- Sin duda, matar enemigos del Dios verdadero ha sido un deporte universal muy practicado
Carlos Alberto Montaner, Cubanet
MIAMI – Es muy doloroso contemplar las imágenes. Como tantas veces se ha dicho, nuestro pasado comenzó en Ur, la ciudad sumeria, unos cinco mil años antes de Cristo. Hay una línea cultural continua entre aquel remoto poblado mesopotámico y New York, París o Montevideo.
La nueva yihad desatada por ISIS también nos afecta. El califato que ha surgido a sangre y fuego entre Irak y Siria, además de decapitar enemigos, destripar chiíes, yazidis y cristianos, y violar y esclavizar mujeres y niños, se dedica a destruir los restos del espléndido pasado pagano que aún quedaba en pie.
Muchos de estos islamistas depredadores son jóvenes criados en Occidente. ¿Por qué lo hacen? ¿Qué sentido tiene pulverizar a martillazos un milenario y hermoso hombre-toro alado, un majestuoso Lamasu asirio, perteneciente a una religión que ya nadie recuerda porque se perdieron sus rastros en el pasado?
La culpa es de la certeza. El fanatismo violento de los yihadistas surge de la convicción absoluta de que ellos saben cuál es el Dios verdadero y no tienen la menor duda de que cumplen al pie de la letra las órdenes que les transmite su libro sagrado, el Corán.
Si vamos a creer a la Biblia, cuando Moisés desciende del Sinaí con los diez mandamientos que le ha entregado Yahvé, sabe que el quinto de esos preceptos es “no matarás”, pero la cólera que le provoca ver a los israelitas adorando a un becerro de oro, fundido por su hermano Aaron, lo lleva a ordenar la ejecución de tres mil personas. Moisés tenía la certeza de que ésa, aunque contradictoria, era la voluntad de Dios.
Constantino, que en el 313 impuso en Milán el Edicto de la Tolerancia, en el 354 rectificó cobardemente y ordenó la destrucción de cientos de bibliotecas y templos paganos. Las rocas calcinadas dieron origen a fábricas de cal. Cinco años más tarde, los cristianos en Siria, entonces un rincón ilustre del mundillo helénico, se adelantan 1700 años a los nazis y organizan los primeros campos de exterminio para paganos y judíos en la ciudad de Skythopolis.
Desde entonces, y por los siglos de los siglos, los judíos fueron el objeto de todas las persecuciones. Papa tras papa, comarca tras comarca, los persiguieron, machacaron y expulsaron. Lo hicieron los alemanes, ingleses, italianos, polacos, rusos, españoles, portugueses, cristianos y mahometanos. Lo hizo todo el que podía, generalmente en nombre de algún Dios verdadero.
Sin duda, matar enemigos del Dios verdadero ha sido un deporte universal muy practicado. El papa Inocente III, en la Edad Media, desató el genocidio de los herejes albigenses o cátaros. Decenas de millares fueron ejecutados. Cuando le advirtieron que estaban asesinando a justos y a pecadores, respondió que no importaba. Dios se ocuparía de mandar unos al cielo y otros al infierno. Era sólo el preámbulo para las terribles guerras de religión que asolaron la Europa del Renacimiento y la Reforma liquidando, literalmente, a millones de personas.
Simultáneamente, en América, mientras creaban ciudades y universidades, los frailes y los conquistadores asesinaban indígenas, quemaban códices y destruían templos, o los convertían en iglesias, con el afán de destruir para siempre cualquier vestigio de unas creencias paganas que a ellos se les antojaban como propias del demonio porque incluían los sacrificios humanos.
¿Lo menos peligroso, pues, es ser ateo? Tampoco. Ser ateo puede derivar en otras formas de atropello similares a las practicadas por los creyentes. Al fin y al cabo, afirmar que Dios no existe entraña una certeza tan temeraria como la de quienes opinan lo contrario. Los marxistas-leninistas, convencidos de que “la religión es el opio del pueblo” –frase de Karl Marx—, han perseguido a los cristianos en Rusia y Europa, mientras los chinos y los camboyanos han agregado a los budistas a su lista de víctimas.
En los Estados ateos, miles de templos han sido destruidos o confiscados y dedicados a otros menesteres. Enver Hoxa en Albania convirtió la negación de la existencia de Dios en un dogma nacional, y hasta creó un Museo del Ateísmo por el que desfilaban los estudiantes para aprender a odiar a los creyentes, ya fueran mahometanos (la mayor parte) o cristianos. Las mezquitas e iglesias se convirtieron en recintos laicos.
En Cuba, más de 200 escuelas católicas y protestantes fueron expropiadas y decenas de sacerdotes tuvieron que exiliarse. Para agregar sal a la herida, el centro de detención más despiadado y siniestro de la policía política comunista es “Villa Marista”, una antigua escuela católica. Como me dijo un exprisionero que había perdido en esa cárcel los dientes, el cabello y la fe religiosa: “ahí antes te salvaban el alma; ahora te la parten”.
