El drama tuvo lugar el 1° de mayo de 1961 en el río de Camajuaní

Foto: El río de Camajuaní Cuba.

París, 29 de abril de 2020.

Querida Ofelia:

El 1º de mayo de cada año se conmemora el Día Internacional del Trabajador en homenaje a los «Mártires de Chicago», así denominado un grupo de sindicalistas anarquistas que fueron ejecutados en 1886 en Estados Unidos por realizar un reclamo laboral.

Pero a mí cada primero de mayo me recuerda el del 1961, cuando Joseíto murió en el río de Camajuaní, con sólo 14 años de edad.

Joseíto y su hermana habían nacido de una pareja formada por Alberto, un hombre de bien y de Sixta, una mujer a la que le dio por la bebida, lo que la llevó directo hacia la mala vida.

Alberto agonizaba a causa de la tuberculosis y era víctima de los malos tratos de Sixta, hasta que una vecina lo informó a la familia de él. Las sobrinas se escondieron en la casa de la vecina a esperar que llegara la esposa borracha como cada día, procedente del prostíbulo de Majana. Efectivamente, comenzó a insultar y golpear al pobre enfermo. Inmediatamente las sobrinas de Alberto entraron en el humilde cuarto y le dieron una buena monda en presencia de los dos niños.

La niña fue adoptada por la familia de un médico y el niño fue a parar al orfanato que se encontraba en la carretera entre Santa Clara y Camajuaní, cerca de la Universidad Central, gracias a las gestiones de mi padre con el senador Orencio.

Alberto murió poco después de tuberculosis, acompañado hasta su último suspiro por Doña María, su querida madre.

En 1958, la directora del orfanato informó a mi padre que el niño debido a su edad tenía que abandonar el lugar. Existían dos posibilidades: la que regresara a vivir con su madre en el prostíbulo o la de que alguien lo adoptara. Esto último fue hecho por mis padres y así llegó a casa. Mi hermano y yo tuvimos de pronto un hermano mayor. Se le preparó una fiesta para recibirlo. Pero pronto Joseíto debido a su agresividad, convirtió nuestro hogar no en un Infierno, sino por lo menos en un Purgatorio. Insultaba a mis padres y nos golpeaba a mi hermano y a mí, robaba y lanzaba piedras a las ventanas de los vecinos. Mantenía un comportamiento inadmisible.

Hoy con la distancia de más de medio siglo, estoy seguro de que un buen psicólogo lo hubiera ayudado enormemente. Cuando me enteré de que lo iban a entregar a su madre, para él y para mí fue un drama enorme. Me entró a puñetazos, acusándome de que yo era el culpable. Yo tenía 9 años y el 12. Pero no le culpo. Fue un niño que vivió los primeros seis años de su vida en un cuarto de un solar con una madre prostituta alcohólica y un padre enfermo. Después pasó seis años internado en un orfanato, que para él fue una cárcel, pues nunca nadie lo sacó a pasear, ni tampoco su madre fue a visitarlo. Ahora llegaba a una familia normal en la que se le recibía con los brazos abiertos, pero él no había sido preparado para ello. No conocía los códigos sociales, no sabía comportarse como un niño normal.

Yo me he preguntado numerosas veces: ¿Cómo habrá vivido en el Orfanato? ¿Qué experiencias habrá tenido allí? ¿Alguien habrá abusado de él? La víspera de su partida hacia Santa Clara para reunirse con su madre, con la maleta que ya estaba hecha con toda la ropa y zapatos que mi madre le había comprado (ella le había puesto hasta las sábanas, fundas y toallas, pues no estaba segura de que dormiría con sábanas y tendría toallas para secarse, como Dios manda), llegaron a casa Renato y Mercedita, dos viejos amigos de mis padres. Ellos habían oído hablar del niño y de las complicaciones que había provocado su llegada a nuestra casa. No tenían hijos y estaban dispuestos a adoptarlo.

Joseíto estuvo de acuerdo, y esa misma noche se fue a vivir con sus nuevos padres adoptivos. Renato tenía un camión de transporte interurbano y Joseíto lo acompañaba siempre sentado a su lado. Al fin fue feliz, se convirtió en el rey de la casa. Cuando Renato transportaba mercancías hacia La Habana, entre 1959 e inicios del 1961, Joseíto iba a visitarnos. Se convirtió en un niño de comportamiento normal, amado y feliz. Recuerdo que me regaló un disco de 45 r.p.m. con la canción Ansiedad, cantada en español por Nat King Cole, pues sabía que ese cantante gustaba a mi madre. Su timidez le impidió ofrecerlo a ella directamente. Pero una llamada telefónica en la tarde del primero de mayo de 1961 se nos comunicó la terrible noticia. Joseíto había pedido permiso para ir en un camión a la manifestación que tendría lugar en Santa Clara. Como no lo autorizaron, después de merendar se había ido sin permiso con un amigo a bañarse al río, resbaló en la orilla y su cabeza golpeó contra una piedra; cayó al agua y la corriente se lo llevó hasta la otra orilla. El otro chico desesperado corrió hasta el bohío cercano de unos campesinos, pero éstos constataron que su joven cuerpo ya no tenía vida.

El campesino lo llevó en su viejo caballo a la Casa de Socorros de Camajuaní, donde certificaron la muerte. Para Renato y Mercedita fue un drama enorme. Ese día, en casa, fue la primera vez en mi vida que vi llorar a mi padre. Éste dio la noticia a Sixta, la cual se apareció borracha al entierro y se lanzó sobre el ataúd dando gritos.

El primero de mayo en Francia se regalan lirios del valle a los amigos y familiares para desearles felicidad. Cada año pongo unos junto a una vela que enciendo por el alma de Joseíto, de Alberto y de Sixta, a la cual imagino que Dios, con su infinita misericordia, haya perdonado.

No he logrado recuperar una copia de la foto que mi madre sacó en el Estudio Muro a Joseíto. La recuerdo en un álbum de fotos de la familia y en la pared de la sala del hogar de Renato y Mercedita.

Un gran abrazo desde la bella Francia, donde estamos confinados 67 millones de personas a causa del coronavirus. Cuídate, quédate en casa, evita contagiarte y contagiar a tus seres queridos,

Félix José Hernández.

Nota bene: Esta crónica aparece en mi libro «Memorias de Exilio». 370 páginas. Les Éditions du Net, 2019.  ISBN: 978-2-312-06902-9

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