¡Felicidades AMLO!

FELICIDADES
Los correveidiles que sin jornal ni descanso; pero muy a gusto y convencidos, tiene la casposa derechona del sistema, a no tardar dirán que don Andrés Manuel López Obrador, flamante presidente de los Estados Unidos Mejicanos, no sabe comprar papel higiénico; y no ha llevado con la velocidad que la derechona ha conducido a la miseria a más de las mitad de la población mejicana, unos cincuenta millones, todos junticos de la mano a la choza de la pobreza.
Revisando cosas viejas, me he encontrado este escrito mío, publicado en mi libro del Bravo a Magallanes, Cuentos Indianos, en el capítulo dedicado a Méjico, y como me siento feliz y contento por el triunfo de don Andrés, se lo envío y dedico con cariño. ¡Ojalá que le llegue!
M A L D O N A D O
Su madre había conocido a Benito Juárez. Algunas comadres mantuvieron siempre viva la duda de que lo más probable fuera que en aquella noche, fue en la que concibió a aquel niño tan debilucho y poco agraciado, que luego pusieron por nombre Maldonado, profetizando su falta de belleza y escasa salud.
Corrían malos vientos por los ranchos. Han corrido malos vientos siempre por los mismos ranchos; y es probable que seguirán haciéndolo mientras que un caballo a galope, en la noche lleve en la grupa a un hombre que tenga que buscar la sierra para que le de abrigo a un pecho destrozado ante la injusticia.
Sonó una guitarra y dos voces acompasadas: Sonó cuando el polvo del camino levantado por los cascos de los caballos apenas si había vuelto al suelo de donde lo levantaron aquella tropa acampada, que escuchaba una canción que estaba hablando de un rifle, de un treinta-treinta, mientras las mujeres no daban la ida por la vuelta de un grupo al otro de los militares: Las mujeres son a la guerra como los perros a los caballos, ladran y van tras de ella.
Todos eran gentes del sur; sureños de a caballo. Cuando las gentes del sur dejan de pisar el suelo con los píes descalzos y los ponen en los estribos de los caballos, todos los que viven en el norte tiemblan.
Maldonado, apenas diecinueve años, de tanto caminar con los píes descalzos, era un mal andador; pero un excelente jinete: hombre y caballo conjuntados. Tierra de Morelos: cantos aprendidos con la rabia de un sur sin tierra; y con toda ella fuera de su propiedad para sufrirla y trabajarla. Dos canciones que hablaron de amor, y las otras que nombraron rifles y balaceras. Maldonado, uno más entre los cientos, entre los miles, entiende, ama y cuida de algunos de los caballos que se llevan, para cuando un jinete se queda con la silla entre las piernas y su jaco muerto por la revolución.
Muchas veces pensaba que le gustaría que a la mañana siguiente, al despertarse, él se hubiera convertido en potro inquieto y retozón, preocupado por el pasto y el espacio abierto donde poder galopar la más libre de las carreras, porque la vida de peón, hasta que no llegó la galopada de la cabalgada que exhibía viejos fusiles en las curtidas manos, todo fueron fatigas.
Antes fue el trabajo en el rancho de doña María de los Dolores de Rocalba. Y según decían, aquella mujer vino de la lejana España. Se apropió de toda la tierra que cabe en el mundo para hacerse una patrona extraña y rara, trayendo a vivir a su casa a gentes de fuera de Morelos, en aquella dulce tierra mejicana.
Maldonado, siempre entre caballos. En alguna ocasión llegó a sentir el frío filo de la mirada de su extraña patrona, siempre vestida de negro, con velo y sombrero negro, que sólo le dejaban al descubierto las profundas cuencas de unos ojos, también negros, a lo mejor más negros que los tejidos que empleaba para cubrir su alta figura.
Su patrona estaba lejos, muy lejos de la calidez de aquella otra que un día viera nacer en los ojos de una joven que paso por el rancho camino de alguna parte, y que ambos, con descaro, se quedaron mirándose, y aquella mirada, a pesar del tiempo transcurrido, todavía le daba como un calambre por su interior cuando la recordaba.
Luego vino un hombre a caballo. Llegó entre la lluvia y los ladridos de los perros. Llevaba los píes descalzos, pero firmes, sobre los estribos de su montura, conocedora de las descargas de los rifles y de los gritos de agonía de los hombres cuando dejan el suelo patrio, que otros dicen que es de su entera propiedad, y donde gentes como Maldonado, si los dejan pisarlo, tienen que hacerlo pagando un fuerte alquiler bajo la forma de un trabajo agotador que angosta pronto sus vidas.
El hombre que llegó a caballo, bajó de él, llevando dispuestos más de ocho kilos de munición en las cananas que le cruzaban el pecho; y un rifle adosado a su montura, completado con un par de enormes revólveres agrandándole las caderas.
Traía y venía con toda la prisa del mundo por compaña. Venía de más al sur: Tanto se arrimó en su cabalgar a Tapachula, que llenó su cara de sol, y la llevó morena para siempre. Llegó al rancho de doña María y Maldonado fue el que tranquilizó a los perros cuando el jinete descabalgó y aligeró la carga de agua de lluvia que contenía su poncho y sombrero.
Maldonado no estuvo presente en la plática que el recién llegado mantuvo en el interior de la estancia con doña María, pero antes de que amaneciera el día del siguiente, al lado de aquel hombre, cabalgaba en un caballo que cogió durante la noche, para evitar recuentos que podían acarrearle un disgusto por la mañana.
Cabalgó junto a aquel hombre camino de lugares sin guarida ni sueño espeso: camino y cabalgar duro de la revolución.
Aquel hombre le habló de Zapata, le dijo cosas y sentimientos tan claros, que a Maldonado le parecieron suyos, mientras que cabalgaban engrosando sus sombras con las otras de otros muchos sombreros que se fueron uniendo para la lucha, para el monte; a la miseria y la grandeza de una revolución que prometía la muerte o la tierra, y el reconocimiento del valor de los brazos y las manos de los peones.
Zapata fue su dios y su demonio. El general revolucionario don Emiliano Zapata, fue su razón por unos años muy duros y sacrificados que aliviaron la injusticia de lo vivido por Maldonado anteriormente. Y aunque nunca llegó a tener mando alguno sobre la tropa, Maldonado fue un ejemplo entre aquella miriada de rifles, hombres y caballos, y de como un hombre es capaz de fundirse con su montura y galopar como si ambos fueran una misma cosa, entre el denso polvo de los caminos de la linda tierra mejicana.
Un corrido, de esos que son cantados con la languidez de un pueblo con sentimiento, evocaba la tarde precisa en la que Maldonado fue protagonista ante todos los ojos de aquella brava caballería.
Arriba, en la lomera raquítica y escasa, un nutrido grupo de enemigos dominaban desde su posición a los revolucionarios zapatistas, que habían caído en la emboscada y la muerte.
Todos lo vieron y lo contaron luego.
De negro, en puritito caballo negro, con un galope pausado y majestuoso, doña María de los Dolores de Rocalba, la patrona de la hacienda, apareció galopando hacia el lugar donde se encontraban los sitiados entre una lluvia de balas que todas y cada una la respetaban ante la incomprensión de los tiradores. Galopó lentamente de un lugar para otro hasta que descubrió a Maldonado. El cual intentó escapar de aquella presencia sin que sus piernas ni caballo le obedecieran. Yéndose ambos camino de la hacienda que, según canta por su letra un corrido, por muchos años estuvo regentada por la mismísima muerte; allá por donde Méjico se hace leyenda e hispanidad.

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