El monumento

José Gabriel Barrenechea.
Le cuento periodista:
¡Qué íbamos a imaginarnos que él andaba por estos rumbos! Eso fue por allá por 1968 o 1969, y aquí estábamos consagrados de a lleno en lo de los diez millones de la Zafra del 70. Me acuerdo que no mucho antes había pasado por aquí aquella brigada tumba montes del ejército, con sus buldóceres y aquellas bolas de hierro que traían atrás, agarradas con cadenas gordas como brazos de guajiro tronquetudo. Habían dejado limpio lo que quedaba de monte, y entre nosotros y una movilización grandísima de gente que se trajo de La Habana sembramos todo aquello en un día. La verdad que no muy bien, como después se supo cuando mal nació la caña, pero bueno, lo que valía era la intención, y contri más si era revolucionaria.
En todo caso, periodista, la culpa de lo de la caña no fue de nosotros y ni tan siquiera de los habaneros, sino de la gente esa del ICAIC que vino a filmar la movilización y se empeñó en que nos bajáramos de los camiones desde un kilómetro antes. Para que desde tan lejos saliéramos a todo correr y gritando ¡viva Cuba libre! para arriba de las pilas de caña y de los surcos, como en una carga al machete. Corredera que, por hache o por be, hubo que repetir cuatro o cinco veces, y así cuando le metimos de verdad el brazo al trabajo ya no había ni gandinga, ni ganas para hacer algo bien…
Pero para no hacerle el cuento muy largo periodista, con detalles que no vienen al caso: Él mismitico en persona se nos apareció al otro día de la movilización… o par de días después, o a la semana, que al cabo de tantos años ya no me acuerdo muy bien. Venía al timón de un yipi ruso, con su chaquetón, sus espejuelos y un mocho de tabaco agarrado entre aquellos dientes suyos, grandes y saludables como los de un caballo de buena raza.
-¡Fidel, es Fidel carajo!- Gritó el viejo Alipio, que fue quien primero lo reconoció.
Venía de allá de en vuelta de Tumbalaburra. Tremendo chofer debía de haber sido para llegar por ahí sin atascar el yipi, que por ese camino ni aun en tiempo de seca hay ser humano parido y criado atrás de un timón capaz de atravesarlo sin atascarse. Pero bueno, en un final él no era como nosotros. Él tenía su cosa de fuera de este mundo, sabe. Si hasta dicen que no sé cuántos miles de veces los americanos quisieron matarlo y no pudieron. Yo, a la verdad, no creo mucho en esas cosas de sobrenaturalidad, porque yo he pasado muchos cursos de marxismo y ahí te explican que esas cosas no existen, que solo hay materia, fuera e independientemente de la… Pero a la verdad, eso del marxismo funciona para la gente normal, como usted y como yo, periodista, no para él, que tenía su cosa, sí señor.
Yo lo vine a ver cuántico y más parqueo el yipi frente a la casa de Merencio Capote, el del INRA.
-¡María Purísima!-gritó la vieja Pascuala antes de quedarse sin voz, en el preciso momento en que yo atravesaba la puerta de mi bohío de entonces, no de esta modesta casita de techo de placa que me hice gracias a la Revolución, y no, periodista, a resultas de vender ajo en el mercado negro, como por ahí anda diciendo el lengua de trapo ese del nieto de Eleuterio. ¡Habrase visto!, a mí que hasta una vez me llevaron al municipio para que Machado Ventura me diera un diploma por mi dedicación a alimentar al pueblo…
Periodista, yo quiero que usted entienda eso que le llaman el contexto de aquella visita.  ¿Usted se enteró de lo que pasó por Villa Clara cuando fueron a entrevistar a la familia de la ciclista esa muy mentada ella, Yordanka, que tantico y nada más sentir el yipi todo el mundo en la casa se mandó a correr y se escondió en el marabú? Pues si eso fue así, ayer mismo como quien dice, imagínese por un momento cuánto más cerreros éramos nosotros por el año 68, o 69. Le aseguro que si muchos de los que sintieron el yipi no se mandaron a correr para el marabú fue porque por entonces esa mata casi ni se conocía, y porque desde lejos se veía que el pasajero era un militar. Que a la verdad los guajiros siempre nos hemos sentido más a gusto con visitantes militares que con poblanos finos y resabidos como usted. Tal vez sea porque en un final uno sabe que los militares, por lo menos en este país, siempre han sido gente de campo.
Y, claro, cuando por fin el yipi estuvo lo bastante cerca para reconocer a Fidel, ¡que íbamos a correr ya! Porque si de alguien los montunos siempre hemos tenido razón para estar orgullosos ha sido de él: Mírelo de dónde era nada menos, sino del campo remontado, remontado, allá en lo último de Oriente, y así y todo le cantaba las cuarenta en su cara a la gente de las poblaciones; y hasta en La Habana, donde no hay vergüenza, lo trataban de doctor.
