Durante dos siglos se intentó sepultar el legado español en los Estados Unidos. Dice Julio Carlos González en su libro « La involución hispanoamericana » que en el país de las barras y las estrellas siempre hubo dos tendencias: La de reconocer a España como amigo y aliado por su ayuda y la independencia; o la de cesar las hostilidades con los británicos y reconocerse como una hermandad. Parece que ganó la segunda, con todo lo que ello conlleva; pues en el siglo XIX, tanto con México como con España hubo guerra (más bien invasión), y no interesaba tanto reconocer la herencia hispana tan evidente, que va más allá de migraciones actuales.
Sin embargo, pasado el tiempo, parece que en Estados Unidos por fin se empieza a valorar y reconocer esta identidad que forma parte ineludible de su ser, puesto que su territorio no sólo fue británico, sino también español y hasta francés.
El caso de Florida es paradigmático, porque no en vano, como conexión del Caribe y México, fue la primera piedra que los españoles pusieron para adentrarse en la América más septentrional, y donde constantemente se definieron las fronteras frente a franceses y británicos.
A día de hoy, no pocos cubanos hijos del exilio son quienes integran las sociedades históricas que dan voz y voto al alma hispánica de la Florida. Ellos, descendientes directos de españoles en muchos casos, y víctimas de la deshispanización castrista (ni la invasión estadounidense de 1898 pudo llegar a ese nivel), se reconocen ahora como hispanos en América, como vanguardia de un pueblo cautivo que lucha por su libertad y su identidad; y ojalá, pasado el tiempo y cicatrizadas las heridas, todo ello sirva para reencontrarnos y avanzar en una nueva unidad que nos afirme frente a la globalización del siglo XXI.
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