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Con Titi, el elvispriveliano de Santa Clara, en Amsterdam

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Foto: El Parque Leoncio Vidal de Santa Clara, Cuba.

París, 12 de mayo de 2020.

Querida Ofelia:

En este segundo día de desconfinamiento, fuimos a pasear a orillas del lago del Bosque de Vincennes. Ha sido un día soleado y hemos sentido un gran placer al estar al aire libre en medio de la naturaleza, después de 55 días confinados en nuestro apartamento a causa de la pandemia de coronavirus.

Te contaré sobre el último día en la bella Amsterdam y nuestro encuentro con Titi.

Llamamos la noche anterior por teléfono desde el hotel a Titi, se puso muy contento al saber que estábamos en Amsterdam y nos dimos cita para almorzar y pasar la tarde juntos al día siguiente.

Nuestra última mañana holandesa la pasamos en el Rijksmuseum (Museo Nacional). Es un gigantesco museo, en ese momento en restauración general y por tal motivo, las obras principales habían sido acumuladas en unas veinte salas abiertas al público. Posee una extraordinaria colección de obras de arte holandesas de los siglos XV, XVI y XVII, que habíamos podido admirar en nuestra última visita en el ya lejanísimo 1984. El Museo Nacional fue fundado en el 1808 por orden de Louis Bonaparte, hermano del emperador francés, para presentar los 225 cuadros que poseía colección nacional en aquel momento. Me llamó la atención la belleza del «Busto de un desconocido» de Hendrick de Keyser y el «Retrato de niña vestida de azul» de Johannes Cornelisz. Este último consiste en una niña de unos diez años vestida como una gran dama, con abanico de plumas, encajes en el cuello y mangas, elegantemente enjoyada. Se pueden admirar cuadros de Rembrandt y Van Gogh, pero de ellos ya te hablé en una crónica anterior. Lo más impresionante fueron los cuatro cuadros de Johannes Vermer, pintor que sólo hizo unos treinta en toda su vida. «La lechera» es para mí el más bello, muy realista. Uno se queda frente a ella como esperando a que la jarra de leche acabe de vaciarse; los colores y la luz que penetra por los vitrales de la izquierda dan un encanto muy especial a esa obra magistral del gran Vermer.

Vermer nació en 1632 en Delft, ciudad famosa por tener tantos puentes como días hay en el año. Aún hoy día no se sabe nada a ciencia cierta sobre su formación intelectual. En 1653 se casó con la una chica católica proveniente de una familia riquísima llamada Catharina Bones, con la cual tuvo 11 hijos. El gran pintor no logró vender ni un cuadro en vida, se vio obligado a alquilar su casa, se cubrió de deudas, como muchos de sus contemporáneos y, al morir en 1675, dejó a su esposa e hijos en las garras de los usureros.

¡Frente al museo, nos encontramos con Titi! Altísimo, más seis pies, de piel canela, pelado muy corto (¿a dónde fue a parar la cabellera negrísima?), delgado, sus ojos negrísimos poseen una mirada triste que se pierde en las grises nubes de las tardes holandesas. Vestía elegantemente, al estilo Burberry’s, lo cual le daba un aspecto de gentleman británico.

En enero de 1959, Titi vivía con su madre Mima en la Calle San Pedro, a unos pasos de la Terminal de Ómnibus de Santa Clara. Era un chico de 16 años lleno de alegría de vivir, apasionado por todo lo que fuera americano. Su cuarto estaba cubierto por posters de películas americanas y fotos de artistas: «Gigante», «Rebelde sin causa», «Al este del Edén», «Un tranvía llamado deseo», etc. Las fotos de Rock Hudson, Marlon Brandon y James Dean, decoraban la pared detrás de su cama, alrededor del altarcito donde se encontraban La Virgen de la Caridad, La Virgen de Regla y Santa Bárbara montada en un caballo.

