¡¡LUMBRE A LA PROA!!  

Cuando Juan Rodríguez entiende que él va a ser uno de los muchos que sobre las naos van a darse mar, la presencia de excelentes pilotos, según los comentarios de aquellos marinos que los conocían, calman un tanto sus miedos, y se pone de inmediato a pensar en un regreso de fortuna, donde su mujer e hijos vivan con la holganza del que posee riqueza para su mantenimiento.
Pronto se dan a la vela. Juan se siente tranquilo porque la nave en la cual ha sido asignado la capitanea uno de los mejores marinos de aquellos tiempos y lugar. Le llaman don Martín Alonso Pinzón. Hombre de los de pelo en pecho sin resquicio alguno para la cobardía. De maestre de la misma, navega su hermano don Francisco Martín Pinzón. Y el piloto que en virtud de su mayor juventud, vista y pulso firme “baja el astro”, se llama don Cristóbal Quintero.  Todas gentes de Palos, de Huelva, que tienen fe en el viaje y saben que la mayor honra les aguarda.
Porque la mar quiso, les dio el abrigo de su camino blando. Se fueron por ella adelante, y cuando dejaron por sus popas las islas de La Canaria, Juan juró una mañana a cuantos quisieron oírle y escuchar, que la noche de anterior durante su guardia, vio una enorme serpiente que se acercó hasta la carabela «Pinta», la estuvo oliendo, y cuando parecía que se la iba engullir abriendo su tremenda boca, se hundió en las aguas profundas, porque él ya dejó de escuchar su terrible silbido.
En la mañana de aquel octubre, el alguacil Juan Reynal, paz tuvo que poner antes de que el asunto llegara hasta el capitán, en la acalorada discusión que mantuvieron el marinero gaditano Pedro de Arcos, con el despensero García Hernández, por causa de una tonina que el marinero sacó de la mar y no dio cuenta de ella, salándola de escondite para comérsela.
Aunque los meses de la calor su paso habían hecho, los tiempos estaban siendo cada vez más atemperados y muy buenos. Tanto, que llegado el mes de octubre por su día once, a jueves que dijeron que era, Juan Rodríguez, a la media noche de aquella singladura, de guardia entró como de costumbre, aligerado de toda ropa de abrigo como si de pleno verano de su tierra se tratara.
El grumete Alonso de Palos, es visto por Juan Rodríguez desde lo alto de la cofa, como se dirige a la popa de la nave para avivar el fuego del fanal, que sirva a las otras dos naves que atrás se quedaron y durante el día de anterior no se dejaron ver por los amplios horizontes.
De pronto, algo distinto le parece ver por la proa. Duda y se apresta. Bien puede ser que la lumbre de la popa ha sido atizada por el viento emitiendo un resplandor. Sigue muy atento, en tensión. Y cuando su mente lo registra, tarda unos segundos en gritar con todas las fuerzas de su garganta:
    ¡¡Lumbre a la proa!!
Cuatro fueron los jinetes que a fuerza de leva llevaron a la mar a Juan Rodríguez Bermejo, y sin saberlo lo escogieron para que fuera el primer hombre del Viejo Mundo cuyos ojos avistaran por la primera vez lumbre de aquellos otros hombres, que más de ochenta años necesitó el clero vaticano para encuadrarlos, en virtud de su gran ciencia, en el género humano, y que vida hacían en otro Mundo Nuevo e ignorado al conocimiento de los cristianos.
Luego, fueron otros los hombres que trataron de confundirlo y hacerle ver que no fue él el primero en avistar la lumbre, porque desde otra nao horas antes se le adelantaron. Su capitán, Don Martín Alonso, lo defendió y apoyó en contra de los mentirosos bailaguas. La carabela Pinta tuvo que aguardar noche y día a que la nao capitana y La Niña se abarloaran con ella. Nadie pudo adelantarse en la visión a Juan Rodríguez. Por una vez la suerte había tropezado con él, pero quieren los poderosos arrebatársela.
Hay honores y dineros de por medio. Juan lucha con las fuerzas del que poca voz tiene para ser escuchado. Y el Almirante de la Mar Ocena impone que fueron sus ojos los que por primera vez avistaron la lumbre, como bien da testimonio de ello un criado suyo.
Juan Rodríguez no puede ni debe conformarse. Por su interior campea la rabia y la pena. Cuando regresa a Lepe no quiere que nadie lo vea. Llega hasta su casa abrigado por las sombras de la noche. Su mujer lo estaba aguardando en un presentimiento. Con los pocos dineros del viaje, ambos cogen a sus hijos y se marchan para siempre de vivir del lado de unas gentes que solo los han llenado de injusticia.
Luego, fue visto por el norte de África. Abjuró de su creencia cristiana y se abrazó con fuerza al Islam.
El Nuevo Mundo comenzaba a dar sus bellos frutos, que los infectaban y pudrían los hombres.
Salud y Felicidad. Juan Eladio Palmis.

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