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Home Cartas a Ofelia

Anita, una cubana de armas tomar

esc-admin by esc-admin
1 mai 2020
in Cartas a Ofelia
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París, 1° de mayo de 2020.

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Foto: Anita.

Mi querida Ofelia,

Pensé mucho en ti durante la tarde que pasamos con Anita allá en las tierras floridianas. ¡Cómo te hubiera gustado estar con nosotros! Recordamos aquellos días pasados en su casa en la calle San Cristóbal, de la ciudad de Santa Clara, cuando rumbo a San Cristóbal de La Habana, hicimos una “escala” de unos días hospedados por ella. Hasta que nos consiguió una carta de referencias, del que con el tiempo se convertiría en el mítico guerrillero heroico, para que mi padre pudiera protegerse de la intransigencia revolucionaria. Ese espíritu revolucionario ya había invadido las mentes de muchas personas, incluso en nuestro terruño, el que ya habíamos dejado atrás para siempre.

Recordamos como ella insistía en que mis padres aceptaran la propuesta de mi tía Adelina, que consistía en vender dos de sus casas, para que nosotros pudiéramos irnos hacia los EE.UU. en busca de una nueva vida, y con un poco de dinero en los bolsillos. Sin embargo, mis padres no lo aceptaron y poco después, la ley de Reforma Urbana dejaría a Adelina sin casa y sin un centavo.

Estando nosotros en tierras floridianas, Anita cumplió 90 años. El que la observe, caminando despacio, apoyada en su bastón, con sus cabellos blancos recogidos en un moño y con su inseparable abanico, o meciéndose en el sillón junto a la ventana desde la cual se divisa el océano, no sé si podrá imaginar a aquella Anita de hace 40, 50, 60 ó 70 años.

Anita fue una mujer de una belleza deslumbrante, una Monica Bellucci o Catherine Zeta Jones cubana, pero con un carácter como el de Anna Magnanni en sus célebres películas: Roma Cittá Aperta, La Rosa Tatuada o Mamma Roma. La hogaño apacible viejecita del South Beach … ¡fue una mujer de temperamento volcánico!

A mí me gustaba ir a Santa Clara, pues el hecho de que tuviera semáforos, era para mi mente infantil símbolo de gran ciudad. Además Anita me llevaba a merendar a la cafetería del F.W. Wolwoorth, al que llamábamos Ten Cent y después a su juguetería, donde me hacía siempre la misma pregunta – ¿Cuál juguete quieres? – Y me compraba lo que yo quisiera. Después me regalaba un peso para mi alcancía, lo que yo consideraba entonces como una verdadera fortuna. Fue la persona más generosa de mi infancia.

Lo que me caía mal era, que cuando caminábamos por las estrechas aceras de la Ciudad de Marta Abreu, muchos hombres la piropeaban o se volvían después de pasar nosotros, para admirarla, y no me respetaban, a mí, ¡a un hombrecito de menos de 9 años!

Anita nunca se casó, tuvo un solo hijo a los 16 años, “porque uno había que tener”, según sus palabras. Le puso José, ya que nació el día de Nochebuena y su padre, un rico heredero de un central azucarero también se llamaba así. Pero siempre al chico le dijeron Pepito.

Pepito fue el resultado afortunado de una bella historia de amor. Anita estaba paseando por el Parque Vidal, dando vueltas alrededor de la Glorieta, desde donde tocaba danzones la Banda Municipal, cuando tropezó con un joven de ojos verdes y largas manos, que le susurró al oído: -¡Qué Dios te bendiga ese par de ojos negros!

Allí estaba él, penetrándola con la mirada verde y mostrándole una sonrisa digna de una publicidad de Colgate, debido a sus dientes albos.

-Tengo el carro parqueado en la esquina del Instituto. ¿Por qué no me acompañas a tirarle besos a la luna?

-Pues vamos –le dijo, mientras pensaba: pa’luego es tarde.

Anita subió al coche sin saber nada del que sería por años su amante fiel, el que le enseñaría a amar y al que ella daría su primer hijo.

Su hijo Pepito fue un caso desesperante para Anita, durante toda la vida. Ella había llegado solo hasta el cuarto grado, pero quería que su vástago “fuera alguien” en la vida. El chico fue expulsado de La Salle, de Baldor y de los Maristas. Le interesaba mucho más el cine y levantarle las faldas a las chicas de buenas familias, que las matemáticas y la literatura.

