Foto: La jefatura de Policía de Camajuaní (1958), separada del Parque Infantil por las líneas de trenes que conducían al Central Fe.
París, 28 de abril de 2020.
Querida Ofelia:
¡Lo mataron, lo mataron! Fue la terrible frase, que escuché de labios de Don Antonio Cabrera. Hablaba con mi madre, en el portal de la casa de mi abuela. Yo estaba en el cuarto jugando con mis soldaditos de plomo, parodiaba batallas entre alemanes y americanos, imitando las películas que veía. Los tanques americanos avanzaban por debajo de la cama en columna, mientras que los nazis defendían la coqueta, la cual en mi imaginación era Berlín.
La ventana del cuarto daba al portal y, desde su reja de hierro se tendía una hamaca hasta el poste que sostenía el techo de madera, cubierto de tejas marrones acanaladas del portal. Mi madre estaba meciendo a mi hermano, de cinco años, y a su amiguito Carli.
Corría por el pueblo la noticia de la muerte de Raúl Torres. Ese muchacho de apenas unos 20 años, tenía un taller de reparaciones de bicicletas, en la acera de enfrente de mi casa. Me reparaba la mía, me cogía los ponches y me había vendido unas tiras en colores de plástico, para adornar los extremos de los manubrios, además me había puesto la parrilla sobre el guardafangos de atrás.
En Tampa vi una bicicleta idéntica a la mía, Niágara, color rojo vino. Fue en una tienda, en el edificio que ocupara una tabaquería en el siglo XIX, en la cual trabajaban emigrantes cubanos. Al verla me acordé de Raúl.
Me caía bien, era un chico de ojos grandes, moreno, discreto, pero como admiraba al líder máximo, había reproducido su famoso discurso de defensa en el juicio por el ataque al cuartel Moncada, distribuyéndolo por el pueblo. Sus padres vivían gracias a una bodega, la cual durante La Ofensiva Revolucionaria de 1968, fue expropiada en nombre del pueblo. ¿Qué pensaría Raúl en ese momento desde el Cielo?
Como habían llegado fuerzas del ejército desde Remedios, lo cual como verás no fue un remedio para nada, a las órdenes del capitán Vesada (que algunos meses después sería fusilado por la “justicia” revolucionaria), Raúl se fue a esconder al Central Carmita. Allí lo encontraron, lo golpearon y, un soldado, el tristemente célebre cabo Centella, lo llevó a un cañaveral y lo asesinó. Fue el padre de Raúl, quien encontró su cadáver. Había salido a buscarlo en unión de otros amigos, al conocer el rumor de su asesinato. Lo llevaron a la funeraria para hacerlo presentable ante la desolada madre.
Fui al funeral, a pesar de mis nueve años. Estaba prácticamente todo el pueblo. Fue la primera vez en mi vida que vi a un hombre asesinado.
En enero del 1959, el cabo Centella fue fusilado. Yo lo había conocido en el cuartel de la Guardia Rural el día 4 de septiembre, pues cada año había un banquete -comelata de lechón, frijoles negros con yuca y arroz blanco con un río de cerveza-, para los policías y la soldadesca, como conmemoración de la “hazaña” de El Hombre que nos gobernaba.
A pesar de saber que era un asesino, me impresionó mucho ver las fotos del fusilamiento de Centella en la revista Bohemia, pero no sería el único caso.
Don Antonio Cabrera era un señor muy amable, carrocero, cabezonero, católico, que se ocupaba de preparar cada año las carrozas, para las parrandas de San José del 19 de marzo. Su barrio era el de Santa Teresa, donde nosotros vivíamos, y su banda era la de Los Chivos, la otra era la de Los Sapos. Sus carrozas más célebres habían tenido temas religiosos: El Ángel de la Guarda, La mansión de los ángeles, El milagro de Santa Teresa, La fuente de la Samaritana, etc. Su pasión carrocera era tan grande, que convirtió la sala y el comedor de su casa en una carroza de cartón piedra, con columnas de capiteles y chimenea renacentista. Tenía dos hijas, la primera, Panchita, era una morena, que lucía una gran cola de caballo, simpática, bella maestra Normalista. La segunda se llamaba Fefa, tenía ojos azules y una piel que parecía de biscuit. Su madre, Alaida, la vestía con lazos, vuelos, tules y encajes, a tal punto, que parecía salida de un cuadro de la Belle Époque. El hijo se llamaba Tony, era alto y delgado, con ojos inmensos. Cada año, Melchor, Gaspar y Baltasar le traían regalos que yo encontraba fastuosos: camiones, carros de bomberos, trenes eléctricos, etc.
Un hermano de Raúl Torres, Ramón, me llevaba en su bicicleta cada mañana a la escuela del barrio de La Ceiba; yo iba delante y su hija María Elena detrás. Estábamos en tercer grado y teníamos como maestra a Josefa Menéndez, la cual tenía fama de buena pedagoga, pero yo discrepo.
