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Mayito, un amigo entrañable

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Foto: El Lago Léman separa a Suiza de Francia.

París, 21 de agosto de 2019.

Querida Ofelia:

Pasamos cuatro días estupendos en la elegante ciudad francesa de Évian-les-Bains, a orillas del lago Léman. El sábado temprano, pasamos al otro lado del lago en un barco muy bello, para visitar a Mayito y su esposa en la ciudad de Lausanne.

Esta carta es el resultado de la conversación de todo un día mientras paseaba con Mayito y su esposa por la elegante ciudad suiza y, sobre todo de una sobremesa que duró hasta bien entrada la madrugada, en la gran sala de su ático. Desde el butacón en el que estaba cómodamente sentado, podía ver las luces de Lausanne y de las ciudades francesas del otro lado del lago, reflejarse en las aguas de éste.

Mayito me pidió que te lo contara, pues necesitaba una especie de exorcismo, tenía que quitarse ese peso de encima. Trataré de escribirte lo más fielmente posible lo que me contó, pues lo conservo todo en mi mente. No grabé ni tomé apuntes, pues no me esperaba tal confesión.

Conocí a Mayito al llegar a San Cristóbal de La Habana en febrero de 1959, teníamos muchas cosas en común, la edad (ambos con 10 años) y ambos hijos de expolicías. Veníamos de pueblos de campo, donde habíamos sido catalogados y humillados por la plebe como “esbirritos”, ya que nuestros padres respectivos lo eran como “esbirros”. Nunca se les probó ningún delito ni fueron condenados, pero eran… “esbirros”.

Yo vendía las flores de papel crepé que mi madre hacía, por las calles de la ciudad, por las tardes después de salir de la escuela, durante las vacaciones y los sábados, mientras que Mayito limpiaba zapatos en el Parque Central. A veces íbamos al Ten Cent de Galiano donde Rosalía nos daba un dulce o Elba nos regalaba un hemo vitaminado (batido de chocolate).

Mayito compartía con sus padres y hermana de cinco años un cuarto en un solar de la calle Amargura. ¡Qué bien puesto tenía para él el nombre esa calle! Su padre no conseguía trabajo, nadie quería a un “esbirro” de Santa Clara. Cayó en el alcoholismo y le robaba lo poco que ganaba su esposa como costurera, para irse a uno de los tantos bares de La Habana Vieja a jugar al cubilete y tomar aguardiente. Poco a poco la vida del cuartucho se fue convirtiendo en un infierno. Esta situación duro años, hasta que un cáncer en el hígado llevó a su padre a la tumba.

Mayito y su hermana fueron los frutos de una bella historia de amor entre un policía y una costurera iletrada. Ambos fueron jóvenes muy guapos, como dirían en nuestra Madre Patria. En la biblioteca del apartamento de Lausanne vi fotos de sus padres jóvenes: ¡Qué bella pareja! Sin embargo, siempre oyó decir a su madre: “a mí los muchachos no me gustan, parí dos porque tenía que hacerlo”. Mayito nunca recibió un beso ni una caricia de su madre, solo golpes, golpes y más golpes. Ella decía “a golpes se enseña”. Ya pequeñito, sentado en la sillita a la cabeza de la mesa, su madre le ponía un plato de sopa enfrente y como a él no le gustaba, cada cucharada era acompañada por una bofetada, por lo que cada comida se convertía en una tortura.

Un ancho cinto blanco de mujer colgaba de un clavo detrás de la puerta de su   cuarto. Por cualquier motivo, los cintazos llovían sobre sus nalgas y muslos, mientras su madre lo sostenía agarrado por los cabellos. Otras veces era lanzado de cabeza contra la pared, que por suerte era de viejas tablas.

Con la única excepción de un viejo vecino, nadie hizo nunca nada para detener la violencia materna. Por las tardes su madre le vestía pulcramente con una marinera de lino blanco, para que le diera la vuelta a la manzana. Pero tuvo la desgracia de caerse un día en la cuneta. Al llegar a casa recibió una paliza memorable, que hoy, a los 70 años de edad recuerda con todos los detalles. Como recuerda también a su padre contemplándolo sin intervenir, sin decir una palabra o hacer un gesto para detener la tortura. Otra paliza gigantesca fue cuando regresó con la cantina de frijoles negros vacía, pues al salir de la fonda donde los había comprado, había tropezado y se había ensuciado la camisa y los pantalones inmaculadamente blancos y almidonados.

Tenía siete años, cuando una tarde su madre lo envió con un jarro de natilla a casa de una vecina, para que se la pusiera en su refrigerador. Le abrió la puerta su hijo, el cual estaba con su primo al que le decían “cabeza de pepino”, ambos pedófilos aprovecharon para toquetearlo, mostrarles sus penes y ponérselos en la boca. Cuando Mayito regresó a su casa llorando y se lo contó a su madre, la reacción de ésta fue la de conservar un silencio absoluto para evitar un escándalo. No quería que su hijo fuera catalogado en el pueblo ya como homosexual; pero la paliza fue tremenda.

