por el Dr. Avelino Couceiro
Cuba fue española antes de ser cubana. Esta afirmación, que puede parecer provocadora, resume una verdad histórica esencial: la isla, como tantas otras tierras de ultramar, fue primero parte constitutiva de la Monarquía Hispánica antes de que existiera siquiera la idea de una «Cuba» nacional. Hablar de la cultura cubana exige reconocer esta raíz, incluso si nos limitamos únicamente a su dimensión étnica.
Conviene recordar dos aspectos fundamentales. En primer lugar, los pueblos indoamericanos que habitaban el Caribe no se concebían como «cubanos», ni siquiera como pertenecientes a una isla determinada. Se movían con relativa libertad entre las Antillas y su identidad estaba ligada a redes de parentesco, comercio y mitología compartida, más que a la delimitación territorial de una isla específica. La noción de “cubano” —como identidad diferenciada— surgió mucho después y solo pudo hacerlo dentro del marco conceptual de las nacionalidades modernas, producto del tránsito europeo del feudalismo al capitalismo entre los siglos XV y XVIII.
En segundo lugar, lo que hoy llamamos «cubano» es inseparable de ese mismo concepto de nacionalidad, que llegó al Nuevo Mundo de la mano de sus conquistadores. Durante los primeros siglos, Cuba no existía como nación; existía como parte de la España de ultramar, una extensión de Castilla, bajo la misma bandera y dentro de un mismo orden jurídico y político. El nombre de «Cuba» comenzó a cargarse de un contenido identitario propio solo de forma paulatina, a lo largo de los siglos, cuando las particularidades locales —geográficas, demográficas y culturales— comenzaron a perfilarse dentro de la matriz española. No se trataba de una ruptura con lo hispánico, sino de una diferenciación en su interior: lo cubano nacía “dentro de lo español”.
De ahí la importancia de hablar en plural: identidades. La cubana nunca fue una identidad pura, ni lineal, sino el resultado de un complejo proceso de transculturación —un término acuñado por Fernando Ortiz— que abarcó no solo la herencia española, sino también la africana, la indígena, la asiática y la de otras migraciones. A cada aporte le correspondió un espacio dentro del entramado cultural de la isla: desde las lenguas y religiones hasta la música, la arquitectura, la gastronomía y el derecho consuetudinario.
La cultura cubana, en este sentido, no es una esencia homogénea, sino un sistema vasto, abierto y casi infinito, formado por múltiples valores en constante interacción. Entender a Cuba sin sus diversidades españolas —es decir, sin reconocer que fue una creación política, jurídica y cultural de España— es perder de vista el origen mismo de la nación. Cuba no nació contra España, sino en España y con España, y lo cubano, más que una ruptura, fue primero un matiz dentro de lo hispánico.