Pues el caso, periodista, es que él se nos bajó del yipi en medio del caserío y le pasó el brazo por encima del hombro a Merencio y recorrió todo aquello como si tal cosa, saludándonos a todos, haciendo preguntas de la producción y de las bibijaguas, y explicándonos de paso la mejor manera de poner las pencas de guano en los techos o de cómo acordonar las botas rusas nuevas que habían mandado por el CDR, y al minuto ya todos nos habíamos desencogido y lo oíamos como a Dios Padre que hubiera tenido la condescendencia de bajar a visitar a unos guajiros tan ignorante y tan poca cosa como nosotros.
Tan ignorantes, hay que admitirlo, periodista, que por ejemplo nunca hemos podido acordarnos bien, bien, de cómo es que Fidel decía lo de techar con las pencas al revés, porque cada vez que lo hemos intentado no nos ha funcionado.
-Comandante, venga para que se coma unas masitas de puerco asado-lo invito Eleuterio, que esa mañana acababa de matar un animal por el santo de su muchachita más chiquita, Yipiliana.
Y allá, al patio de Eleuterio nos fuimos con el Comandante a la cabeza.  Fidel se sentó en la punta de una mesa larga, larga, que se armó con las de todas las casas del caserío. Enfrente de él y al alcance de su mano se colocó la bandeja con el puerco asado, y un poquito más atrás un par de calderos grandes y de hierro llenos de arroz congrí y yuca salcochada. Nosotros nos acomodamos en las sillas, o parados alrededor, y alguno que otro hasta se trepó en las matas de ateje. De más está decir que ninguno de nosotros comió nada, de lo embobados que estuvimos con sus palabras.
Fidel se quitó el chaquetón y lo puso en el espaldar de su asiento. Luego empezó a hablarnos de las cosas grandes que la Revolución estaba por hacer en los campos de Cuba, y sobre todo en esta zona de nosotros, que era especial, nos dijo, para la crianza extensiva del reno, y que por eso él ya había puesto el dinero y hasta un avión especial para ir a buscar algunos pares de cría al Canadá. También comunicó que a alguno de nosotros nos iba a tocar viajar a Rusia, para aprender cómo tratar con los tales animalitos.
Fidel, de más está decirlo, hablaba y comía al mismo tiempo. Y ambas cosas con esa energía, con ese entusiasmo tan suyo, que además de tenernos lelos dejaba al mismo tiempo grandes partes del puerco asado reducidas a pellejo tostado y huesamenta limpia.
Recuerdo que en un momento determinado Eleuterio, asustado por la buena boca del Comandante, pero eso sí, muy comedido, le susurró bajito:
-Pero Fidel: coma congrí, coma yuca, mire que está blanditica…
A lo que el Comandante, entre bocado y bocado, y mientras nos explicaba la manera correcta de descuerar al reno, respondió con su voz de trueno:
-Eleuterio: usted me invitó a comer masas de puerco, no yuca ni arroz congrí.
Me dice mi mujer que de ahí le vino la veta de desafecta a la mujer de Eleuterio, Antoñica Derecho; y que si ahora Yipiliana anda por allá por la capital, escribiendo en internet oprobios en contra de la Revolución, la culpa la tiene aquel día en que Fidel, él solito, le comió el puerco que sus padres le habían engordado para su santo.
Pero es que bueno, periodista, así son las cosas: Fidel era como nosotros, los guajiros, que según afirman ustedes los poblanos comemos en caldero. Solo que como cien veces cualquiera de nosotros, porque él estaba mucho más para allá de cualquier medida humana natural. Era un hombre… extraordinario es la palabra, tan grande que había que levantar mucho la mirada para llegar a aquellos ojos suyos, que te traspasaban de vuelta en un segundo. Un hombrón bien plantado que según dicen que dijo el escritor aquel amigo suyo, Grabiel Márquez… Grabiel García Márquez, anjá, una vez se comió 18 bolas de helado. Pero bolas de helado de verdad, no de esas chiquiticas que nos venden a los cubanos ordinarios en los copelitas.
Fue como a las dos horas que, después de parar de pronto de comer y de hablarnos de las maravillas que estaban por venir, Fidel nos contó que tenía asuntos muy importantes de que ocuparse, vitales para que los diez millones de la Zafra del 70 fueran. Se paró entonces y salió andando con aquellas zancadas suyas que lo obligaban a uno a correr para poder seguirle el paso. Se montó en el yipi ruso y lo enfiló a toda velocidad para allá para la vuelta de Remangalatuerca, por el camino nuevo que habían dejado abierto los de la brigada tumba montes.  Atrás, y entre la nube de polvo, iba a todo correr la vejiguería del caserío, que ni se les veían las patas.
Fueron ellos, por cierto, o más bien los dos o tres que siguieron al yipi hasta más para allá del crucero de ferrocarril, quienes trajeron la noticia:
-¡Corran, corran, caballero, que Fidel se bajó a cagar en el platanal de Bartolo!