Titi se vestía como James Dean: botas negras, vaqueros azules con los anchos bajos doblados hacia arriba, t-shirt blanco sin cuello, chaqueta de cuero abierto y sombrero tejano que inclinaba hacia atrás. Poseía una Harley-Davidson 125 y cuando la montaba como centauro cubano, se colocaba la gorra al estilo de Marlon y se iba a pasear con su novia Carmita, alrededor del Parque Vidal y de ahí al Club Cubanacán, que estaba en la carretera Central entre Santa Clara y Placetas. Su madre lo adoraba y daba la vida y todo lo demás por tal de que su Titi lograra el sueño de ir a vivir al Norte, para triunfar en la vida, para poder realizar todos sus sueños. ¡Qué lejos estaba de imaginar que aquel barbudo comandante que ella tanto admiraba, iba a destruir la vida de su único hijo!

Mima sonaba tremendos bembés cada cuatro de diciembre en honor de Changó-Sta. Bárbara-, al cual mis padres acudían y lógicamente a mí me llevaban. Había comida en abundancia, tambores que sonaban a arrebato cuando salía Mima con una bata blanca larga, armada por una espada de madera y con la negrísima cabellera suelta que le llegaba hasta la cintura. Bailaba hasta que le bajaba el santo, caía en trance, la llevaban a su cuarto y después seguía la fiesta, en la cual el ron Bacardí y las cervezas Hatuey, Cristal y  Polar corrían a ríos, junto al chilindrón de chivo.

Titi tenía un tocadiscos RCA Victor Holiday Imperial High Fidelity. Cuando durante las vacaciones llegaba por las tardes su prima Chelito en su bicicleta roja Roadmaster AMF, del tocadiscos comenzaban a salir el rock a todo volumen. Bailaban, reían, se divertían con: Oh Carol! de Neil Sedaka, Venus de Frankie Avalon, Personality de Lloyd Price o Remember you’re mine de Pat Boone, etc. Pero sobre todo cantaban y bailaban con Elvis: Love me tender, Don’t be cruel, Hound dog, etc.

Al comenzar las clases, Chelito regresaba a su escuela del Sagrado Corazón de Jesús en La Habana y Titi a Los Maristas de Santa Clara. Las vacaciones eran para ellos una época de diversión sana, de bailes, de paseos, era la adolescencia inolvidable.

El padre de Titi era Don Anselmo, un acaudalado hombre de negocios villaclareño, que aunque no lo había reconocido legalmente como hijo, le pasaba una pensión mensual que le permitía vivir sin ningún tipo de preocupación económica junto a su madre.

El día de la muerte de Don Anselmo, Titi fue a decirlo a su abuelo materno Manolo, pidiéndole que rezara por su alma. La respuesta del abuelo fue: –¡Yo no rezo por los hijos de puta!

Hay que decir que Don Anselmo era todo un personaje. Un día Titi, que había oído decir que los hombres no podían ser bonitos y que tampoco lloraban, como a él sus tías le decían que era un niño bonito y también lloraba, se le ocurrió preguntar a su abuelo:

-Abuelo, ¿tú crees que yo sea maricón?

-Pero Titi, ¿para qué crees que Dios te dio ese tremendo rabo que tienes entre las piernas, sino para metérselo a las mujeres? –y a continuación agregó- los maricones son como los negros, existen y hay que respetarlos, pero no se debe andar con ellos. Acuérdate de lo de… ¿dime con quién andas y te diré quién eres?

-Pero abuelo, los negros y los maricones no son malas personas.

-Nadie ha dicho que sean malas personas. Yo creo que a tu edad en lugar de estarte votando pajas deberías de decir al cabrón de tu padre que te lleve a Majana (barrio de prostíbulos santaclareños) para que una de esas putas te enseñe lo que es bueno. Sino lo hace él te llevaré yo, pero sin que tu abuela Eloísa se entere.