A partir de ese momento, ella vivía obsesionada con esa idea. Si Mayito cruzaba las piernas, si se paraba apoyando la punta del zapato doblando la rodilla, si se ponía la mano en la cintura, si se acercaba a las muñecas de su hermana, etc., recibía cintazos mientras su madre le repetía: “prefiero que te traigan hecho picotillo arrollado por un camión a que me salgas maricón”. Tú no vas a ser como el rubio de las Rodríguez. Se refería a un niño que pertenecía a esa familia y que ya su el pueblo lo habían catalogado como homosexual, a pesar de no tener ni diez años.

Una tarde en que su padre se apareció borracho con un guitarrista a su casa, venían del prostíbulo de Majana. Su madre lo llevó para la casa de su abuela. Estaba jugando en el portal, cuando el hijo adolescente del vecino le dijo que fuera a laletrina del traspatio para enseñarle algo. Mayito (que tendría 8 años en ese momento), fue y pudo ver por las rendijas de las tablas que separaban los escusados llenos de moscas de las dos casas, al chico que se masturbaba. En aquel momento su madre abrió la puerta. Se lo llevó casi a rastros a su casa y entre insultos y cintazos estuvo a punto de matarlo a golpes si no hubiera intervenido la pareja que vivía en la casa de al lado. Lo dejó sin conocimiento en el piso.

Mayito comenzó a odiar a su madre. Cuando lo llevaban a la iglesia los domingos o a las Flores de Mayo, rezaba a la Virgen y a Dios pidiéndole que su madre muriera. Al mismo tiempo, en plena revolución, escuchaba historias de combates, de guerrilleros, de atentados, de asesinatos, o sea que la violencia era algo cotidiano. Sin embargo sus muslos y nalgas estaban siempre marcados por los morados de los cintazos y no podía ni siquiera llorar, pues “los hombres no lloran”.

Su abuela tenía un cuartito de madera en el fondo del traspatio donde iba a rezar ante una Virgen de las Mercedes de tamaño natural con pelo de verdad y tantos búcaros, flores y otras decoraciones. Ella le pedía por la salud de sus hijos y nietos, le rezaba para que pudieran estudiar y ser hombres y mujeres honestos. Pero él nunca osó decirle a su abuela, que le pidiera a la Virgen que su mamá no le diera más golpes.

Frente a la casa de su abuela vivía una pareja muy especial. Al señor le había dado una trombosis cerebral que le había dejado paralizado en un sillón de ruedas. Cada tarde su esposa lo ponía en camiseta y pantalón de pijama en el portal, con motazos de talco marcados en el cuello. Como si quisiera mostrar al pueblo lo bien que lo cuidaba. Sin embargo sus vecinos decían que ella le pegaba con una tabla cuando no quería comer algo.

Tantos golpes en su infancia, trajeron como consecuencia que Mayito comenzara a ser sonámbulo. Lo llevaron a un psiquiatra, pero él nunca se atrevió a denunciar a su madre.

Un tic nervioso le llevaba a hacer una especie de mueca al mismo tiempo que pestañaba del lado derecho. La cura consistió en una bofetada a cada vez que lo hacía en presencia de su madre.

Una tarde, al regresar del cine, al que había ido con una tía y sus primas, comenzó a contar la película a su madre, pero tartamudeaba. Ésta lo sentó sobre la mesa del comedor y puso el célebre cinturón blanco a su lado. Le hizo que le contara la película completa y a cada vez que tartamudeaba le daba un cintazo, al mismo tiempo que le gritaba: “yo no quiero gagos en mi casa”.

Hogaño, Mayito no es tartamudo, ni sonámbulo, ni homosexual, tampoco tiene tics nerviosos, pero si una gran tristeza por la injusticia tan grande que sufrió durante su infancia, por parte de la mujer que le dio la vida.

En su familia, como en todas, había pícaros. Uno de ellos llegó a estafar nada menos que al Cardenal Arteaga. Logró una cita con él y le contó en medio de un mar de lágrimas lo grave que estaba su madre y como necesitaba dinero para llevarla desde el terruño a la capital para hacerla operar en el Hospital Reina Mercedes. El cardenal se conmovió y le dio cien pesos, que le sirvieron al pícaro para ir a ver el espectáculo del Teatro Shangai de la calle Zanja, comprar los servicios mercenarios de una prostituta y jugarse el resto en un casino clandestino de mala muerte, que tanto abundaban en la capital de la Perla de las Antillas en el Barrio Chino.

