El tesoro de Navidad

El capitán Arana no paraba de maldecir. Entendía que la situación se ponía cada vez más complicada desde que la treintena de hombres que aguardaban tras el encallamiento de la nao Santa María o La Gallega  se habían agrupado y organizado según sus lugares peninsulares de procedencia, no queriendo trato entre ellos los del norte con los del sur, y abandonando el fuerte para marcharse en pos de imaginados tesoros que los aguardaban, por fuera de rescatar todos y cuantos naturales fueran capaces de mantener presos hasta que algunas naves tornasen  para venderlos como esclavos y sufragar en sobrado el viaje.
El hombre alma de aquella expedición, el excelente navegante paleño Martín Alonso Pinzón, recriminó a cuantos partidarios fueron de la construcción de aquel fuerte, porque nadie debería tener miedo alguno, ni separación poner con aquellos naturales que ofrecimiento hicieron de buen cuido tener con los llegados hasta que volvieran por ellos. Y todos se marcharían por el mismo mar que habían venido, según promesa dada al gran Guacanagari.
El cirujano de los dejados para rescatar esclavos en la isla, no se había encuadrado en grupo alguno. Buscaba la fortuna en solitario. Entró en contacto con el joven, valiente e inteligente cacique Caonabo, el cual supo de inmediato como colmar las ansias de riqueza y desenfreno del cirujano de los llegados.
No tuvieron que pasar muchos días para que los aceros salieran prestos de sus fundas de reposo. Y aunque el capitán Arana tuvo la habilidad de guardar ante los ojos de los naturales la presencia de aquel herido, por las mojadas puertas de la gran cuchillada recibida la sangre castellana comenzó a manar y colorear por aquellas nuevas tierras desconocidas al saber geográfico de aquellos años.
Dos hombres de grupos diferentes habían entrado en greña, y su estúpida disputa había acabado con la vida de uno para la noche del siguiente día. Y lo enterraron dentro del recinto del fuerte para que ningún nativo se percatara del asunto de la muerte de aquellos que se decían, así mismo, delante de los naturales, dioses.
Hasta los oídos de Caonabo llegaron las noticias del altercado. Se entrevista con el gran Guacanagari convencido de que en aquella ocasión ya disponía de cuanto necesitaba para que la palabra empeñada fuera rota y todo volviera al tiempo de antes.
El viejo cacique aborigen se mantiene en su promesa. No quería romper algo que sus mayores le legaron como el mejor tesoro y riqueza que un hombre puede tener: la palabra dada.
Pero no habían pasado ni tres jornadas de ultrajes y atropellos de los llegados contra las mujeres, niños y cualquier nativo, cuando en una amplia choza bien iluminada, los dos caciques, Caonabo y Guacanagari, en compañía de varios principales contemplaban los cadáveres de un aborigen y un castellano, que extendidos estaban sobre sendas losas de piedra.
Una luna llena y dominante alumbraba la oscuridad de la noche por la que los dos hombres caminan. Van varios naturales acompañando a los dos castellanos, que no paran de platicar la fortuna que les aguarda. Uno de ellos es el cirujano. El otro, también andaluz, ansioso va por llegar pronto a aquel lugar donde habitan las nativas más hermosas que llevan todo el cuerpo adornado con abundante oro.
Luego, la misma luna dominante, testigo mudo fue de la cuchillada y la traición que, entre el asombro y la incertidumbre por lo acaecido, se llevó camino de la eternidad al confiado andaluz de un degüello limpio y seguro de su compañero el cirujano.
El cirujano en medio de los dos cadáveres representantes de dos mundos mutuamente desconocidos. Acero que gotea sangre y vuelve a bajar cortando carnes y vísceras. Un corazón de indio, otro corazón de blanco. Un estómago de aborigen, otro de extranjero recién llegado. Una similitud exacta, la misma sangre, los mismos elementos: Los Castilla no son dioses. Caonabo no necesitaba aquella prueba, pero algunos poco sí querían comprobar.
Una cajita, hecha con madera del tablazón de la nao capitana «La Gallega», contenía dentro de ella tres corazones conservados por los tiempos – uno del cirujano andaluz que fue muerto tan pronto finalizó su demostración – nos fue mostrada por aquellos amables haitianos, cuando visitamos la isla, y con mucho misterio nos llevaron a ver el Tesoro de Navidad.
Salud y Felicidad. Juan Eladio Palmis.

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