Un día en que yo no había hecho la tarea y para colmo estaba conversando con Raysa (la niña más linda de la clase), Josefa me ordenó que subiera a un taburete, me bajó los pantalones delante de todos – aquellos pantalones azules del uniforme -, y con una caña que llamábamos güín, me dio tres güinazos que me dejaron sendos morados por un tiempo. Lo que me dolió más no fueron los golpes medievales, sino la humillación que me infligió la Menéndez. ¡Qué abuso de poder! A partir de ese día dejé de apreciarla.
Su madre, la honorable Doña María Fundora, fundadora de una escuelita, había sido mi maestra de segundo grado. Era una señora cariñosa, con mucho rigor y maestría pedagógicos. Al final del año escolar me dio el Diploma de Aplicación y Conducta. Mi madre estaba tan orgullosa con el éxito escolar de su retoño, que lo puso en un cuadrito en la pared de mi cuarto. Mi pobre madre solo había llegado hasta el segundo grado en la escuela, al cabo de los cuales pasó a trabajar a una escogida de tabaco, con apenas siete años, junto a sus otras cinco hermanas. Mis abuelos habían enviado a sus 12 hijos a la escuela, solo para aprender a leer y a escribir y estimaban que con el segundo grado era suficiente. ¡Qué época aquel primer cuarto del siglo XX!
Al regresar a casa de la escogida de tabaco, del despalillo, mi madre y sus cinco hermanas, aprendían a: bordar, coser, cocer, tejer, hacer flores de papel, etc., para que fueran en el porvenir mujeres de bien, buenas amas de casa.
El Ejército había tomado el pueblo, pues el 18 de diciembre del 1958, los barbudos habían dinamitado el puente de Camajuaní y dos días antes, una emboscada en la carretera que unía al pueblo con Santa Clara, había provocado la muerte de un sargento del ejército al que llamaban El Látigo Negro, (como en los episodios de Los Tres Villalobos). Él venía con otro soldado, que también murió, y dos mujeres que se salvaron pero que fueron heridas, una con un balazo en un brazo y la otra en un muslo. Todos estaban borrachos.
El Látigo Negro, cuyo verdadera nombre era Hilario Rodríguez, era un negro grande, corpulento, muy pulcro en el vestir, pero su defecto era el de pedir dinero prestado a los comerciantes, que después no pagaba. Pero no fue por esto que lo mataron, sino porque la emboscada preparada en la carretera, era para disparar sobre cualquier vehículo militar que se acercara, y por mala suerte le tocó a él.
Yo lo conocí, había estado varias veces en mi casa, siempre me pasaba la mano por la cabeza y me decía, que yo tenía que ser policía siguiendo su ejemplo, para ser un tipo duro como él, para tener muchas mujeres. (?) Por suerte para él, en aquella época aún no existía el SIDA y ya habían descubierto la penicilina.
Esta “heroicidad” de las tropas, del que posteriormente desaparecería misteriosamente, Camilo Cienfuegos, provocó indirectamente la muerte de Raúl Torres. Eran las Navidades del 1958. ¡Qué Navidades! Para mí fueron muy violentas y llenas de incertidumbre.
Mi padre, como el 50% de todos los policías de la provincia, había sido enviado a la Sierra del Escambray, donde estuvo tres meses. Desde hacía 21 años era policía y temía que si renunciaba perdería el derecho al retiro y… ¿Cómo íbamos a sobrevivir?
Mi madre rezaba a Santa Rita (abogada de lo imposible), y a San Judas Tadeo, (que desgracia para Tadeo tener el mismo nombre del traidor Iscariote). Al fin regresó vivo y el día 18 de diciembre, pero el teniente Bacallao le ordenó que fuera a Santa Clara. Al regresar en unión de otro policía, la máquina se rompió a menos de un kilómetro del puente. Todos los automovilistas que pasaban junto a ellos los saludaban, pero después eran detenidos en el puente que acababa de ser destruido como acción de sabotaje, por los rebeldes.
Al llegar a Camajuaní, muchos decían que seguramente mi padre y su colega, habían sido matados por los revolucionarios. Por suerte, estos al arreglar el automóvil y ver a lo lejos a los barbudos y la fila de coches, se detuvieron, dieron marcha atrás y no cayeron en la trampa, que de seguro les hubiera costado la vida. Mientras tanto los rumores habían llegado a oídos de mi madre, provocando que ésta y la esposa del otro policía, desesperadas, fueran a pedir informaciones a Bacallao a la jefatura de policía. Al entrar escuchó al sargento Ferrer que le decía a un policía llamado Pío: “seguro que los mataron”.
Según ella, se le heló la sangre. Pero unas horas más tarde, llegó mi padre con su colega vivitos y coleando.
Para mí las Navidades significaban: fiestas familiares, nacimientos, árboles decorados, uvas, peras, manzanas, juguetes, etc.
