Por: José Gabriel Barrenechea.
En mis discusiones con viejos castristas suelo encontrar muy pronto, gracias a su escasa paciencia y absoluta falta de disposición a entrar en un debate de ideas, su ultima ratio, la que en verdad justifica a sus ojos el absoluto poder que han ejercido los Castro: Llevados contra las cuerdas, ya fuera de sí al no encontrar como responder a los argumentos racionales que se acumulan uno tras otro sobre sus irascibilidades, te espetan sin más ni más, con los ojos inyectados en sangre: “¡Pues si no te gusta, álzate!”. Con lo que nos dicen, ni más, ni menos, que si quieres poner en duda la legitimidad de lo que hay, de lo que existe, tienes que empezar por hacer exactamente lo mismo que hicieron quienes modelaron este presente: agarrar un fusil y emprenderla a tiros contra el gobierno y su gente, o poner bombas en cines, bibliotecas públicas o cabarets, no intentar llegar a comprender en común la necesidad de cambios, y que los mismos sean adoptados entre todos (actitud propia de mariconcitos).
Un argumento final que, por cierto, no solo he escuchado de labios pro-gubernamentales. Para el cubano promedio la violencia pareciera conservarse como el legitimador final del ejercicio del poder, al cual por otra parte se lo sigue considerando desde una perspectiva patrimonial. Ya que sin dudas la Colonia, y nuestra obediencia cazurra de entonces a su Majestad Real, o a su delegado Capitán General, sigue muy viva a 117 años de independencia de España.
No nos engañemos, para el cubano promedio, que raramente tiene la suficiente claridad mental para saber lo que quiere, primer paso necesario para pretender alcanzar a consensuar las decisiones sobre los asuntos comunes, y por tanto para el establecimiento de una real democracia, el asunto del ejercicio del poder es todavía y en lo fundamental cuestión de mostrar capacidad para acallar al Otro. Y esto no es el resultado del daño antropológico del castrismo, sino solo un empeoramiento de tendencias idiosincráticas que ya existían en la cubanidad antes de 1959, y que de hecho fueron las que pavimentaron los caminos que la nación tomaría a partir de esa fecha.
Una realidad cultural que, por cierto, condicionará la política del presidente Miguel Díaz-Canel, a medida que suelta cada vez más el andador que constituyen para él los viejecitos de la generación histórica.
Con la evidente aspiración al poder absoluto que explicitó en su último discurso ante la Asamblea Nacional (su derecho a intervenir en donde le dé su Real gana en asuntos de gobierno de este país), y de mantener las alianzas internacionales o el discurso pseudo-izquierdista del castrismo, pero sin el carisma que es el único recurso que puede asegurar en sociedades no muy avanzadas como la nuestra el poder político por encima de la superior capacidad para ejercer la violencia; sin relación directa con aquellos años en que el régimen castrista se demostró capaz de parar frente a un paredón, o hundir en las prisiones, a cualquiera; al aspirante a nuevo Líder Máximo solo le queda lanzar una ola de terror político para demostrarse ante sus súbditos capaz de hacer lo necesario para conservar el poder por encima de escrúpulos de conciencia.
El asunto aquí es hasta adonde pudiera llegar esa ola. Porque si bien en sociedades en que el control gubernamental ha llegado a ser total ese gobierno puede renunciar a tener que ejercer la represión explícita (prisión, torturas, secuestro, asesinato político, desaparición forzosa), para en su lugar ejercer una represión profiláctica, en que se le sale al paso al acto oposicionista cuando solo está al nivel de intención, ese no es el caso cubano actual. Más allá de insustanciales discusiones académicas la realidad es que Cuba ha dejado de ser el estado totalitario de 1976, en el que se podía tener el control completo de por dónde andaban las ideas de cada ciudadano, para convertirse en uno en que los CDR ya no funcionan, y en que el único recurso que queda para tener cierto control es una Seguridad del Estado que tampoco anda tan bien como antes (su ampliación desmesurada ha traído como consecuencia que sobre su productividad comience a actuar la Ley de los Rendimientos Decrecientes: la de que a más gallinas-segurosos en un gallinero-Seguridad del Estado, más mierda y menos huevos).
