En su afán por la lectura; en encontrar por entre los libros y los documentos sueltos, cosas y casos que no le brindaba su propia vida de disminuido físico, basó y quiso darle sentido a su existencia aquel hombrecillo de edad indefinida, tan pronto y como dejó atrás sus años de infancia y juventud, de la cual, siempre solía decir que a él se la pasó, sin que ni se diera cuenta de ello.
A burro muerto, la cebada al rabo…
También tenía, aquel hombrecillo, muchas veces a flor de sus labios el dicho de que «A burro muerto, la cebada al rabo…» Allá por su Andalucía natal, donde tuvo que soportar muchas burlas y chanzas a causa de su menguado esqueleto y, en particular, por aquellos dos brazos, mucho más cortos de lo que era habitual en los demás humanos.
El deformado hombrecillo de nuestra referencia, en la ciudad andaluza de Lebrija, llevó por nombre el de Antonio; y era su apellido Solís el que compaña le dio toda su vida. Pero pese a la fama y popularidad que adquirió otro Solís, Juan Días de Solís, nombrado, lusitano de nación que tuvo que entrar a uñas de caballo en Castilla huyendo de las justicias lusas, al hombrecillo que intentó ser fraile y por su defecto físico no lo dejaron por más jergones que calentó en su ayuda al respecto una tía suya, madre prior de un convento de la localidad andaluza, al dicho hombrecillo no le gustaba que lo comparasen con aquel otro afamado Solís porque él sabía de su borrascosa historia privada.
Pero nada de todo eso fue inconveniente para que detrás de las estelas que en su día dejaron las naves mandadas por el lusitano don Juan Días de Solís, por aguas y tierras que lamía el gran río que él mismo bautizó como Río de La Plata, años más tarde, un pariente de otro afamado nauta Sebastián Caboto, un tal Pedro Caboto, veneciano, llevando como historiador práctico al hombrecillo tullido, fueron en una carabela bojando por aquellas aguas australes, esperando mejorar fortuna para sus bolsas.
De aquella expedición austral del pariente de Caboto y del tal Solís, en escritos del cronista don Bartolomé de Las Casas, se puede, con toda claridad, leer el testimonio que don Alonso de Santa Cruz, uno de los principales que también navegó en el dicho viaje, al parecer le dio al citado cronista don Bartolomé. Y aunque todo el testimonio aportado pueda tener una completa cabida en el mentado refrán de “que una vez el borrico está muerto, toda la cebada se le puede echar en el rabo, porque ya de nada le vale”, la anotación del cronista dice por sus reglones: «E allí vieron ciertos hombres marinos que se mostraban fuera del agua desde la cinta arriba, que parecía que tenían forma humana de hombres como nosotros en todo, y así la cara e ojos e narices y boca, y los hombros e brazos, e todo aquello que de fuera del agua mostraban. E destos vieron diez o doce dellos todos aquellos españoles que se hallaron en aquel río con el dicho Alonso de Santa Cruz, al cual se da entero crédito, porque es hombre de honra…».
Semejante relato, puesto en boca de un hombre serio, que encima testifica bajo juramento, fue asunto en extremo muy preocupante para los intereses de Castilla, puesto que los citados hombres marinos, a los que posteriormente por todos los lugares se decía montaban en caballos también marinos que les permitía desplazarse por la mar sin riesgo ni temor de tormentas, eran un peligro real en el caso de que se multiplicaran por mucho en aquel su país del río que llamaron de Los Monstruos, balizado de los siete grados y un tercio al sur de la línea equinoccial.
Dichos posteriores hablaban de que los hombres marinos que fueron avistados, por fuera de sus arcos y flechas, habían sido capaces de inventar una pólvora que aún mojada les servía en sus armas, haciéndolos hartos peligrosos y poderosos, quizás fue la causa que motivó que el sobrino de Caboto, el tal Pedro, junto a su inseparable amigo Antonio Solís, encontraran un armador que dispuesto estuvo para despachar otro navío poderoso hasta la dichas aguas sureñas; probablemente en la esperanza de hacer una alianza con semejantes y poderosos hombres, con los cuales muy bien se podía obtener una fuerza de suficiencia que permitiera harto poder para poner de rodillas a todas las coronas.
Fuera de los escasos escritos que cuentan la presencia de la nave de los dos amigos y el desconocido armador por puertos como el de Portobelo y Cartagena, poco más se sabe de la suerte que la dicha expedición tuvo por aguas de la desembocadura de Arroyo Negro, en la tierra Entrerriana. Pero lo que escrito quedó en una crónica posterior fue algo sobre cierto hombre marino, que salado y conservado, se exhibió por algunos puertos europeos en holgado negocio, que perfecta relación puede guardar con la desdichada suerte de aquel deformado Antonio Solís, cuya desgracia sirvió para que su mal amigo no diera su brazo a torcer sobre el dicho de que, semejantes hombres marinos, tan solo existieron en la imaginación calenturienta de los que pasaron a Las Indias.
De la mujer marina que también se exhibió en Cádiz en la nave de un comerciante, no hemos podido encontrar referencia alguna, aunque puede que alguna vez tengamos la suerte de hallarlo.
El imperio siempre crea sus miedos. Nunca nada es nuevo bajo el sol.
Salud y Felicidad. Juan Eladio Palmis.