Un país sin huevos

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El hombre del día en el agromercado de la EJT de Tulipán era aquella mañana Marino Murillo, vicepresidente del Consejo de Ministros

 
Cola para comprar papa en el Mercado Agropecuario Tulipán y Bellavista (foto del autor)

LA HABANA, Cuba. -El hombre del día en el agromercado de la EJT de Tulipán era aquella mañana Marino Murillo, vicepresidente del Consejo de Ministros y timonel del Frankenstein  económico con que el gobierno de la Isla intenta mantenerse a flote. En una de las sesiones del en aquel momento aun inconcluso Congreso de la Asociación Nacional de Agricultores Pequeños, Murillo había comprometido a los congresistas  a aumentar sus producciones para consolidar el socialismo.
Murillo fue muy técnico; escueto pero preciso, rogando sin que lo pareciera, o tal vez como Pilatos cuando se lavó las manos,  dijo sin decirlo que la cosa, o sea el futuro de la nación,  estaba en manos de los agricultores. Por supuesto, la gente en aquella cola de cuatro en fondo y media cuadra de largo dentro del agro para comprar huevos, reía, reía. ¿Vio alguien a Henry Ford o a Rockefeller u otro de los grandes empresarios del mundo exhortar  a sus obreros a aumentar la producción para mejorar al país o para ganar una  guerra? En casos de trabajo over-time (tiempo extra) ¿cómo lo obtenían los empresarios? Y volvía la gente a reír.
Aparecido el corrosivo humor  cubano, alguien imaginó cuando al volver de La Habana aquellos congresistas cebaditos se comieran  un lechón asado, agarraran un taburete y recostados al tablado del portal, guitarra en mano, se pusieran a “bacilar” al también obeso Murillo. Quería el colega por parte de la romana aumentos de producción. Pues entonces que la pague, y que la pague a tiempo y de paso que se ocupe del petróleo para el motor del agua y  demás insumos, o que libere  la agricultura. Enseguida un viejito con un solo diente  recogió aquel texto en una décima con estrambote, y en medio de tan improvisada fiesta de la imaginación seguían apareciendo los agricultores desayunando con abundantes masas de puerco  fritas y almorzando gallinas en fricasé y asando lechones el domingo. Entonces, cada vez que al oscurecer se les aparezca en la casa un grupo con un par de botellas en plan de formar un quateque, estarán felices en el fondo de que se les pague mal y tarde, pues esto les ha permitido mantener arriba los precios de lo que venden por la izquierda y  tener así más tiempo para la guitarra y el  lechón y el engordar hasta tener que ser transportados en rastras como bidones de agua de cincuenta y cinco galones.
La cola no avanzaba por los colados de siempre, esos personajes que llegan a la cola a última hora y son introducidos para luego ellos mismos introducir a otros.  Al  menos cabía la esperanza de que con suerte los huevos alcanzaran para quienes habíamos vencido los primeros veinte metros. El otro lugar a donde con más frecuencia los traen a la zona es El Viso, de 26 (por Zapata), pero en El Viso ya a las tres de la mañana hay gente marcando por si vinieran. Desde años atrás el huevo, con los agujeros negros y lo que pueda haber después de la muerte, pertenece al misterio.  Y en la cola se recordaban de cuando, hace cincuenta años, en los días en que el gobierno se enfrascaba en la famosa zafra de los diez millones,  constituía la comida nacional junto a los chícharos y el arroz blanco. De tanto comerlo, se había vuelto odioso y hasta los perros se negaban a seguir siendo alimentados con huevos. Puede que por eso, vitoreando a Fidel, se les tiraban a quienes se iban del país. Enigma semejante y más grave por razones de precio, es la carne de cerdo. En aquel entonces a cuatro pesos cincuenta centavos la libra de pierna y hoy a veintiocho y a treinta y dos pesos cuando no escasea. Algo más recordaba compungida una mujer elegante volviendo al huevo de la nostalgia, en aquel entonces costaban cinco centavos. Ahora, sin siquiera tener una segunda yema,  te cobran un peso diez centavos por huevo.
Del humor, la gente estaba pasando a la amargura, y a lo que con la amargura suele llegar. Entonces les dio por pensar en el vergel cucalambeano en el cual se transformaría  aquel agro desprovisto de la noche a la mañana si a Murillo, volviendo a la realidad, le diera por pronunciar las palabras mágicas. Sólo faltaba que se acabaran los huevos para que en la cola se produjera una explosión. El viejito con un solo diente volvió a cantar su celebrada décima, pero esta vez nadie  aplaudió. Había pasado el momento de la broma.

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