Profanación del cadáver de Rigoberto Tartabull

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Era la tarde del 23 de agosto de 1963. El helicóptero daba vueltas y más vueltas por el centro del pueblo de Cumanayagua, describiendo círculos concéntricos como las auras tiñosas al olor de la carroña. Aterrizó al cabo de una media hora y enseguida nos aglomeramos a su alrededor, atraídos por una novedad que a los más chicos nos parecía cosa de ciencia ficción. Cuando la hélice dejó de dar vueltas, se abrió por fin la puerta y salió un guardia que tendió una lona en el suelo. Luego lo sacaron entre el guardia y un sargento, cogiéndolo el primero por los pies y el otro por los brazos. Y entonces lo balancearon y prácticamente lo tiraron como un saco de papas encima de la lona. A él, al Negro Tarta, al brujo de la manigua, al alzado de los tres pares, ahora muerto, con el torso desnudo y en exhibición como una pieza de caza, después de acribillarlo desde el aire con ráfagas de ametralladora de grueso calibre mientras intentaba escapar del pajarraco artillado, del mismo helicóptero que ahora lo traía destrozado y exangüe pero que horas antes lo había perseguido con saña, sin darle tregua, en círculos cada vez más estrechos y mortales, hasta lograr agotarlo, tenerlo a tiro y matarlo. Nos parecía mentira, pero era el mismo Tarta de la oración infalible, nuestro héroe legendario, el que ahora veíamos todo ensangrentado, con un enorme agujero en el pecho y la cabeza destrozada por la calibre 50. 

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