Doña Luz del Alba, educaba a su hija Chelito en una buena escuela de monjas, para garantizarle une especie de pasaporte que le permitiera entrar en la High Life de la capital cubana. Gracias a su belleza y educación, ella se había casado en los años cuarenta con un coronel del ejército, lo que le había permitido vivir holgadamente y ser respetada por todos. Poseía varias casas (que lógicamente perdió poco más tarde con la Ley de la Reforma Urbana) y una finca cerca de la carretera de Sta. Clara a Camajuaní (que también perdió con la Ley de Reforma Agraria). A la muerte por infarto de su esposo, sólo le quedó la casa en la playa cienfueguera de Rancho Luna.

Cuando el coronel se retiró a inicios de los años cincuenta, se convirtió en campeón mundial o por lo menos nacional, del adulterio y de la autoindulgencia, queriendo recuperar a partir de los sesenta años bien cumplidos, el tiempo perdido en estudios y academias militares en sus años mozos. A alguien que oyó criticarle a causa de que tiraba el dinero por la ventana, le afirmó –Soy demasiado rico para preocuparme por ostentar lo que poseo.

Doña Luz del Alba, había sido una especie de Sabrina, aquel personaje cinematográfico interpretado por la exquisita Audrey Hepburn. ¿Te acuerdas? La historia de la Cenicienta, hija de un chófer que se enamora y se logra casar con el heredero de la potente familia Larrabee, millonarios de Long Island.

Doña Luz del Alba había logrado subir en la escala social en una forma fulminante y soñaba con lo mejor para Chelito. Como nueva rica al fin, lo único que envidiaba a sus amigas era sus familias, sus pasados. En su casa se servía como aperitivo un champagne francés, para mí desconocido en aquel momento y del cual mi madre me permitió sólo tomar un buchito de su copa: Dom Pérignon. Ahora, cada vez que lo tomo me acuerdo de mi madre y de Doña Luz del Alba.

En diciembre de 1958 los rebeldes entraron en Santa Clara, el entusiasmo llenó las calles al saber que el Campamento Leoncio Vidal se había rendido al Che Guevara. Chelito y Titi se lanzaron a festejar a los barbudos. Cupido, que en ese momento se encontraba sobre la ciudad de Marta Abreu, lanzó una flecha que hirió el corazón de Chelito. Ella se enamoró perdidamente de un capitán barbudo de apellido Carnero (pero de carnero no tenía nada, era una especie de toro semental). Había sido machetero iletrado y ahora después de una boda muy rápida, con el machete entre las piernas, hacía una zafra erótica interminable a Chelito, la niña que había sido educada por las monjas Esclavas del Sagrado Corazón de Jesús. Para Doña Luz del Alba, la boda de su hija adorada con un guajiro macho –como ella lo catalogaba- fue un drama apocalíptico. Pero su esposo lo tomó todo con mucha filosofía, a tal punto que le regaló a su recién estrenado yerno su espectacular Cadillac El Dorado de 1955 de color negro, quedándose con el otro coche, un Pontiac Star Cheef de 1957.

Los años sesenta y setenta pasaron, las nacionalizaciones, las intervenciones, las confiscaciones, los fusilamientos, las prisiones, etc., acabaron con la buena sociedad y los valores burgueses, los amigos se fueron para los U.S.A. y España fundamentalmente. Don Anselmo, Manolo y Eloísa fallecieron arruinados por la Revolución.

Doña Luz del Alba asistió al divorcio de Chelito y a sus tres bodas posteriores. Su dinero, sus propiedades y sus sueños volaron como Matías Pérez. Falleció en Cienfuegos sin poder escaparse de lo que fue la Perla de las Antillas. Su único placer fue el tener a Fidelito, un nieto que desgraciadamente se parecía demasiado físicamente al guajiro macho, pero que fue buenísimo con ella.

