Fuera de los libros de historia Bayamo no existe
Rafael Alcides, La Habana
Hoy, en Cuba, fuera de los libros de historia, Bayamo no existe. Es una ciudad desaparecida, una Atlántida. Pero con una curiosa vida espectral. Bueno, hasta tiene un moderno cardiocentro. ¿Cardiocentro? Cardiocentro y todo lo demás, pero en Granma, en Granma: todo lo que tiene lo tiene en Granma. Fuera de este detalle que la obliga a vivir de prestado, vegeta en su muerte nominal en igualdad de beneficios (y penas) con las demás ciudades de la Isla. Nombre es lo que no tiene, el pobrecito. Pronunciar el que tenía, el que parecía haberlo inmortalizado, podría ser muy grave, dar lugar a que te estrangulen o te metan en prisión con toda tu familia para toda la vida.
Esto último no me consta (todavía no tengo las pruebas), pero cabe deducirlo del cuidado extremo puesto por las reporteras del telecentro de Granma al reportar eventos o accidentes ocurridos en Bayamo, o en Manzanillo (“acontecidos” dirían ellas, ya que en la Cuba de hoy, país de condecoraciones con Órdenes de primero y segundo grado, sellitos, pergaminos y medallas, las cosas no pasan, no ocurren, no suceden, no tienen lugar, “acontecen”: un descubrimiento ilustre o tomarse un granizado, lo que sea, “acontece”). Si el hecho reportado “aconteció” en Bayamo y no quedara más remedio que darle al televidente una pista, entonces las inteligentes reporteras salvarían ese mal momento diciendo “la capital granmense”, y si fuera inevitable precisarlo otra vez, si debieran correr de nuevo ese riesgo, las oiríamos decir con estudiada sangre fría: “en esta encantadora ciudad del oriente cubano”. En el caso del infeliz Manzanillo, la otra Atlántida, dirían: “en la hermosa ciudad del Gucanayabo”, despidiéndose, en uno u otro caso, sin salirse ni una coma del libreto, con el consabido “desde Granma” (no “desde Bayamo, Granma”, o, ¡”desde Manzanillo, Granma”), no, pelado, zafias, alevosas, “desde Granma, Fulanita de tal!”.
De ahí, en su desesperada búsqueda de un cuerpo donde encarnar, el fabuloso avance alcanzado hasta el momento por esa alma en penas que es Granma. Sin ir más lejos, tertuliando en casa el otro día con estudiantes universitarios del mismo curso de mi hijo menor, se habló del museo de cera de San Francisco, y uno de los muchachos dijo haber oído hablar en la televisión de un museo semejante en Granma. Cuando le pregunté que en cuál lugar de Granma, me contestó con naturalidad: “En Granma.” “Pero Granma no es una ciudad, no es un poblado —especifiqué—, es el nombre de una provincia donde hay dos grandes ciudades y numerosos poblados”. “¡Ah!”, dijo el joven, a lo mejor sin creerme. Y con razón.
Con razón, sin que nadie en este país parezca darse cuenta, oímos a la TV hablar de los granmenses de la capital de Granma y de los granmenses de la ciudad del Guacanayabo. Con razón también, digo yo, la mansedumbre con que quienes hoy pueblan dichas dos Atlántidas se han dejado castrar de su oriundez. Los bayameses de cuando Bayamo existía, y los manzanilleros del Manzanillo difunto, habrían corrido en el acto a tomar los locales del Partido y del telecentro de la provincia y del periódico local y no los habrían abandonado hasta no ver reparada tan tamaña, insolente afrenta. Pero ahora aquellos arquetipos son pasado. Gente de cuando Bayamo era “Bayamo, Monumento Nacional”.
Porque Bayamo, la cuna de la Independencia, era antes del 59 la “Ciudad Monumento” de nuestro país. No ha dejado de serlo; pero como hoy existen quién sabe si más de quinientos o dos mil monumentos nacionales entre ciudades, edificios, casas, montañas, torres, ingenios, locomotoras, y hasta vacas, aquella gloriosa distinción que hacía único a Bayamo, aquel privilegio se ha desdibujado en lo emocional y olvidado por último. En tanto, Santiago de Cuba, por el contrario, la heroica Santiago, la siempre hospitalaria Santiago donde está el Moncada e hizo su primera enseñanza el máximo líder, no ha dejado de ver resplandecer sus blasones.