Admitámoslo: sólo la incertidumbre nos hace flexibles y aceptantes. Quien no duda es un ser muy peligroso. Puede matar sin que le tiemble el pulso. Como los yihadistas.
La nueva yihad desatada por ISIS también nos afecta. El califato que ha surgido a sangre y fuego entre Irak y Siria, además de decapitar enemigos, destripar chiíes, yazidis y cristianos, y violar y esclavizar mujeres y niños, se dedica a destruir los restos del espléndido pasado pagano que aún quedaba en pie.
Muchos de estos islamistas depredadores son jóvenes criados en Occidente. ¿Por qué lo hacen? ¿Qué sentido tiene pulverizar a martillazos un milenario y hermoso hombre-toro alado, un majestuoso Lamasu asirio, perteneciente a una religión que ya nadie recuerda porque se perdieron sus rastros en el pasado?
La culpa es de la certeza. El fanatismo violento de los yihadistas surge de la convicción absoluta de que ellos saben cuál es el Dios verdadero y no tienen la menor duda de que cumplen al pie de la letra las órdenes que les transmite su libro sagrado, el Corán.
Si vamos a creer a la Biblia, cuando Moisés desciende del Sinaí con los diez mandamientos que le ha entregado Yahvé, sabe que el quinto de esos preceptos es “no matarás”, pero la cólera que le provoca ver a los israelitas adorando a un becerro de oro, fundido por su hermano Aaron, lo lleva a ordenar la ejecución de tres mil personas. Moisés tenía la certeza de que ésa, aunque contradictoria, era la voluntad de Dios.
Constantino, que en el 313 impuso en Milán el Edicto de la Tolerancia, en el 354 rectificó cobardemente y ordenó la destrucción de cientos de bibliotecas y templos paganos. Las rocas calcinadas dieron origen a fábricas de cal. Cinco años más tarde, los cristianos en Siria, entonces un rincón ilustre del mundillo helénico, se adelantan 1700 años a los nazis y organizan los primeros campos de exterminio para paganos y judíos en la ciudad de Skythopolis.
Desde entonces, y por los siglos de los siglos, los judíos fueron el objeto de todas las persecuciones. Papa tras papa, comarca tras comarca, los persiguieron, machacaron y expulsaron. Lo hicieron los alemanes, ingleses, italianos, polacos, rusos, españoles, portugueses, cristianos y mahometanos. Lo hizo todo el que podía, generalmente en nombre de algún Dios verdadero.
Sin duda, matar enemigos del Dios verdadero ha sido un deporte universal muy practicado. El papa Inocente III, en la Edad Media, desató el genocidio de los herejes albigenses o cátaros. Decenas de millares fueron ejecutados. Cuando le advirtieron que estaban asesinando a justos y a pecadores, respondió que no importaba. Dios se ocuparía de mandar unos al cielo y otros al infierno. Era sólo el preámbulo para las terribles guerras de religión que asolaron la Europa del Renacimiento y la Reforma liquidando, literalmente, a millones de personas.
Simultáneamente, en América, mientras creaban ciudades y universidades, los frailes y los conquistadores asesinaban indígenas, quemaban códices y destruían templos, o los convertían en iglesias, con el afán de destruir para siempre cualquier vestigio de unas creencias paganas que a ellos se les antojaban como propias del demonio porque incluían los sacrificios humanos.
¿Lo menos peligroso, pues, es ser ateo? Tampoco. Ser ateo puede derivar en otras formas de atropello similares a las practicadas por los creyentes. Al fin y al cabo, afirmar que Dios no existe entraña una certeza tan temeraria como la de quienes opinan lo contrario. Los marxistas-leninistas, convencidos de que “la religión es el opio del pueblo” –frase de Karl Marx—, han perseguido a los cristianos en Rusia y Europa, mientras los chinos y los camboyanos han agregado a los budistas a su lista de víctimas.
En los Estados ateos, miles de templos han sido destruidos o confiscados y dedicados a otros menesteres. Enver Hoxa en Albania convirtió la negación de la existencia de Dios en un dogma nacional, y hasta creó un Museo del Ateísmo por el que desfilaban los estudiantes para aprender a odiar a los creyentes, ya fueran mahometanos (la mayor parte) o cristianos. Las mezquitas e iglesias se convirtieron en recintos laicos.
En Cuba, más de 200 escuelas católicas y protestantes fueron expropiadas y decenas de sacerdotes tuvieron que exiliarse. Para agregar sal a la herida, el centro de detención más despiadado y siniestro de la policía política comunista es “Villa Marista”, una antigua escuela católica. Como me dijo un exprisionero que había perdido en esa cárcel los dientes, el cabello y la fe religiosa: “ahí antes te salvaban el alma; ahora te la parten”.
Admitámoslo: sólo la incertidumbre nos hace flexibles y aceptantes. Quien no duda es un ser muy peligroso. Puede matar sin que le tiemble el pulso. Como los yihadistas.