Vivía junto al río. Y cuando los de su tribu los vieron pasar, tan solo se guardó y trasmitió memoria de uno especial y distinto en su aspecto y vestiduras, al que nombraban como Alvar Núñez Cabeza de Vaca. Hombre siempre inquieto, amigo de horizontes nuevos, en la compaña de otros que seguían su andadura con la esperanza de alcanzar aquellas ricas tierras que llamaban del Perú, que se encontraban muy por el norte de las que bañaba el gran río Pilcomayo, que, sin rubor alguno, le sirve sus majestuosos caudales al magnífico Paraguay: río madre que toda la tierra controla y sabe.
De nombre Guaina, fue la muchacha más hermosa de todas las habidas en aquellas tierras de paso, que el náufrago de la armada de Juan Díaz de Solís, Alejo García, las exploró, y habló de sus maravillosos confines y bellas mujeres de color de canela dorada.
Criada junto y al amor del río Pilcomayo, aquella guaraní de nombre Guaina, cuajaba su belleza en el cuido de una familia que en ella veían la esperanza de una futura gente a procrear. Y aunque fue un hecho memorado, nadie por la zona es capaz de anotar con certeza de qué parte de la vieja España procedía aquel caminante, distinto del dicho Cabeza de Vaca, que se detuvo a reponer fuerzas por las riberas de un menguado estero, lugar de baño de Guaina, cuando en aquella su andadura hacia otras partes el hombre barbudo extraño, se detuvo mucho más de la cuenta del que busca descanso.
Tampoco crónica alguna refleja en renglones el paso del castellano que nombran sin nombre allí donde la memoria perdura y se conserva, junto en el recuerdo que, por algunas noches, hasta la misma luna se paró en su andadura de altura para mejor alumbrar aquel bello cuerpo de mujer, que sumergía en las aguas la piel canela más bonita que lucio hembra alguna, cuando se bañaba allí y donde el pequeño estero, de aguas frescas de manantial perenne, vertía su escaso caudal al hermoso río Pilcomayo.
El castilla que nombran sin nombre, desde un cobarde escondite, una noche en la que la pasión lo dominaba, por causa de su mayor fuerza, violentó a la hermosa Guaina mientras se bañaba desnuda en el estero. Y aunque de la garganta de la guapa mujer no salió sonido alguno, y mucho menos de complacencia que escucha pudiera tener en el oído del espíritu bondadoso que regimiento y apertura hace de la puerta de la vida a los bien concebidos y paridos, el malvado espíritu del vuelo impar que genera las malas vidas, atento estuvo para que engendramiento se gestara bajo su protección y malévolo advenimiento, quedando encinta Guaina sin que conocimiento tuviera de ello.
Dice la leyenda que la joven Guaina, desconsolada por su ultraje, metió su bello cuerpo en el agua del estero con la intención de no volver a salir jamás del agua; pero su tardanza alertó a su amante, un apuesto joven llamado Guaytón, que la rescató de su intento de perder la vida.
Dice la leyenda, que está viva y se practica por aquellas orillas del hermoso río Pilcomayo, que mientras el joven Guaytón sacaba del agua el hermoso cuerpo de Guaina, quedó de inmediato toda la canela de su piel, de un blanco de semejanza con el color que tenían los barbudos recién llegados.
Sigue diciendo la leyenda que el castilla que nombran sin nombre, se ahogó en las claras aguas del estero. Y aunque algunas noches son muchos los que lo han visto tratando de salir del fondo, nunca por nunca lo ha logrado: viviendo su eternidad de maldad para llevarse consigo a cuántas mujeres se bañan en él, y pierden el color canela de sus cuerpos. Sirviendo el estero, que llaman el Tintador, para ver las mujeres guaraníes que por pura voluntad o forzadas, yacen con gente castellana, que nombran sin nombre allá por donde el río Pilcomayo le cede sus aguas al Paraguay.
Y sigue diciendo la leyenda que Alvar Núñez Cabeza de Vaca, fruto de los conocimientos que adquirió en sus largos viajes, y un chaman abuelo de Guaina, una de las noches de las que memoria se tiene de ellas, mantuvieron una larga plática con el espíritu del bien, llegando al entendimiento de que como hasta su poderoso oído pueden llegar los sonidos más lejanos y distantes, solo apertura le diera a la puerta de la vida cuando al yacer un hombre y una mujer, de ambas gargantas brotaran sonidos de complacencia y felicidad. Cerrándola con presteza tan pronto no se dieran semejantes sones de buen emparejamiento.
Salud y Felicidad. Juan Eladio Palmis.
Por aquel paso del tintador
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