Claro, allá en los tiempos de mi remota niñez, en aquella otra vida, estaba todavía muy cerca el espíritu del Bayamo legendario; se sentía todavía en las calles el calor dejado por el incendio de la ciudad cuando el 12 de enero de 1869 decidió perecer antes que rendirse al poderoso ejército colonialista que pretendía reconquistarla. Gesto, por cierto, que podría llevar a las almas doctas a preguntarse si tal vez no hubo apresuramiento al tomarse para Día de la Rebeldía Nacional la fecha de los asaltos de los cuarteles de Bayamo y de Santiago de Cuba el 26 de julio. Ambas acciones, es verdad, prendieron un fuego que no podría desconocerse. Pero, por no haber tenido ninguno de estos dos hechos seguidores inmediatos como los tuvo Céspedes después de su fracaso en Yara el 10 de octubre, no parecería el 26 a primera vista clasificar para dicha distinción. Y aun el propio 10 de octubre y su culminación el 20 con la toma de Bayamo no dejarían de ser el hecho decidido por la voluntad de unos cuantos cientos de hombres. En cambio, el 12 de enero de 1869 una ciudad, toda una ciudad, de común acuerdo, una ciudad próspera y culta, dejando atrás la luego legendaria llamarada que mantendría el cielo ennegrecido durante días, tomó el camino del monte, hembras y varones, bayameses de todas las edades, amos y antiguos esclavos, cada cual con lo mínimo, lo indispensable, lo que la prisa del éxodo acordado de repente le permitió meter en sacos y jabas, unos en coches, otros en quitrines, carretas, mulos, a caballo, a pie jolongo al hombro, los machos al combate, a proseguir la lucha por la independencia iniciada cuatro meses antes, las mujeres y los niños, caso de no tener en el campo propiedades ni familiares ni amigos que les diesen abrigo, a vivir a la intemperie mientras armaban el bajareque que después de todo no los salvaría las más de las veces de morir de disentería, de neumonía, de malaria, de hambre y comidos por los mosquitos, o de ser hechos prisioneros por el ejército español, convirtiendo así Bayamo aquel 12 de enero en llamado para toda la Isla, urgiéndola con tan soberano testamento.
Por supuesto, como después de todo —según consta en los nuevos libros de historia—, la verdadera independencia cubana tuvo lugar (digo, “aconteció”, y aquí sí cabe decirlo) el primero de enero de 1959, no el 20 de mayo de 1902, y esa independencia tuvo su punto de partida en las dos acciones armadas del 26 julio —antecesoras como después veremos de la Quema del 12 de enero de 1869—, no cabría hablar de apresuramiento alguno cuando se privilegió el 26 de julio para Día de la Rebeldía Nacional. Y si lo hubo, si ése fuera el caso, no tardará en ser reparado. Pues gracias a la magia de los medios, y al talentoso esfuerzo desplegado por las reporteras del telecentro que ya sabemos y del resto de la prensa especializada en desapariciones, el programa confeccionado para las dos Atlántidas del oriente cubano está en sus finales. El día menos pensado, ya verán, el Partido le cambia el nombre al antiguo Bayamo, le pone Granma, y nos mandan al granmense Perucho Figueredo a componer el Himno Nacional.
Esto último no me consta (todavía no tengo las pruebas), pero cabe deducirlo del cuidado extremo puesto por las reporteras del telecentro de Granma al reportar eventos o accidentes ocurridos en Bayamo, o en Manzanillo (“acontecidos” dirían ellas, ya que en la Cuba de hoy, país de condecoraciones con Órdenes de primero y segundo grado, sellitos, pergaminos y medallas, las cosas no pasan, no ocurren, no suceden, no tienen lugar, “acontecen”: un descubrimiento ilustre o tomarse un granizado, lo que sea, “acontece”). Si el hecho reportado “aconteció” en Bayamo y no quedara más remedio que darle al televidente una pista, entonces las inteligentes reporteras salvarían ese mal momento diciendo “la capital granmense”, y si fuera inevitable precisarlo otra vez, si debieran correr de nuevo ese riesgo, las oiríamos decir con estudiada sangre fría: “en esta encantadora ciudad del oriente cubano”. En el caso del infeliz Manzanillo, la otra Atlántida, dirían: “en la hermosa ciudad del Gucanayabo”, despidiéndose, en uno u otro caso, sin salirse ni una coma del libreto, con el consabido “desde Granma” (no “desde Bayamo, Granma”, o, ¡”desde Manzanillo, Granma”), no, pelado, zafias, alevosas, “desde Granma, Fulanita de tal!”.
De ahí, en su desesperada búsqueda de un cuerpo donde encarnar, el fabuloso avance alcanzado hasta el momento por esa alma en penas que es Granma. Sin ir más lejos, tertuliando en casa el otro día con estudiantes universitarios del mismo curso de mi hijo menor, se habló del museo de cera de San Francisco, y uno de los muchachos dijo haber oído hablar en la televisión de un museo semejante en Granma. Cuando le pregunté que en cuál lugar de Granma, me contestó con naturalidad: “En Granma.” “Pero Granma no es una ciudad, no es un poblado —especifiqué—, es el nombre de una provincia donde hay dos grandes ciudades y numerosos poblados”. “¡Ah!”, dijo el joven, a lo mejor sin creerme. Y con razón.
