Más tarde o más temprano, la pandemia, como tantas otras, terminará, quedará siempre de ella el recuerdo de las víctimas junto al dolor, pero solo en sus familiares y amigos más directos; durante un tiempo se homenajeará a sanitarios y a cuantos nos protegieron, pero solo una temporada, hasta los propios curados irán olvidando poco a poco su heroica aventura y sufrimiento, pues olvidar es una de las necesidades vitales del ser humano.
Toda tragedia social tiende un manto de olvido en el devenir cotidiano, porque, de lo contrario, el dolor sería insoportable. Si no olvidáramos, la inseguridad y la depresión nos consumiría constantemente. Mis experiencias personales me hacen pensar así.
Lo viví en la posguerra, donde la principal preocupación era sobrevivir y olvidar. El dolor era personal y, como mucho, familiar.
En la primavera de 1959, se celebraron unas maniobras frente a Coruña de la flotilla de destructores españoles. En una de las pasadas que el destructor José Luis Díez tenía que hacernos por la proa al destructor Escaño, el primero nos envistió en la amura de babor, y el Escaño, del golpe, se tumbó casi totalmente hacia el costado de estribor. El comandante, un capitán de fragata estaba en ese momento con el jefe de la flotilla, un capitán de navío, en el barco que nos envistió. Nuestro barco lo mandaba un capitán de corbeta, que era el segundo comandante, Lo primero que hizo este, ante el desconcierto, fue mandar tocar babor y estribor de guardia, que era lo correcto, pero inmediátamente, quizá movido por el terror, tocó abandono de buque La mayoría de los marineros saltaron anárquicamente al agua sin buscar siquiera protección de salvavidas ni esperar a que se arriaran las barcas balleneras de salvamento. Yo acababa de salir de guardia y estaba desayunando solo en el comedor. El segundo me mandó bajar rápidamente al pañol de proa para ver los daños. Subí al puente de mando y le dije que no había vía de agua, que solo cuatro planchas, de las robustas antiguas con remaches, estaban dañadas. No se fio de mí y bajó el mismo a ver los daños nervioso e inseguro. El barco se fue poco a poco estabilizando y los marineros rescatados. Al día siguiente, el jefe de flotilla nos visitó y se encerró con el comandante en su camarote. Al mismo tiempo, sin percatarnos de que estábamos encima, en toldilla, y podían oírnos, yo contradecía al segundo comandante por cuestiones de maniobra. Nos llamó el jefe de flotilla abajo, y todo el debate de lo que había pasado el día anterior fue la discusión e insubordinación que yo podía haber cometido al discutir con un superior. El error de la maniobra o sus responsables se olvidaron por completo.
En los dos años que navegué en un buque escuela de vela, tuvimos cinco temporales de los que pensamos no salir. Sin embargo, cuando pasaban, seguía la vida del barco como si no hubiera pasado nada.
Cuando como maestro o director tenía que aconsejar a unos padres con la mayor objetividad qué convenía más a su hijo si matricularse en el instituto o en la formación profesional, siempre me quedaba un complejo de culpa, porque con los años descubría que alumnos que no habían brillado en la escuela, al emigrar con sus padres a Cataluña, sobre todo, cambiaron completamente y se hicieron ingenieros, tres de ellos al menos.
Gestionar las crisis, tomar decisiones en puestos de responsabilidad es más complicado de lo que parece, porque son acontecimientos fuera de la experiencia normal e inesperados, y los seres humanos no somos máquinas.
De esta crisis, lo más llamativo y nadie critica es el hecho de que siendo la guerra bacteriológica un elemento ya utilizado y una amenaza presente y constante de las grandes potencias, todos los gobiernos del mundo no hayan tomado ya hace tiempo medidas de prevención que en este caso hubieran sido altamente eficaces ante la pandemia.
Si siendo la pandemias una amenaza histórica y permanente en el planeta en mayor o menor medida, piensen cómo estaremos preparados ante catástrofes posibles en las cuales ni siquiera se nos ha ocurrido pensar.