Mayito conoció esa historia gracias a otro tío, en la casa del cual el primero había ensayado frente al espejo de la cómoda como le diría al cardenal. Pero este tío tampoco era un santo, pues trabajaba como barman y también como monaguillo en una céntrica iglesia habanera. Cada día, después de pedirle perdón a Dios, se apropiaba de un peso del cepillo y gracias a ello, pudo tener televisor, cocina y refrigerador, en el cuarto de la casa de huéspedes en que vivía en la calle Concordia de la capital. Desgraciadamente para él, se quedó viudo. Ya sus tres hijos estaban casados. Decidió enamorar a una guajirita que iba a limpiar todos los días la casa de al lado. Vi una foto de la boda en la iglesia en donde durante años había robado. La novia llevaba un vestido de paradera blanco con zapatos de tacones altos negros y una especie de corona como la de la reina Isabel de Inglaterra. Pero no importa, aparentemente fueron felices, pero no sé si comieron perdices.

En el “banquete de bodas”, que tuvo lugar en el restaurante Rancho Luna de la calle L, gracias a una palanca de un camarero que trabajaba allí, el padre de la novia, que estaba medio borracho, se levantó, luciendo una almidonadísima guayabera blanca para decir: “¡Yo no tengo madre, cuando ella cogió el avión para irse como gusana para el norte revuelto y brutal, a vivir la dulce vida con los yankees, yo me dije: Jacinto eres huérfano, para ti ella se murió!”

El 10 de marzo de 1958 (Mayito insistió en la fecha exacta), su padre le llevó al banquete del cuartel de la guardia rural, donde la cerveza y el ron corrían a ríos entre el lechón asado, los frijoles negros y la yuca con mojo. Su padre salió de allí medio borracho y en lugar de regresar a casa fue directo para el barrio del Salcocho, al prostíbulo de Majana, donde se reunían una serie de marginales: el Palmiche, el Terraza, el Mulo, el Azotea y otros. Había varias prostitutas sentadas en las mesas mientras de la vitrola salía a todo volumen la voz de Orlando Vallejo que cantaba “Cuando ya no me quieras” y después “Son gotitas de dolor”. Una prostituta llamada Elena se acercó a su padre, comenzó a acariciarlo y lo llevó hacia el patio. Mayito lloraba y no soltaba la mano de su padre. Las demás prostitutas reían y le hacían proposiciones indecentes, como burlas, al niño de sólo nueve años.

Ya en el patio, Elena empujó a su padre hacia dentro de un cuarto, cuya puerta consistía en una cortina desteñida de algodón decorada con flores, sostenida por un alambre; pero la ventana estaba abierta de par en par. Mayito no entró, pero por la ventana pudo ver el inicio del tristísimo espectáculo. Trató de huir llorando, mientras llamaba a su padre a gritos, pero tropezó con la soga que amarraba un cerdo a un árbol, cayó en el fango y se vio frente al animal, su cara contra el hocico. No paraba de gritar. Uno de los marginales borracho se le acercó y comenzó a acariciarlo. El se acordó de los dos pedófilos del día que llevó el jarro de natilla.

Al lado de la puerta de un cuarto había visto a un niño de unos siete años, era minusválido mental, estaba atado a una silla con una tela blanca. Tenía en las manos un pollito, que apretaba mientras decía: “pollito, pollito”. Por los brazos del niño corrían las entrañas y la sangre del pobre animal.  Logró salir a la calle lleno de fango y de excrementos de cerdo.

Una prostituta salió y le dijo: “yo soy María, amiga de Antonia la mujer de tu tío Julio. Tú sabes, ella antes trabajaba aquí conmigo. Yo no soy mala. Ven conmigo para limpiarte”. Pero Mayito no quiso entrar. Entonces María sacó un cubo de agua y con un jarro lavó al niño en plena acera, aunque éste no se dejó quitar los pantalones. Cuando su padre salió, la Elena se le acercó y le dio un beso en la cabeza diciéndole: “ahora tú eres mi niño también”.

El recorrido desde el prostíbulo hasta su casa a pie fue humillante. Veía las miradas de reprobación de las personas con las que se encontraba en las aceras. Las mujeres sentadas en los portales hacían comentarios sobre su padre. Al llegar a casa se fue al baño, se trancó y se sentó en el piso a llorar. No le quería abrir la puerta a su madre, pensaba que le iban a pegar de nuevo, como si todo lo que había ocurrido ese día fuese culpa suya. Salió por la ventana y se escapó, fue a dormir a un banco del parque. Allí lo encontraron un tío y su esposa temblando, era casi de madrugada. Imaginó lo peor, pero no fue así, su madre no le pegó nunca más.

