Para «justificar» (en verdad, lo que se lleva haciendo doscientos años es solamente halagar a un bando…) la ruptura de la Monarquía Hispánica, se achaca la figura de Fernando VII en particular y a los Borbones durante todo el siglo XVIII en general. Se intenta menospreciar el papel británico en este proceso político, social y económico; pero ya las evidencias documentales empiezan a ser demasiado descaradas…
Con todo, hay recovecos de este proceso histórico que nunca salen a la palestra. Y nunca salen a la palestra porque durante dos siglos, el mundo hispánico (también en España) sólo ha tenido un discurso, y es el panegírico rosa sobre los llamados «libertadores». Da igual la tendencia política del caso: El fin siempre es el mismo. Y para explicar los posteriores fracasos, se le echa la culpa, sino a España, a los Borbones.
No obstante, como bien dice el historiador quiteño Francisco Núñez del Arco: Si a los Borbones no se les dio ni un siglo de crédito, ¿por qué le damos más de dos siglos de crédito a las repúblicas (o ya puestos, al estado-nación español actual)?¿Estamos esperando otros dos siglos a que por fin se de ese prometido paraíso en la tierra? O como dicen entre liberales y comunistas, a ver cuándo viene lo suyo auténtico, que ni liberalismo ni comunismo se han dado bien…
Y bueno, yendo al tema que nos compete, veamos:
Según Julio González en «La involución hispanoamericana» y Francisco Núñez del Arco en «Quito fue España (historia del realismo criollo)” -obsérvese que ambos son hispanoamericanos-«, la Monarquía Hispánica tenía noticias de los movimientos británicos para humillar a España desde el siglo XVIII. Desde los tiempos de Felipe II, la Monarquía tenía una amplia red de espías distribuida por todas las Antillas; lo que hizo posible que a pesar de los múltiples «desembarcos» británicos, siempre se pudieran organizar contraarmadas que, especialmente tierra adentro, los ingleses no podían vencer. Casos como el de Cartagena de Indias se repitieron en La Habana y San Juan de Puerto Rico. A principios del XIX, el virrey Liniers se vio muy solo en Buenos Aires y aun así, con un ejército criollo, logró derrotar la invasión británica. Pero hemos ahí que justo en ese año crucial, muy poco antes de la invasión napoleónica a la Península Ibérica, Julio González detalla cómo notables criollos rioplatenses ya habían firmado un pacto de adhesión con Gran Bretaña (y entre ellos estarían los que acabarían matando a Liniers). Entre ellos se encontraban Saavedra y Belgrano, entre otros. En esta época, según recuerdo haberle leído a Carlos Canales, se intensifica un hecho que yo pongo en duda: Es decir, según Canales, la Monarquía ya sólo se fía de los criollos de Cuba y Puerto Rico y considera a los criollos continentales poco aptos para la guerra o poco de fiar. Sin embargo, esto no cuadra con los datos ofrecidos por Pablo Victoria y Francisco Núñez del Arco; pues estos datos nos aseveran que el poder económico y político criollo es notable; y aparte, es que no había una frontera criolla/peninsular; por la contra, hasta mucho después de la independencia (obsérvese al traidor Maroto casado con chilena o a Prim casado con mexicana) los lazos familiares e intereses económicos seguían uniendo a un lado y otro del charco.
¿Pudo haber desconfianza, no obstante?
