que cada cual quiere recordar. Porque, definitivamente, olvidar no se puede. Ni tampoco se quiere. A pesar de los malos recuerdos, que siempre tienen, al final del camino, nombre y apellido: Fidel Castro y su puñetera revolución de hambre, mugre y chivatería.
Me sorprende que luego de tanto tiempo aquí, algunos, los que viajan a Cuba para visitar a sus familiares, tienen casi tanto miedo de “hablar mal de aquello, de esa gente” como cuando eran vigilados por el responsable de vigilancia del CDR (Comités de Defensa de la Revolución), de cuyos informes dependía poder estudiar una carrera universitaria o mantenerse en un empleo que valiera la pena.
Y te preguntan de Cuba y tú no sabes si decirles toda la verdad, o solo una parte de ella, para que no duela mucho y no defraudar a los optimistas. Porque no quiero volver a ver un rostro tan triste como el que puso un amigo, que me confesó que su sueño es irse a vivir a Cuba cuando se retire, y yo le solté de sopetón que ya no existe el mundo que vivió en La Habana en su juventud, allá por los 70, que ahora ya las cosas no son como eran. No estoy seguro si me disculpó la franqueza cuando le dije que antes de regresar para quedarse, hiciera un viaje exploratorio a ver si no cambiaba de idea.
Miami me es cercano y ajeno a la vez. En nada se asemeja a la que pintan Granma y la Mesa Redonda. Pero no creo que pudiera adaptarme a vivir aquí. Me sentiría como un bicho raro. En algunos tipos como yo, el maleficio parece haber surtido efectos irreversibles.
luicino2012@gmail.com
(Luis Cino, periodista independiente que reside en Cuba, se encuentra de visita en Estados Unidos)