Foto tomada en el pasillo del metro de la Gare de Lyon
París, 16 de julio de 2020.
Querida Ofelia:
En la carta anterior te hablé algo con respecto al Dr. Julio, médico habanero, que ayer un amigo vio mientras dormía en un pasillo del metro de París.
Lo conocí en el 1964 cuando estando en el Instituto de La Habana, iba todos los días a almorzar a la cafetería del Ten Cent de Galiano, adonde él también iba. Era un muchacho simpático, con gran sentido familiar, siempre un poco nervioso, apasionado por el cine. Logró hacerse un buen médico. Su único hermano emigró a España, pero fue como si el avión se hubiese caído, Julito y su madre no supieron nunca más de él. Su madre falleció en San Cristóbal de La Habana y para Julito fue un golpe tan grande, que no atinó a avisar a nadie, por lo cual la veló él solo, en la funeraria Rivero.
Los “compañeros” lo destruyeron, se le encarnaron. Le invalidaron el título por “gusano”. Se puso a vender maní en el Malecón y un “compañero” se lo llevó preso. Fue condenado por un juez popular a trabajar como albañil en la construcción de microbigradas, hasta que consiguiera la salida de la Perla de las Antillas. Mi madre le daba de comer y el dinero para que pudiera ir al cine, entretenimiento supremo para él.
Yo desde aquí conseguí que una profesora amiga mía lo reclamara e hiciera las numerosísimas gestiones en aquellos años ochenta. Gracias a gestiones de otros amigos, el billete de avión fue pagado por la Cruz Roja Internacional.
Logré convencer a unos amigos franceses para que lo hospedaran. Pero en esa casa, Julito se comía las teleras de pan completas a las que untaba una barra entera de mantequilla. Julito se tomaba la leche por litros enteros a pico de botella, andaba por toda la casa en calzoncillos, comía con la boca abierta y cuanto extranjero encontraba por la calle se lo traía a la casa a Marie. Se orinaba por el borde de la taza y no tiraba la cadena. En fin, que venía «incivilizado», según el estilo de vida burgués parisino. Yo hice todo lo posible por “reeducarlo” a la francesa, pero todo fue inútil.
Conoció a una señora cubana, doña Herminia, con muy buena situación económica, la cual le ofreció una habitación gratis en su edificio frente al Bosque de Vincennes, en el último piso, que es el de los criados. Pero él quería que ella le cediera uno de sus numerosos apartamentos de lujo. Tuvo una love story con Alice.
Una noche, con mi esposa, fui a cenar en el grandioso apartamento de Alice en el distrito XVI, el más elegante de la Ciudad Luz. Julito me había dicho que las sábanas de la gala olían a Shalimar de Guerlain y que acostarse en su cama, era como acostarse en un nido hecho con pétalos de lirios. Y creo que era verdad. Ella en plena cena me aseguró que se ocuparía de Julito “por un mandato de Dios” y que “los placeres de la carne eran como los tormentos del alma”.
En la mesa se encontraba Adán, hijo mayor de la gala, pretencioso y engreído como el que más. Creo que hacía honor a su nombre que significa fango o arcilla.
Julito abandonó a la parisina, cuando al llegar al apartamento, la encontró en su lecho “nido de pétalos de lirios” con un afrodescendiente en pleno combate erótico. Me contó que al final de la bronca de separación le dijo en español: “me cago en tu estampa, eres más puta que las gallinas”. No creo que haya comprendido la frase aparte la palabra puta, pues en francés se dice “pute”.
Julito me confesó que él quería casarse con una mujer joven, culta, bella y rica.
Dos años después Alice falleció en medio de una crisis de delirio místico, fue a Lourdes a pedir perdón por sus pecados mortales, según me contó su hija Jeanne, y el Señor la llamó esa misma noche, después de haberse confesado.
Mientras te escribo la presente, todo regresa a mi mente como en un largo flashbak.
A Julito, se le retiraron las encías de tanto comer manzanas. Se pasaba el día en el metro, iba de un tren a otro haciendo interminables transferencias con un solo billete. Un inspector un día no le pudo creer que él desde las nueve de la mañana hasta las 10 de la noche, hora en la que le pidió su billete para verificarlo, estuviera “paseando” por los trenes al mismo tiempo que comía manzanas verdes.
Tuvo una beca por tres años para volver a estudiar medicina, pero insultaba a los profesores galos y ponía en duda lo que éstos explicaban, por lo que lo expulsaban de las clases. Trabajó en varios hospitales como enfermero, de todos lo pusieron en la calle por no respetar a los médicos.
Un día le regalé un equipo estereofónico de mi hijo que funcionaba muy bien, pues el chico quería otro de marca Aiwa por Navidades. Julito lo alzó y lo estrelló contra el piso y me cogió por el cuello, diciéndome que a él no se le regalaban porquerías. Fue el último día que lo vi. Después llamaba de madrugada casi cada día, para conversar.
Fue hospedado por Antonio, un amigo cubano, en su casa, pero desde allí llamaba sin cesar por teléfono para conversar con amigos a Cuba. Fue recogido por Daniel, otro cubano y, también lo cogió por el cuello. Un día dijo a otro amigo que él se iba a los EE.UU. para volver a comenzar allá la carrera de medicina, que no iba a trabajar más. Fue a parar a un hospital psiquiátrico cuando le dio un ataque y comenzó a insultar a sus vecinos. Poco a poco se fue hundiendo en la locura. A un amigo mío le mostró un certificado médico de esquizofrénico paranoico. ¡Pobre Julito! Yo no sé qué podría hacer, pues como no soy ni psiquiatra ni psicólogo, no sé cómo tendría que tratarlo.
En París dan comida gratis a los pobres en varios comedores y también alojamiento para dormir en otros tantos lugares, lo ofrecen las monjas de la Caridad por medio de CARITAS, también la CIMADE protestante y diversas ONG laicas. Julito no tiene por qué dormir en un banco en el metro. ¡Qué Dios lo proteja!
Me acabo de enterar de que Julito fue ingresado de nuevo en un hospital psiquiátrico.
Y así van las cosas por estos lares.
Un gran abrazo para ti y toda tu familia desde la Vieja Europa,
Félix José Hernández.
Nota bene: Esta crónica aparece en mi libro «Memorias de Exilio». 370 páginas. Les Éditions du Net, 2019. ISBN: 978-2-312-06902-9