Es posible; y el peor error era pensar que todo se podía controlar desde la Península; que fue la actitud del obtuso y traicionero Fernando VII; porque en la Península, los liberales estaban más regalados todavía a Inglaterra. Es decir: El mismo que había reconocido a Napoleón, que vivía de una pensión que le había concedido, que lo felicitaba por sus victorias; poco después, resulta que dice no fiarse de los junteros americanos pero delegaba toda la intervención a militares liberales que traicionarían a la causa realista americana en Ayacucho (eso por no hablar de los famosos abrazos de Morillo a Bolívar, del indulto al sanguinario Arismendi, de la prohibición de los homenajes a Boves y muchas trapacerías más que cuanto menos, hacen sospechar de unos y otros). Pero antes, se suele pasar una cosa por alto:
Según documenta el mentado Francisco Núñez del Arco en su monumental obra «Quito fue España (historia del realismo criollo)», el plan del conde de Aranda estaba listo para cumplirse. Por el tratado secreto de Fontainableau, Napoleón se obligaba a reconocer a Carlos IV como «Emperador de las Dos Américas». Carlos IV, en su ingenuidad y poco discernimiento, y en su confianza absoluta a un corrupto como Godoy, nunca pensaría que Napoleón le invadiría. Hay que pensar también que el Pacto de Familia borbónico estaba muy cercano y que España se había quedado de golpe y porrazo sin política exterior; pues todo un siglo de una política que al final le había dado tranquilidad, como era la alianza con Francia, Parma y Dos Sicilias, se vino abajo con la Revolución. Como la consigna era enemistad con Inglaterra, ¿con quién se aliaba? Y al final, tanto Francia como Inglaterra fueron tanto a medir sus fuerzas como a llevarse los despojos de España; una España que se desangraba frente a la armada terrestre más poderosa del mundo mientras que muchos oportunistas (luego develados masones/liberales) que habían alcanzado cotas de poder aprovechaban la coyuntura para hacer de las suyas. Y en ese proceso, se demuestra que la gran mayoría de los junteros americanos, diciendo hablar en nombre de Fernando VII, no hacían sino mentir, pues desde Caracas a Buenos Aires cumplían los planes británicos trazados en el XVIII y conocidos por la Monarquía (muchos de ellos, de hecho, ya habían pactado con los ingleses antes de que entrara Napoleón). Al conocimiento de estos planes obedece la intervención de Gálvez en la América del Norte y la creación de un virreinato extenso en el Río de la Plata, que ocupando el Atlántico y teniendo alguna salida al Pacífico, concentrase el ganado de la actual Argentina, la yerba mate del actual Paraguay y la minería de la actual Bolivia. El querer mantener la amistad con la incipiente nación estadounidense y la creación de una fuerte entidad política meridional, dejando en el Pacífico al virreinato del Perú (con los actuales Perú y Chile) no salió como él pensaba; pues murió antes de terminar su obra; y por desgracia, al final fue peor el remedio que la enfermedad.
Y por supuesto, Estados Unidos nunca pagó su deuda; e Inglaterra aún se sigue cobrando la deuda de haber «independizado» a la América Hispana.
Con todo, el caso es que Carlos IV iba a llevar adelante lo que se fraguó con Carlos III (Carlos III parece que nunca acabó convencido de este plan); incluso Godoy estaba resuelto, hablando de formar una «soberanía feudal» con equipos de gobiernos europeos y criollos. Pero todo sucede, «casualmente», justo en el momento más inoportuno… E incluso cuando el rey piensa exiliarse en México, al estilo de los Braganza en Río de Janeiro, varios motines lo inmovilizan; viniendo todo lo demás.
Así las cosas, nunca veo que estos detalles cruciales salgan a la palestra cuando se trata históricamente la desmembración de la Monarquía Hispánica; con todos los fallos que ésta tuvo; pues como reconoce Julio González, jamás se tenía que haber entregado territorio al Brasil; y bueno, un servidor recalca que los territorios de la Florida y la Luisiana se podían haber aguantado mejor y no venderlos por una compra cuyo beneficio nunca llegó, sino al contrario.
Nada de esto se justifica. Pero que durante 200 años tengamos un relato idolátrico acerca de los separatistas, ya cansa.
Empero, cierto es que un servidor se ha centrado demasiado en las independencias sudamericanas y no ha profundizado demasiado en el caso novohispano; que ciertamente, parece diferente. No obstante, para este caso me sigo preguntando: ¿Por qué Iturbide, teniendo una forma y unos intereses políticos contrarios a Bolívar; sin embargo, le llama «Ciudadano Libertador» y le manda a su hijo como edecán?
Queda mucho por investigar y por despojarse de prejuicios. Y todo ello no es por volver al pasado ni por arqueologismos inútiles; sino porque si seguimos enfrascados en las mismas «pasiones», difícilmente tendremos una concepción más completa de la realidad, con todo lo que ello conlleva. Por ejemplo, salir adelante en el siglo XXI luego de haber aprendido de los errores.
–Antonio Moreno Ruiz