Miguel Díaz-Canel tiene que demostrar ahora a sus seguidores, y sobre todo al aparato represivo y al cuadro administrativo castrista que él es el Hombre, ese que puede asegurarles que todo seguirá igual, y que nadie podrá venirles a pedir cuentas por sus errores, por sus robos, o por sus violaciones a los derechos humanos de los ciudadanos; y por demás debe hacerlo en un momento en que el control totalitario sobre la sociedad cubana es algo del pasado. Combinación que no augura nada bueno en cuanto a los niveles que podría llegar a tomar esa ola represiva que insistimos deberá lanzar a medida que el poder real pasa a sus manos, proceso que todo parece indicar ya va bastante avanzado.
La situación, por su parte, también se complica con las crecientes restricciones para emigrar a EE.UU. Como en los setentas u ochentas la inconformidad ya no la tiene nada fácil para dejar el país, solo que ahora la causa de esa dificultad no está en las barreras puestas por el propio régimen cubano, sino en las interpuestas por lo países hacia los cuales el cubano podría escapar, primero que nada nuestro vecino norteño. Esto priva en bastante medida al Canelato de la válvula de presión de la que tan buen uso supo hacer el castrismo (el Gulag castrista fue de cierta manera Miami, si se estableció tan incruentamente en relación a otros países comunistas se lo debe al que aquí hasta 1965 se podía emigrar con relativa facilidad).
Hay también razones externas que parecen asegurar ese desmandamiento de la violencia represiva del Canelato: Sobre todo el espíritu autoritario, incluso fascista que ha comenzado a tomar la nueva época en que vivimos, en que ciertas medidas extremas, cruentas, tomadas para imponer un supuesto derecho, estatal, situado por encima de los derechos humanos, podrían no levantar los mismos niveles de escándalo internacional que hasta el otro día: Es evidente que Díaz-Canel tendrá las manos más libres en un contexto internacional en que presiden EE.UU. y Brasil dos enemigos mal solapados de la democracia, y en que en el mundo en general los autoritarismos están de moda, tanto en la europea Hungría, como en la India.
Sobre todo le será a Díaz-Canel mucho más fácil presentar una ola de terror cuando Donald Trump mete en campos de concentración a niños, o convoca a que dejen el país legisladoras de razas no blancas, sobre todo por lo críticas que han sido de su “administración”.
En general, Díaz-Canel está obligado, si quiere ejercer el poder a la manera de Fidel, a intentar recuperar los niveles de control totalitario de otras épocas. Lo que solo puede lograrse sobre un periodo de terror, semejante a aquel que vivió la sociedad cubana en los sesentas, en que a pesar de que era fácil emigrar y casi todo el que pudo lo hizo, así y todo los fusilados, o asesinados extrajudicialmente (que los hubo, sobre todo en el Escambray) fueron miles, y los presos políticos decenas de miles. Claro, un periodo ahora de mucho menor peso represivo, porque el estado actual de la sociedad cubana es uno infinitamente más encarrilable del que lo era en 1960: Quizás con cerrar todos los medios alternativos digitales en virtud del Decreto 370, y encerrar a unos cuantos periodistas o intelectuales en procesos amañados, o con mandar a prisión a figuras demasiado inmanejables dentro de la Oposición como el líder de UNPACU, o quizás hasta con adelantarles la muerte de manera reservada, ya todo se resuelva.
Lo cierto es que es bueno que comprendamos que ya estamos en tiempos oscuros, los de un nuevo régimen autoritario, con pretensiones a totalitario, que intenta establecerse: El Canelato. Y prepararnos mentalmente para lo que sin duda vendrá en los nuevos tiempos que vive Cuba.