Mima pasó tres años llevando jabas a la U.M.A.P. de Camagüey, en donde internaron a Titi, acusado por su heroico C.D.R. de ser elvispriveliano. En 197O falleció de infarto, encaramada en una rastra de “heroicos” compañeros cañeros que regresaban a La Habana al final de la celebérrima «Zafra de los 10 Millones» («Los diez millones -se- van»). Iba a visitar a Titi a la granja donde estaba cumpliendo cinco años de cárcel por intentar salir ilegalmente del país.

Al salir de la cárcel, Titi se vio en la calle, su casa de Santa Clara había sido otorgada a un compañero comunista a la muerte de su madre. Dormía en el Bosque de La Habana o en los sillones de la funeraria Bernardo García, situada en Zanja y Belascoaín. Hizo una promesa a San Lázaro por tal de poder irse del país, se vistió de yuta y caminaba descalzo cada domingo, desde la ciudad hasta el antiguo leprosorio del Rincón. Algún alma caritativa le daba siempre algo de comer.

Allí en el Rincón descubrió en el rostro de una señora con look miamense, que estaba rezando, los rasgos conocidos de una vieja amiga. Se le acercó y se presentó, ésta lo abrazó y besó. Sí era ella, Carmita, su novia del Instituto de Santa Clara. Ella se había ido de Cuba en el 1966 por el Puente Aéreo desde Varadero a Miami, de allí su familia siguió hasta Boston, en donde conoció a un chico holandés con el cual fundó una familia y había tenido tres hijos, desgraciadamente había enviudado, tenía negocios en Amsterdam, pero vivía una parte del año en Miami. Le prometió muchas cosas con lágrimas en los ojos. En aquel momento Titi le creyó, pero pasaron unos meses sin saber nada del viejo amor y sintió deseos de matarse, para acabar de una vez y por todas con tanta tristeza. Se fue al puente del Almendares y se paró en el borde, en unos instantes pasaron por su mente los momentos más bellos de su vida. Bajó del borde, se dejó caer llorando en la caliente acera. ¡No tenía valor ni siquiera para quitarse la vida!

Vivía en una azotea de un inmueble de la calle Cuba en La Habana Vieja. Una amiga le había permitido construirse allí una especie de choza y también le había autorizado a dar su dirección y teléfono a la amiga de Holanda. Al subir la escalera hacia su choza, se encontró con la brillante sonrisa de Carmita, allí estaba ella, había venido a casarse con él. Todo fue muy rápido gracias a los dólares y euros de Carmita: boda, permisos de salidas, visas y viaje.

Almorzamos en el espléndido restaurante del American Hotel, después nos fuimos a pasear por el Vondelpark y más tarde nos fuimos a su casa. Una bella residencia a orillas del Nieuwe Meer, lago de los arrabales elegantes de la ciudad. Su esposa nos llamó por teléfono desde Washington en donde estaba para visitar a uno de sus hijos y nietos. Tomamos Dom Pérignon servido por una camarera, hicimos un brindis por: Mima, Don Anselmo, Manolo, Eloísa, Doña Luz del Alba y por mis padres.

Ya de madrugada nos acompañó al hotel en su elegante coche. Nos despedimos con un gran abrazo fraterno. Le regaló a mi esposa una cajita y le dijo que no podía abrirla hasta que entrara en la habitación. El contenido de la cajita roja era un par de pendientes de Cartier, en forma de una perla gris bajo la cual hay un diamante pequeño.

Titi vendrá este año a París con su esposa, pasearemos juntos, recordando los tiempos de nuestra niñez en la Perla de las Antillas. Nuestro sueño común es poder algún día caminar por las calles de nuestra infancia en una Cuba Libre.

Un gran abrazo desde estas lejanas tierras allende los mares,

Félix José Hernández.

Nota bene: Esta crónica aparece en mi libro «Memorias de Exilio». 370 páginas. Les Éditions du Net, 2019.  ISBN: 978-2-312-06902-9

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