El capitán del cielo

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Por: Juan Eladio Palmis Sánchez

La crónica de lo que aconteció cuando la gente española, en su inmensa mayoría se marchó a las Indias a seguir pasando penas, y a verlo todo igual, aunque con muchos menos frío que en la Península, es un hecho que es de suponer para el siglo que viene esté superado, y se dejen de lado las fanfarrias de caballería, de cultura, civilización y demás gaitas con ancas de rana incluidas.

El llamado imperio español fue un imperio de “funcionarios” con tan solo los dos estilos que imperan en el funcionariado español, o bien de aquellos que tienen las mesas limpias como un jaspe sin ningún tipo de papel sobre ella, y con una tremenda cara de aburrimiento, soportando la tremenda desgracia que otorga el tener el sustento asegurado de por vida. O bien aquel otro que tiene la mesa llena de papeles a rebosar, pero que si vuelves a saludarlo cinco años más tarde, están los mismos papeles sobre el mismo lugar, y a él tan solo le ha envejecido el gesto de aburrimiento en su cara, por la misma causa que le incide al que tiene la mesa limpia de papeles.

Más o menos en la generalidad del funcionariado español y en el que marchó a las Indias, nos encontramos la misma tipología. Y en lugares como en Filipinas donde se acentuó la distancia, el no hacer nada, el morir, el hambrear y el vivir plenos de miseria en una tierra riquísima en recursos, fue el denominador común que te encuentras en la lectura de la crónica de aquellos avatares, donde lo único que no faltó, como ahora, fue vino para celebrar misa.

Nadie quería hacer nada salvo esperar que le llegaran recursos, y desde el Capitán del Cielo o de las Nubes, como le decían los naturales de Las Indias al que mandaba en las nubes y en lo azul, hasta el rey y el último funcionario, sería curioso conocer la lista de los que murieron si pegar un palo al agua, en espera de que “alguien” trabajara por ellos desarrollando cualquier oficio.

Un fraile de los que cuando llegó la oportunidad se puso del lado de los de su lado; es decir, de los nativos de allí contra los que no paraban de llegar en patera pero armados: los españoles, Vicente de Santa María Martínez, que supo leer y escribir y algunas cosas más, dejó la vida para la segunda decena de años del mil ochocientos, pero antes en sus andanzas por la Sierra Gorda o Madre, que fueron probablemente las condicionaron el pasarse el voto de obediencia por su compañones, y enfrentarse abiertamente a los invasores españoles, dejó escritas en su crónica verdaderas perlas en reflexiones lógicas, que ahora ni las queremos atender.

El citado fraile, en sus andanzas por la zona mejicana de Tamaulipas, se encontró con un nativo de la tribu Mariguán (nada que ver con la mariguana) que ya estaba hasta el rabo de tratar con los españoles, de los cuales había aprendido su lengua. Y más o menos le dijo al fraile: “Nuestra desgracia consiste en que no todos hablamos el mismo idioma, y, por eso solo, sin otra razón, nos peleamos tantas veces. Los que hablamos una sola lengua rara vez nos peleamos…”

El dicho del nativo conlleva una realidad apabullante, y aunque semejante reflexión positiva y real, pueda tener excepciones, la lengua nos une a las gentes, nos hace entendernos mucho mejor que a base de intérpretes y manotazos. Pero, claro, cuando se quiere coger el rábano por las hojas, los que quieren vivir del cuento del Capitán de las Nubes, lo primerico que intentan es imponer una lengua propia, pero solo a nivel de su grupo.

Por tanto, si al imperio español le sumamos al funcionariado el hecho de las muchas lenguas que se fueron al otro lado de la mar, el resultado está, no en la crónica triunfalista, sino en la realidad de un imperio de hambre y necesidad, con un porcentaje elevadísimo de miseria.

Y a todas esas dificultades añadidas de generar sociedad, le llamamos cultura propia.

Salud y Felicidad. Juan Eladio Palmis

  1. FALTAR POCO
    Me falta muy poco
    para ser, totalmente,
    un humano;
    un vecino más del todo,
    porque todavía
    se me hace cuesta arriba,
    no soporto la indiferencia
    por la patera,
    ni le bailo aguas al cura panzón,
    ni al cofrade,
    ni al concejal,
    ni al alcalde;
    ni me gusta,
    con o sin guitarra,
    la misa cantada,
    ni cuando sale la procesión,
    o se recoge.
    Y sigue sin gustarme
    eso que suelen exigir
    de tener y poner
    aspecto de piedad
    para salir en la foto.

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