Al principio claro que aquello nos pareció una falta de respeto. Mire, se me erizan los pelos todavía al acordarme del cocotazo que Alipio le sonó a su muchacho cuando se le puso a mano. Sí, sí, periodista, a este mismo otro Alipio que usted ve ahí. Detalle usted en ese bulto que tiene en la calva: Pues es el chichón, que cincuenta años después no se le ha acabado de bajar. Hay quien dice que a resultas de ese golpe no llegó a ministro de cultura, porque de chiquito y antes del trastazo improvisaba poemas de lo más lindos.
-¡Que falta de respeto es esa, vejigos culicagados!-me acuerdo que gritó por otro lado Nicanor, mientras echaba mano de su plan.
Pero no, la cosa no pasó más allá de la jaladera de machete y el cocotazo de Alipio: Fue Merencio quien primero se dio cuenta del tremendo privilegio que significaba el que Fidel hubiera venido a cagarse nada menos que en nuestra comunidad. Merencio, periodista, que hay que reconocer que para esas cosas de la Revolución fue siempre quien tuvo más vista de todos nosotros:
-Pero a ver, ¡aguanta Alipio, cojones!, ¡guarda ese machete, Nicanor!, a ver muchachos… ¡No lloren más, carijo!, llévennos hasta allá…
Tenga cuidado ahora ahí en esa zanja, periodista. El platanal de Bartolo no era tan grande, me parece que no llegaba ni a las 300 matas de plátano. Nada que ver con este de ahora, con riego por goteo y matas seleccionadas por los compañeros de un centro de investigaciones de aquí de la provincia. Me acuerdo que cuando aquel día llegamos hasta aquí ya era media tarde, entre las cuatro y las cinco…
Allí a la vuelta, en el mismo medio del platanal, encontramos los mojones de Fidel: usted verá. Tan recientes que todavía echaban humito. Debo reconocer, periodista, que yo nunca en mi vida había visto, o he vuelto a ver, unos mojones tan bien parecidos como aquellos. Bien hechos, de un color saludable, enredados de manera que si no hubiéramos sabido lo que íbamos a encontrar los habríamos confundido, de seguro, seguro, con un maja de santa maría.
No crea, periodista, si en la cabecera municipal le vienen a decir que el monumento fue una directiva de tal o más cual comisionado municipal, o una recomendación del compañero del regional del partido. No, esto fue idea de nosotros; de todos y de nadie en particular. Y lo levantamos esa misma tarde-noche, alumbrándonos con los focos del yipi willy de Merencio.
Mire, aquí lo tiene. ¿Imponente, verdad? ¿Los materiales? Los ladrillos los reunimos entre todos. El cemento lo puso Merencio, de una asignación del INRA para construir una cochiquera. Y los cristales, de los parabrisas de unos tractores que se quedaron por allá abajo, atascados en los pantanos del plan de producción de frijoles que no funcionó nunca por lo del Bloqueo.
Los mojones los levantó Nicanor con una plancha de acero. Tuvo que ayudarlo Alipio, sabe. Recogieron parte de la tierra que tenían abajo, para que no fueran a perder la forma en que los encontramos. Mire aquí, ¿ve?, lo hicimos tan fuerte porque entonces todavía no habían pasado por la televisión El Hombre y la Tierra, y nosotros confundíamos a los renos con los búfalos. Que usted seguro sabe, periodista, que si son unos animalazos grandes y poderosos. Teníamos miedo no fuera a ser que un día los bichos aquellos se descarriaran del plan que Fidel planeaba poner y en una estampida lo rompieran todo. Mire, mire: es a prueba de tanques de guerra.
Y sí, yo sé que hay quien niega que haya sido Fidel quien estuvo aquí aquel mediodía, que cómo era eso posible de que Fidel anduviera solo y sin escolta, o que se quitara el chaquetón en público. Hasta en el Comité Central lo dicen: que si un guasón fue quien estuvo aquí… O como aquellos habaneros desvergonzados, que en los ochentas estuvieron movilizados por  acá y un día se pusieron sacarnos la cuenta de que si por esos días Fidel había estado haciéndose el santo en África, o sacando un doctorado en Leninismo por Moscú. Todavía deben de dolerles los planazos con que los sacamos de aquí.
Nosotros sabemos bien, periodista, lo que hablan bajito los envidiosos de Tumbalaburra, o de Remangalatuerca. Solo le voy a decir esto: Aquí todos nosotros hemos estado, estamos y estaremos convencidos, desde el más revolucionario hasta el más gusano, desde Merencio y Alipio hasta Yipiliana y el nieto de Eleuterio, de que fue el mismitico Fidel quien cagó esos mojones que usted ve ahí.
Por eso fue que levantamos este monumento, compañero periodista, para recordar aquel mediodía en que Fidel estuvo con nosotros… unos montunos tan poca cosa y tan ignorantes.
Que si algo somos, periodista, es gracias a él.

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