Con razón, sin que nadie en este país parezca darse cuenta, oímos a la TV hablar de los granmenses de la capital de Granma y de los granmenses de la ciudad del Guacanayabo. Con razón también, digo yo, la mansedumbre con que quienes hoy pueblan dichas dos Atlántidas se han dejado castrar de su oriundez. Los bayameses de cuando Bayamo existía, y los manzanilleros del Manzanillo difunto, habrían corrido en el acto a tomar los locales del Partido y del telecentro de la provincia y del periódico local y no los habrían abandonado hasta no ver reparada tan tamaña, insolente afrenta. Pero ahora aquellos arquetipos son pasado. Gente de cuando Bayamo era “Bayamo, Monumento Nacional”.
Porque Bayamo, la cuna de la Independencia, era antes del 59 la “Ciudad Monumento” de nuestro país. No ha dejado de serlo; pero como hoy existen quién sabe si más de quinientos o dos mil monumentos nacionales entre ciudades, edificios, casas, montañas, torres, ingenios, locomotoras, y hasta vacas, aquella gloriosa distinción que hacía único a Bayamo, aquel privilegio se ha desdibujado en lo emocional y olvidado por último. En tanto, Santiago de Cuba, por el contrario, la heroica Santiago, la siempre hospitalaria Santiago donde está el Moncada e hizo su primera enseñanza el máximo líder, no ha dejado de ver resplandecer sus blasones.
Claro, allá en los tiempos de mi remota niñez, en aquella otra vida, estaba todavía muy cerca el espíritu del Bayamo legendario; se sentía todavía en las calles el calor dejado por el incendio de la ciudad cuando el 12 de enero de 1869 decidió perecer antes que rendirse al poderoso ejército colonialista que pretendía reconquistarla. Gesto, por cierto, que podría llevar a las almas doctas a preguntarse si tal vez no hubo apresuramiento al tomarse para Día de la Rebeldía Nacional la fecha de los asaltos de los cuarteles de Bayamo y de Santiago de Cuba el 26 de julio. Ambas acciones, es verdad, prendieron un fuego que no podría desconocerse. Pero, por no haber tenido ninguno de estos dos hechos seguidores inmediatos como los tuvo Céspedes después de su fracaso en Yara el 10 de octubre, no parecería el 26 a primera vista clasificar para dicha distinción. Y aun el propio 10 de octubre y su culminación el 20 con la toma de Bayamo no dejarían de ser el hecho decidido por la voluntad de unos cuantos cientos de hombres. En cambio, el 12 de enero de 1869 una ciudad, toda una ciudad, de común acuerdo, una ciudad próspera y culta, dejando atrás la luego legendaria llamarada que mantendría el cielo ennegrecido durante días, tomó el camino del monte, hembras y varones, bayameses de todas las edades, amos y antiguos esclavos, cada cual con lo mínimo, lo indispensable, lo que la prisa del éxodo acordado de repente le permitió meter en sacos y jabas, unos en coches, otros en quitrines, carretas, mulos, a caballo, a pie jolongo al hombro, los machos al combate, a proseguir la lucha por la independencia iniciada cuatro meses antes, las mujeres y los niños, caso de no tener en el campo propiedades ni familiares ni amigos que les diesen abrigo, a vivir a la intemperie mientras armaban el bajareque que después de todo no los salvaría las más de las veces de morir de disentería, de neumonía, de malaria, de hambre y comidos por los mosquitos, o de ser hechos prisioneros por el ejército español, convirtiendo así Bayamo aquel 12 de enero en llamado para toda la Isla, urgiéndola con tan soberano testamento.
Por supuesto, como después de todo —según consta en los nuevos libros de historia—, la verdadera independencia cubana tuvo lugar (digo, “aconteció”, y aquí sí cabe decirlo) el primero de enero de 1959, no el 20 de mayo de 1902, y esa independencia tuvo su punto de partida en las dos acciones armadas del 26 julio —antecesoras como después veremos de la Quema del 12 de enero de 1869—, no cabría hablar de apresuramiento alguno cuando se privilegió el 26 de julio para Día de la Rebeldía Nacional. Y si lo hubo, si ése fuera el caso, no tardará en ser reparado. Pues gracias a la magia de los medios, y al talentoso esfuerzo desplegado por las reporteras del telecentro que ya sabemos y del resto de la prensa especializada en desapariciones, el programa confeccionado para las dos Atlántidas del oriente cubano está en sus finales. El día menos pensado, ya verán, el Partido le cambia el nombre al antiguo Bayamo, le pone Granma, y nos mandan al granmense Perucho Figueredo a componer el Himno Nacional.