Los hispanistas, a través de su discurso, hacen sus más profusos elogios a las relaciones de sus respectivos países y de toda América Hispana con la Madre Patria, destacando que a menos que el continente reconociera sus verdaderas raíces, las hispánicas, no podría pavimentarse su camino en el futuro y cumplir un importante papel en el escenario internacional. Es decir, que si la América española negara a España, quedaría instantáneamente baldía de coherencia y sus ideas carecerían de validez.
Es que los pueblos de la Hispanidad constituyen una unidad y viven dominados por su pasión patriótica. Tienen mucho en común que defender: unidad de origen, unidad de cultura y unidad de destino. Estos pueblos viven hermanados por vínculos de idioma, de religión, de cultura y de historia. Estas identidades deben impulsarlos a una empresa casi universal que, desbordando los límites geográficos, integre la verdadera unidad espiritual de los pueblos hispanos. Pero esta empresa no puede interpretarse como un anhelo bélico sino como un afán pacifista.
No es probable que el espíritu territorial llegue jamás entre nosotros a monopolizar el patriotismo. Queramos o no queramos, los pueblos hispánicos tenemos una patria dual: territorial y privativa en un aspecto; espiritual, histórica y común a todos, en el otro. La unidad de nuestros pueblos no es simple quimera de los hombres, sino inexorable decreto de nuestro destino hispánico.
Hay que dar a conocer que nuestra soledad desde que nos separamos los pueblos hispánicos no es inexpugnable. Todos los caminos llevan al mismo punto: a la comunicación de lo que somos. Y es preciso atravesar la soledad y la aspereza, la incomunicación y el silencio para llegar al recinto mágico en que podemos danzar torpemente o cantar con melancolía; mas en esa danza o en esa canción están consumados los más antiguos ritos de la conciencia: de la conciencia de ser hombres y de creer en un destino común.
No es probable que el espíritu territorial llegue jamás entre nosotros a monopolizar el patriotismo. Queramos o no queramos, los pueblos hispánicos tenemos una patria dual: territorial y privativa en un aspecto; espiritual, histórica y común a todos, en el otro. La unidad de nuestros pueblos no es simple quimera de los hombres, sino inexorable decreto de nuestro destino hispánico.
Hay que dar a conocer que nuestra soledad desde que nos separamos los pueblos hispánicos no es inexpugnable. Todos los caminos llevan al mismo punto: a la comunicación de lo que somos. Y es preciso atravesar la soledad y la aspereza, la incomunicación y el silencio para llegar al recinto mágico en que podemos danzar torpemente o cantar con melancolía; mas en esa danza o en esa canción están consumados los más antiguos ritos de la conciencia: de la conciencia de ser hombres y de creer en un destino común.