A partir de ese día detestó también a su padre. Cuando éste le daba un beso, se limpiaba. No soportaba a su tío Julito ni a su esposa Antonia, ya que había descubierto que había sido prostituta. Ahora comprendía por qué su abuela no aceptaba en su casa a la tía Antonia, sino a la primera esposa de Julito, a la que seguía considerando como parte de su familia.

Se convirtió en un niño introvertido, no quería jugar con los otros, no se dejaba tocar por nadie. Estaba comprando un helado en un carrito que se encontraba a la entrada del parque infantil, cuando se le acercó Elena por detrás y le dijo: “dile a tu padre que dice Elena que ojalá lo maten”. Él le escupió la cara y le gritó: “¡Puta, hija de puta, déjame tranquilo!”

Pero en una especie de venganza, le dio el recado a su padre, cuando estaban cenando. Eso desencadenó una bronca enorme entre sus padres. Mayito en el fondo de su corazón se sentía feliz, los había puesto a pelear, había matado dos pájaros de un tiro.

Su madre se apareció con él en el prostíbulo, para que le mostrara quién era la Elena. La prostituta estaba sentada en la barra del bar con un cliente. De la vitrola salía la voz del Bárbaro del Ritmo cantando «Camarera del amor». Mayito la señaló. Su madre se le acercó con un cuchillo y la amenazó de muerte. Le dijo que la mataría si se enteraba de que se había acostado de nuevo con su marido. Nadie sabe cómo hubiera terminado esa historia, quizás se hubiera convertido en una tragedia. Pero Batista huyó y con el triunfo de la Revolución comenzó el éxodo primero hacia San Cristóbal de La Habana.

Tenía Mayito 16 años en 1965 y no había hecho el amor con ninguna chica. Había tenido varias noviecitas en la secundaria y en el pre, pero de “lo normal” no había pasado. Lo comentó con Carlito, un amigo con el que iba tres veces a la semana a ensayar para unos quince en La Artística Gallega. Éste le dijo que conocía un lugar en la calle Pajarito, la que bajaba por el costado del Mercado de Carlos III en dirección contraria al Hospital de Emergencias. Sólo le costaría cinco pesos. El viernes siguiente Carlito acompañó a Mayito, entraron en una casa en cuyo patio había varias prostitutas sentadas en sendas sillas. Una mulata delgada de pelo a la cintura le tomó la mano y lo hizo entrar en una habitación. Todo duró apenas unos pocos minutos. Fue un papelazo, algo patético. Pero bueno, había dado el paso. Fue su primera y última vez que pagó el servicio mercenario de una prostituta. En el momento de salir de la casa su mirada se cruzó con la de una mujer, la que organizaba el negocio. ¿Era ella? De pronto escuchó una voz detrás de él que le decía a la mujer: “Oye Elena: ¡a lo mejor tú puedes darle unas cuantas clases a este niño!” Él sintió un escalofrío que le recorrió la espalda. ¡Era ella!

“Nene, cuando busques a alguien con experiencia aquí estoy, más sabe el diablo por viejo que por diablo y, como eres tan mono te haré una rebaja”, le dijo mientras lanzaba una carcajada y se iba hacia el patio a sentarse con las demás a la espera de clientes.

En 1975 Mayito encontró a su madre muerta junto a la vieja máquina de coser Singer, con la que trabajaba el día entero. Un infarto había acabado con ella. Le hacía las camisas, los pantalones, le mostraba un amor tardío, como si quisiera borrar de su memoria los tormentos que le infligió durante la infancia.

Mayito, que era profesor de inglés, salió de Cuba por el Mariel gracias a unos antecedentes penales falsos y a regalos que le hizo a la “compañera” de vigilancia del C.D.R., para que hiciera un informe bien malo sobre él. Lo último que hizo fue ir al cementerio a despedirse de sus padres.

De Miami se fue a New Jersey. Limpiaba oficinas en New York, cuando conoció a Audrey, una joven suiza que estudiaba inglés y español. El comenzó a darle clases particulares y terminó casándose con ella. Sus tres hijos son bilingües y sueñan poder ir algún día, cuando Cuba sea Libre, a recorrerla con su padre.

Esa noche nos quedamos a dormir en su casa. Después de un buen desayuno, cuando Audrey y Mayito nos despidieron en el muelle de Lausanne, donde tomamos el yate rumbo a Évian-les-Bains, vi en los ojos de él un brillo especial. Sólo atinó a decirme: “tus zapatos brillan como si los hubiera limpiado yo”.

Prometimos volver a vernos en su casa, en la nuestra en París o si Dios quiere, en San Cristóbal de La Habana cuando sea Libre.

Mi querida Ofelia, no he omitido nada de lo que me contó mi amigo de infancia.

Un gran abrazo,

Félix José Hernández.

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