Leyendo unos versos lapidarios de Juan Ramón Jiménez:
«… Y yo me iré. Y se quedarán los pájaros
cantando;
y se quedará mi huerto, con su verde árbol,
y con su pozo blanco.
Todas las tardes, el cielo será azul y plácido;
y tocarán, como esta tarde están tocando,
las campanas del campanario.
Se morirán aquellos que me amaron;
y el pueblo se hará nuevo cada año;
y en el rincón aquel de mi huerto florido y encalado,
mi espíritu errará nostáljico…
Y yo me iré; y estaré solo, sin hogar, sin árbol
verde, sin pozo blanco,
sin cielo azul y plácido…
Y se quedarán los pájaros cantando.»
Me pongo a pensar… Juan Ramón era moguereño… Y caigo en la cuenta de que ya cerca de Doñana se empieza a intuir un paraíso terrenal; un paraíso que dibuja sus líneas hasta llegar a Almonte y Moguer, donde a la sazón va a desembocar el Guadalquivir, entregándose al Atlántico, sin olvidar ni obviar al Guadiana, que se entrega en el mismo océano.
Nunca me ha inspirado excesivamente el verano; sin embargo, quiero cerrar los ojos y evoco los primeros veraneos en Matalascañas, cuando salía a pasear con mis padres y mi hermana por la noche, aspirando la atlántica brisa que se entromete por la suavidad de las arenas, y ansioso de ver algún puesto que me permitiera devorar tebeos: El Capitán Trueno, Mortadelo y Filemón, Zipi y Zape, El botones Sacarino, Pepe Gotera y Otilio… Y algunos más que me dejaré en el tintero. Empero, ya se vislumbraba ahí mi afición por la lectura; afición que con el tiempo, se convertiría en toda una vocación.
Y antes de Matalascañas está Pilas, pueblo que se mete en Doñana al igual que Aznalcázar, Villamanrique o Hinojos; pueblo de donde procede una rama de mi familia y donde siempre me he sentido muy a gusto.
Tampoco es cosa baladí recordar cómo una vez atravesamos la marisma, desde Almonte a Sanlúcar de Barrameda, con mi tío José María QEPD; y cómo ese recuerdo permanece con fresca fascinación. Y es que ese Atlántico reticente que junta la tierra y el mar está en el Rocío. Y es capaz de juntarse con el Mediterráneo en Algeciras, dibujando toda una Atlántida de sabiduría ancestral; un tipo/arquetipo que se mantiene con todos los matices y vaivenes de un tiempo que, aunque se pierda, se encuentra.
Y digo yo, poniéndome en plan poético-esotérico:
¿Será que las marismas de Doñana algún día nos despejarán la incógnita de ese Tartessos que maravillaba a fenicios y griegos?
¿Será que Hércules vio desde cerca el jardín de las Hespérides luego de luchar con Gerión; y que esas Hespérides son las islas Canarias?
¿Será que Lucio Anneo Séneca, el sintetizador de toda nuestra filosofía, aun desde la lontananza cordobesa, intuyó a través de ese Atlántico impresionante, sabio y soberbio el camino de América cuando dijo que «Thule no será la última tierra»?
O a lo mejor será que estoy más inspirado de la cuenta y que estoy exagerando, como se nos presupone a los andaluces… Total, es lo que tiene ser del centro del Aljarafe, de ese cruce de caminos que es Bollullos de la Mitación, posado estratégicamente entre el Guadalquivir y el Guadiamar, con permiso del Majalberraque; uniendo la urbe sevillana con la inmensidad de Doñana en una llanura inmensa, siempre señalando al occidente. Y ese paisaje acaso aporta pensamiento de conjunto y sensación de inmensidad, que dijera Walter Schubart y que anticipara Nikolai Gogol.
Pues bueno, en ese caso, si la vida es sueño, habrá que seguir soñando; porque de lo contrario, haciendo caso a Calderón de la Barca, será que dejar de soñar es morir.
Aunque a veces, hasta soñar cuesta. Porque costar, lo que es costar, cuesta hasta morirse.