Era vago hasta para hablar, caminaba arrastrando los zapatos por los pasillos, tiraba la ropa al piso, el simple gesto de levantar una mano para coger la cuchara de la sopa le parecía enorme. Así fue que hasta los nueve años Cuca, la vieja criada, le cortaba la carne y se la ponía en la boca con el tenedor. No es que fuera tonto, sino infinitamente perezoso. Cuando se sentaba en uno de los enormes butacones de su casa, no lo hacía como todo el mundo, sino que se desplomaba y lanzaba los cojines de seda china al piso.

Anita le daba vitaminas y aceite de hígado de bacalao, pero los médicos diagnosticaban que su única enfermedad era la vagancia.

Anita abandonó a su “amigo” azucarero, padre de su hijo, por tacaño. Ella siempre se vistió exclusivamente de El Encanto y nunca salió a la calle sin un juego de cartera y zapatos. Los sábados iba a jugar al Casino Venecia, que se encontraba a la entrada de la ciudad por la Carretera Central, y los domingos a jugar canasta al Club Cubanacán, que se encontraba en la misma carretera pero a la salida hacia Placetas.

Veraneaba en la playa cienfueguera de Rancho Luna, en donde tenía una casa, y donde yo pasé vacaciones inolvidables, en aquellos ya lejanísimos y felices años cincuenta.

Siempre esperaba el Año Nuevo en Tropicana, y aprovechaba para comprarse prendas en las joyerías Riviera de la calle Galiano o en Cuervo y Sobrinos, de la calle San Rafael.

Lucía una gruesa cadena de oro con una medalla de Santa Bárbara, sobre cuya copa brillaba un rubí. La medalla quedaba colgando en el aire, como cayendo a un precipicio, al borde de los senos que parecían cuernos de toros listos para el combate. Cuando me abrazaba, a veces mi rostro infantil quedaba atrapado entre los senos con olor a Shalimar de Guerlain, y la medalla me dejaba la marca en la barbilla.

En la sala de su casa había un gran tocadiscos de mueble, del que salía permanentemente la música de uno de aquellos longs-playings que costaban cinco pesos y noventa y cinco centavos. Eran canciones llenas de pasiones, odios, rencores, amores difíciles, traiciones, etc., las cantaban: Rolando Lasserie, Orlando Contreras, Orlando Vallejo, Blanca Rosa Gil, Ñico Membiela, Vicentico Valdés, Olguita Guillot y muchos más. Ella poseía decenas de discos y le gustaba escucharlos cuando alegremente tiraba cubos de agua, baldeando, pues era lo que le gustaba hacer, mientras la vieja Cuca decía: -¡Hoy sí que está loca!

Una tarde de verano, llegó escandalizada a casa la Sra. Cruz Pérez, amiga de infancia de mi madre:

– ¡Pero es algo increíble, casi no me atrevo a contarlo, lo que ha hecho Anita en la guagua! Venía en la ruta 43 y escuché un grito. Un hombre se le había pegado por detrás y cuando ella sintió su miembro en erección, le encajó las uñas en el pene, mientras le gritaba: – ¡Te equivocaste, tú no sabes que yo soy Anita y a mí nadie me la pega! ¡Nadie! ¿Oíste bien? ¡Nadie!

Y mientras tanto la gente gritaba dentro de la guaga: -¡La galleta! ¡Dale la galleta al recabucheador!

Solo unos segundos después llegó a casa Anita e hizo el cuento casi igual, mientras se daba palmadas en el pecho, haciendo saltar la medalla de Santa Bárbara, pero sin despeinarse el enorme moño alto a lo Gina León.

Su nuevo amor fue un señor de apellido Linares, pero no duró mucho, pues una amiga le contó que lo había visto entrar en Majana, el famoso prostíbulo del barrio santaclareño del Condado.

