Foto tomada en Camajuaní, Cuba, 1957. De izquierda a derecha: mi hermano Juan Alberto, nuestro padre Amado y Félix José.
París, 6 de enero de 2022.
Querida Ofelia,
Viví mi infancia en un pueblo cubano llamado Camajuaní, situado en un verde valle tropical cruzado por los ríos Sagua y Camajuaní, así como por arroyos y donde numerosas palmeras ofrecen sus penachos al viento para que los haga mecer, junto a cañaverales y vegas de tabaco.
En un día como hoy muchos recuerdos vienen a mi mente en este frío París, con su cielo gris y la llovizna que no cesa desde ayer.
Mi familia era pobre, mi madre despalilladora explotada desde la edad de 7 años por The General Cigars, ganaba solo 22 pesos al mes y mi padre policía ganaba 105 pesos. Sin embargo, mi infancia, transcurrió muy feliz, íbamos en un jeep que le prestaba un gran amigo a mi padre hasta Caibarién y allí tomábamos la lancha para ir a Los Ensenachos y/o Cayo Conuco. También íbamos a la Playa Militar de Caibarién, al «charco» de la finca de Ismael, a la piscina de la finca de los Riestra, etc.
Asistíamos a las Parrandas y a las procesiones de la Semana Santa de Remedios. No perdíamos las procesiones, parrandas, verbenas, changüis, etc., de nuestro pueblo. Solíamos ir a los bailes de Piscina Club y Patio Club, a pasear los domingos al Parque. Veíamos las películas de estreno en los cines Rotella y Muñiz.
Nos gustaba merendar en el Café Cosmopolita, que estaba en la planta baja del homónimo hotel. Al Super Bar y a La Marina –ambos frente al Parque-, íbamos a tomar un refresco cuando había fiesta en el pueblo, sobre todo los 19 de marzo, el Día de San José, santo patrono de nuestro Camajuaní.
Me gustaba comprar los chiclets y los caramelos salvavidas (aquellos redondos con un huequito al centro) en la vidriera de El Gato Negro, estaba en la esquina a un costado del Hotel Cosmopolita; también comprar las paleticas de helado en el carrito que se situaba en la esquina de enfrente del lado del Parque y que sonaba sus campanitas cuando veía pasar a las parejas con niños, sobre todo cuando salíamos de la matiné dominical del cine Muñiz.
En el pueblo vivían mis tíos: Faustino, Zoilo, Eusebia (Biba), Lutgarda (Luga); mis primos: Celia Rosa, María Aurelia, Claudito, María Teresa, Aurelita, etc. Teníamos vecinos extraordinarios como: Elena Linares, su esposo Antonino y sus hijos Luis y Omar; Digna González, su esposo Buxeda, con sus hijos Joseíto y Teresita, etc. Vivíamos en una modesta casa de madera en la calle Fomento (hoy Raúl Torres), entre Luz Caballero y Santa Teresa, en el barrio de La Loma. El Día de los Fieles Difuntos, todo el pueblo se desplazaba hacia el cementerio a colocar flores sobre las sepulturas de los seres queridos que ya habían sido llamados por el Señor.
Durante: Las Flores de Mayo, El día de San José, Semana Santa y La Misa del Gallo, nuestra iglesia se llenaba completamente de fieles.
El mes de diciembre era mi preferido, pues mi madre armaba un gran árbol de Navidad que hacía ella misma con papel crepé. En el almacén de la cerveza Hatuey de la esquina, le prestaban un cajón, que ella forraba con «papel ladrillo», sobre el cual encaramaba el árbol. Le cubría la base con algodón y también le ponía sobre las ramas. En lo alto había una estrella dorada con una lucecita al centro. Por Nochebuena podíamos comer productos muy exóticos que no existían durante el resto del año: nueces, avellanas, higos, dátiles, manzanas, uvas, peras, etc.
Recuerdo ver en las bodegas de los Torres o Rulo, las manzanas y uvas en papelitos morados.
El Baile del 25 de diciembre era muy esperado por los jóvenes. Las chicas se vestían como Cenicienta antes de las 12 p.m. Se celebraban en Piscina Club, Patio Club, La Colonia Española, El Liceo, en La Nueva Era, etc.
Pero sin lugar a dudas los momentos más bellos eran los preparativos para El Día de Reyes. Íbamos a ver a las tiendas de la Calle Real, a La Campana, a La Casa Valber (frente al Parque) y a otras cuyos nombres no recuerdo. Juan Alberto, mi hermano menor y yo solíamos pedir dos juguetes, aunque siempre en casa de los tíos maternos de Camajuaní y los paternos que vivían en Santa Clara, los Reyes Magos nos dejaban regalos. El 5 de enero me acostaba bien temprano, aunque era inútil, pues la emoción de saber que esa noche, la más bella del año, Melchor, Gaspar y Baltasar pasarían por mi casa, me impedía conciliar el sueño.
Cada 6 de enero, al despertar, mi hermano y yo encontrábamos el Árbol de Navidad encendido y sobre el sofá nuestros juguetes junto a los globos en colores que servían de decoración.
Mi último Día de Reyes fue el de 1959, pues un mes después nos tuvimos que ir hacia La Habana, en medio de una crisis económica familiar sin precedentes. Había llegado el Coma-Andante y había mandado a parar.
Hogaño constato el alto nivel de vida y la cantidad de juguetes que poseen mis nietos franceses y aunque no digo nada, pienso en cuántos niños pobres en el Mundo no tienen esa suerte y al amanecer del Día de Reyes no tendrán ni un solo juguete.
Al mismo tiempo me entristece recordar cuando el Coma-Andante en jefe decidió que no se debía celebrar el nacimiento del Niño Jesús, sino el de su Revolución y de esa forma desaparecieron para los cubanos La Nochebuena, La Navidad y el Día de Reyes. Los tres juguetes, en muchos casos de pacotillas: “básico, no básico y adicional” formaron parte de los festejos del 26 de julio. Hubo muchos que estuvieron de acuerdo y de esa forma le robaron los sueños y la creación de hermosos recuerdos de infancia a generaciones de niños cubanos.
Un gran abrazo desde París con gran cariño y simpatía,
Félix José Hernández.