Era el llamado periodo especial, los espantosos años noventa, depresivos en el doble sentido económico y psiquiátrico.
Nicolás Aguila
Hace poco comentaba con sorna el profesor Elias Amoracerca de un ‘nuevo’ plan castrista que no es más que un dejá vu: la ceba de pollos. Esa película ya la vimos, queridos compañeritos polleros –y globeros.
A finales de la década de 1970 las granjas avícolas se multiplicaban como hongos por todo el país y no por eso terminó el racionamiento de la carne de pollo. Unos quince años después se acabó el pasto que venía de los ‘países amigos’, más específicamente de la antigua Alemania Oriental o RDA. Al punto que los pollos literalmente se morían de hambre.
Era el llamado periodo especial, los espantosos años noventa, depresivos en el doble sentido económico y psiquiátrico. Una época en que Cuba tocaba fondo y las vacas flacas no eran una metáfora bíblica sino reses en el hueso pelado que cualquier viajero atento podía ver desde la carretera. Las pocas que habían sobrevivido a la hecatombe, quiero decir. Aquellas pobres vacas no daban ni leche ni carne. Solo daban pena.
Los pollos raquíticos que llegaban al mercado –cuando llegaban– no se quedaban atrás. Eran pollos enclenques y revejidos, bautizados popularmente con absoluto acierto como Pollos Alicia Alonso, Marca Registrada. Eso sin contar que los huevos de gallina parecían huevitos de paloma. Para poner una tortilla en la mesa el ama de casa tenía que inventar cómo agrandarla e inflarla. Y luego dividirla en cuñas equivalentes, porque los hermanos se fajaban por coger la mayor tajada. Qué país tan triste nos inventaron.