Anita cambió palo pa’ rumba, se le subió a la cabeza lo de isleña (por línea materna), cogió el cuchillo de la cocina y para allá fue. Lo encontró bailando « Besos Salvajes », cantaba Blanca Rosa Gil, con una profesional del lugar. Cuando le fue a dar la puñalada, según ella, Changó la iluminó y le dijo : -No lo hagas, piensa en tu hijo- Por tal motivo se limitó a hacerle una gran Z en la espalda, pues había visto el filme El Zorro, hacia solo unos días en el Cine Glorys, frente al Parque Vidal.

Linares se fue a coser la espalda con un médico amigo suyo, se negó a ir a un hospital, para no tener que denunciarla a la policía.

Carlito, su gran amor, como ella lo define, fue un hombre muy inteligente, profesor universitario. Él hizo todo lo posible por cultivarla. La llevaba a los museos habaneros, a conciertos en el Auditorium de la calle Calzada y a teatros. Pero ella prefería el Teatro Martí con sus personajes del teatro vernáculo. A ella le gustaban las novelas de Corín Tellado, pero él las consideraba típicas del espíritu gregario y de interés inexistente. No quería que ella leyera literatura barata, ya que no se situaba en la realidad y no trataba problemas elevados.

–Es necesario luchar contra la mediocridad tenemos que buscar siempre la calidad- le afirmaba.

Ella defendía sus novelas y sus lecturas en las revistas Carteles, Vanidades y Romances, porque en su opinión estaban llenas de buenos sentimientos de  amor. Además le permitían soñar y evadirse de su realidad. -En ellas salen chicas pobres que dejan de serlo gracias al amor- le decía a Carlito. A lo que él respondía: -Ese tipo de lecturas embrutece.

Entonces Carlito decidió regalarle algunas novelas compradas en La Moderna Poesía de la calle Obispo, entre ellas: Nuestra Señora de París, de Víctor Hugo, lo cual fue un descubrimiento. Comenzó a sufrir a causa de las desgracias de Quasimodo y ya ella se imaginaba corriendo como Esmeralda por los campanarios góticos parisinos. Después leyó a Balzac, Zola, Proust, Sthendal, Rimbaud, Flaubert, Dostoievski, Colette, Wilde, Faulkner, etc.

Ahora en su apartamento miamense, descubrí en el revistero junto a la mesita del teléfono varias revistas, entre ellas: Vanidades y Hola, pero sobre su mesa de noche, un libro de poemas del genial argentino Jorge Luis Borges.

Su último amor en la Perla de las Antillas fue don Manuel, un rico propietario de vegas de tabaco y de tabaquerías, que quedó sin un centavo gracias a la “heroica” revolución. Pero ya Anita había empezado a envejecer. Cerraron el Casino Venecia y el Club Cubanacán, perdió la casa de Rancho Luna, se quemó El Encanto, no hubo más perfume Shalimar de Guerlain, sino la mediocre colonia rusa Moscú Rojo, el Ten Cent se vació y pasó a llamarse Tienda de Variedades, mientras que el Cine Glorys se llama ahora Santa Clara Libre. El mundo de Anita se derrumbó, ya no hay juegos de zapatos y carteras en las peleterías cubanas.

La Revolución se puede definir como el triunfo de la chusmería y del mal gusto- me confesó hace solo unos meses.

Su hijo y su nuera lograron salir de Cuba por el éxodo del Mariel, gracias a la familia de ella, que se había instalado en Houston, Texas, desde el 1960.  Él murió de cáncer en Miami cuatro años después. Anita suplicó en Cuba a todo el que podía para que la dejaran ir a verlo, pero fue inútil. Se le cayeron las alas del corazón. Envejeció enormemente. Gracias a sus nietos y nuera, logró salir de Cuba en 1990 y ahora, mirando cotidianamente hacia el mar, se apaga poco a poco como una velita, añorando aquella época que no volverá de, como me dijo: – ¡Cuando Cuba era Cuba!

Te envío un gran abrazo desde estas lejanas tierras de la Vieja Europa,íen donde llevamos ya 45 días confinados a causa de la pandemia de coronavirus.

 Te quiere siempre,

Félix José Hernández.

Nota bene: Esta crónica aparece en mi libro « Memorias de Exilio ». 370 páginas. Les Éditions du Net, 2019.  ISBN: 978-2-312-06902-9

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Comments 1

  1. Carlos says:
    5 ans ago

    Fue refrescante la crónica de Anita, la “buena” cubana

    Répondre

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