Pero en las Navidades del 1958, mi padre como todos los policías de Camajuaní y de los pueblos aledaños, fueron enviados al cuartel de Remedios , bajo las órdenes del Capitán Vesada y bajo las balas de los rebeldes al mando de los cuales estaba el “heroico” Dr. Guevara de la Serna.
El día de Nochebuena, mi madre lo pasó rezando, como ya solía hacer, pues se oían los disparos en mi casa, mientras que el pueblo estaba a oscuras. ¿Cómo presagio de una larga noche de unos 60 años que se acercaba? De vez en cuando un avión pasaba muy bajo, rozando los techos y a pesar de todo, hubo una nota surrealista: ¡La Callejera!
Era un joven negro, de mediana estatura, que vestía pulcramente, de modo extravagante para su época, magnífico bailarín de comparsas, bembés y rock. En París, hubiera sido estrella del espectáculo de “Chez Michou”. Se paró en la acera de mi casa, recostado al poste de la luz, con una bufanda blanca que después de enrollar su cuello negro como la noche caribeña, se extendía por los hombros y caía hasta sus rodillas. Lucía entre sus dedos, una larguísima boquilla, en cuya punta había un cigarrillo, seguramente americano. Yo lo observaba, por una rendija que había entre las tablas del postigo de la puerta, que daba a la acera. Bajo la luz tenue de la bombilla del poste, cantaba aquello que decía así:
«Fumando espero, al hombre a quien yo quiero, tras los cristales de alegres ventanales, y mientras fumo mi vida yo consumo, porque fumando el humo me suele adormecer.
Hundida en la “chaise longue”, fumar y amar. Era mi amante solícito y galante, sentir sus labios besar con besos sabios y el levaneo sentir con gran deseo, cuando sus ojos veo sedientos de placer…”
¿En quién estaría pensando La Callejera? ¿Se imaginaría a orillas del Sena, bajo un puente de París?
“…es mi “fumoir” un edén” (¿Sabía lo que era un fumoir?)
«Dame el humo de tu boca, anda que así me vuelves loca, corre que quiero enloquecer de placer…».
¿Estaría pensando en aquellas estrellas de Hollywood (que llegaban a aquel pueblito perdido en un valle de una isla del Caribe, sólo por medio de las viejas pantallas de los cines Muñiz y Rotella): Tyrone Power, Errol Flynn, Tony Curtis, Rock Hudson o Kirk Douglas? Quizás se imaginaba en brazos de uno de los galanes cubanos de la CMQ: Rolando Barral, Alberto Insua o Pedro Álvarez, los que hacían vibrar de emoción a aquellas pepillas locas, que hacían la cola para gritar en el programa radial “De Fiesta con los Galanes”.
¿Acaso prefería a uno de aquellos machos, remachos, requetemachos mexicanos, como Pedro Infante o Jorge Negrete, que tanto apreciaban las cubanas de aquella época? Cuentan que a Negrete, unas féminas cubanas, en medio de un frenesí, llegaron hasta a arrancarle los botones de la portañuela. Si la policía no hubiera intervenido, quizás le hubiera pasado, como al personaje de “Germinale” de Émile Zola, al que una mujer le arrancó el miembro y salió con él en la mano como trofeo de guerra. ¿Te imaginas lo que habría pensado María Félix, si una cubana hubiera castrado a su Negrete?
La Callejera era una especie de Sarita Montiel de ébano, digno producto del surrealismo caribeño cubano. Se llamaba Rafael Hernández. Hace poco supe que murió en el 1963, a los 29 años, siempre callejeando. Fue un personaje popular de aquel pueblo, pero también fue blanco de choteos, burlas y desprecios.
Remedios fue liberado por los barbudos, y mi padre regresó a casa. Camajuaní fue liberado el 28 de diciembre por Gutiérrez Menoyo, William Morgan, Carreras, Nené, Ramiro Leyva, Miguel el Conejo y otros nuevos héroes. Todos terminarían fusilados, en la cárcel por décadas, o en el mejor de los casos en Miami.
Yo conocí a los barbudos, en una fiesta en enero del 1959, en la casa de Carmita y Yayo (hoy las dos en Miami), que eran primas de Ramiro, el héroe del pueblo.
En febrero del 1959 nos mudamos a Santa Clara, para desde allí seguir hacia San Cristóbal de La Habana.
Al salir de nuestra casa, fuimos despedidos por Digna González y Elena Linares, nuestras dos inolvidables vecinas. Mi madre no cerró la puerta ni las ventanas, dejó nuestro hogar abierto de par en par y les dijo: “si un día me ven regresar, quiere decir que fracasé en la vida y que perdí toda esperanza”.
Nunca más en su vida quiso entrar a aquella casa. Pero ésa es otra historia, que quizás te cuente un día.
Te deseo todo el bien del mundo, desde este exilio parisino que ya va para 40 años.
Un gran abrazo,
Félix José Hernández.
Nota bene: Esta crónica aparece en mi libro «Memorias de Exilio». 370 páginas. Les Éditions du Net, 2019. ISBN: 978-2-312-06902-9