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Cuba año 1991

Redacción by Redacción
4 mars 2018
in Firmas
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Hambre de perro hambriento

 

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Por: Armando Valdés-Zamora

El 1991 fue el año del hambre en Cuba. A punto estuve de devorarme a mí mismo de tanta hambre, en lo que supongo hubiera sido un caso único de suicidio canibalesco.

El hambre no era una metáfora en mi vida, sino la pregunta sin respuestas para vivir desde que abría los ojos temprano en las mañanas. El ¿qué voy a comer hoy? anticipaba la otra pregunta de los años que seguirían: ¿cómo me voy de este país maldito? Aparecía en mis pesadillas el hambre transparente y de cuerpo entero, empujaba como una puñalada en la nuca, cuando me encerraba en el baño a esconder mi llanto por la presencia de ese invitado indeseado.

El hambre hermana. Por momentos sana, saber que no eres el único acostado con la boca abierta y oxidada. Eso descubrí al leer en aquella época Hambre del noruego Knut Hamsum, en cuyos pasajes encontraban consuelo algunas de mis orfandades: “No sentía ningún dolor. Estaba ausente de mí mismo, me sentía deliciosamente lejano”, anotaba en mi diario, un cuaderno escolar de borrosas rayas desgastadas. Para no pensar en el dolor de la nuca. Ni en las pocas fuerzas. Y sobre todo para sentirme lejos, en parajes nevados que imaginaba deliciosos. Lejos de las carencias y de la villanía de amigos que me delataban por miedo y por hambre.

En el año 91 pasé muchos varios días en compañía de un plátano y de un huevo, desayunaba agua con azúcar prieta, bebía cocimientos de hierbas aromáticas para evitar el mareo, entre otras estrategias de la desesperación. No olvido aquel espléndido atardecer en las montañas de Topes de Collantes, al centro de la isla, cuando le disputé a un perro las sabrosas sobras de espaguetis ardientes, botados a la basura de un hotel de militares: aullaba como otro perro satisfecho, recuerdo, por vencer unas horas al hambre en mi primer combate de sobrevida contra un animal.

Pero esa fue sólo una de las muchas angustias de mi sobrevida aquel 1991 en que como único consuelo, perseguía a versos y a flores a Beatriz, la muchacha más linda de Cienfuegos.

Informes sobre mí mismo

En el año 1991 yo trabajaba de « asesor literario » en la central nuclear de Cienfuegos. (Sí, ha leído bien: asesor literario de una nuclear). Cometí allí dos actos considerados delictivos por la policía política la cual, sabría después, contaba con ejemplares informantes intelectuales que la tenían al corriente de todos mis malos pasos. Entre ellos el que sería mucho después el más célebre chivato letrado del país, Raúl Capote a quien cada vez que nos veíamos en la Casa de la Trova de la bahía de Cienfuegos, yo le daba falsos informes sobre mí mismo que la seguridad del estado me repetía cada vez que me detenía.

En una revista breve titulada Ana Frank, ajeno a lo que sucedía en La Habana, publiqué unos poemas de María Elena Cruz Varela. María Elena había fundado la organización disidente Criterio Alternativo y se había atrevido a pedir reformas al gobierno en un documento que pasó a llamarse « La Carta de los Diez », aunque, según mi cuenta, fueron 16 los escritores y artistas firmantes: la propia María Elena, Raúl Rivero, Fernando Velázquez Medina, Víctor Manuel Serpa, Roberto Luque Escalona, Nancy Estrada, Manuel Díaz Martínez, Jorge A Pomar, Fernando Velázquez, José Lorenzo Fuentes, Manolo Granados, Jorge Crespo, Ricardo Vega, Marco Antonio Abad, Alberto Pujol Parlá y Bernardo Márques Ravelo.

Por esos días fáticos del 91, debo confesarlo, mi amigo Pascual, hermano de María Elena, me habló de la “Carta de los diez”. Pero yo y mi miedo le dijimos que no, que era fácil desacreditar a un inédito y escurridizo poeta de provincias. Para no firmar, claro, más bien para no declarar mi pánico de aparecer en la lista negra de los repudiados, y ver morir de vergüenza conmigo a mi fiel amigo el miedo.

El segundo delito cometido por aquel famélico que era yo, fue organizar una semana de cine independiente cubano en la llamada Ciudad Nuclear. Apenas finalizado el cortometraje de 3 minutos de « El informe » de Ricardo Vega, Jorge Crespo y Juan Sí González, serviles ayudantes de la policía política interrumpieron el festival desde el público con gritos y agresiones, y expulsaron a mis invitados de vuelta a La Habana y a mí, dos días después, de aquel siniestro páramo.

A mi hambre se sumaba el peor estigma de un apestado: el de ser un desafecto del gobierno, me comunicó un llamado teniente Sarmiento (“el oficial que se ocupa de ti”) en un banco del Prado de Cienfuegos.

En el año 1991 censuraron la publicación de dos poemarios míos, que hubiera sido mi único libro, Madre Patria que se publicaría en tu seno. Dos libros que eran uno mismo, pero con títulos diferentes, para ver si pasaba a los censores gato por liebre, y al final los censores mataron a los dos, a la liebre y al gato. A favor de todo riesgo, se llamaba el primero, rechazado por la editorial Mecenas de Cienfuegos, que para censurarme hasta el cansancio sus obedientes empleados, prohibirían también un prólogo mío al libro de relatos Enemigo de los ángeles de mi amigo Marcial Gala. En presencia de nadie, el segundo poemario mío que era el de provincias pero ahora capitalino en su disfraz, fue aceptado por la Editorial Abril de La Habana: su publicación fue suspendida al llegar noticias de provincia de mis problemas ideológicos, y mis noches en calabozos low coste de la Seguridad del Estado cienfueguera.
No podría sospechar entonces que poco después de llegar al exilio, y gracias a unos amigos, se publicaría en París, una edición artesanal al fin de mi poemario con el nuevo título de Libertad del silencio. Al tercer título fue la vencida.

Un novio para Beatriz

En el año 1991 pude leer en La Habana, gracias al crítico Salvador Redonet y camuflado con un papel periódico, la primera edición de Antes que anochezca, las memorias de Reinado Arenas. Ese libro nos hizo sentir menos solo a mi hambre, a mi miedo y a mí, vagando los tres con el fantasma de Reinaldo por las arenas de “La Concha” y otras playas de Marianao, donde crecí de la mano de mi madre cuando era yo niño y ella cocinera del “Casino Español”.

Pero me doy cuenta ahora que tuvieron lugar muchos eventos públicos que empiezo a olvidar en aquel año memorable.

Por ejemplo, Nelsón Mandela fue a Cuba a agradecer a Fidel Castro su lucha por la liberación de los sudafricanos del apartheid, 10 años exactos antes de que el dictador se vanagloriara de haber dado personalmente la orden de fusilar a 3 jóvenes negros que el verano de 2003 trataron de secuestrar la célebre lanchita de Regla para llegar a Miami. Ese fusilamiento que 27 escritores y artistas cubanos apoyaron en una declaración pública titulada “A los amigos que están lejos”.

En el año 91, se celebraron en La Habana los Juegos Panamericanos. Mis amigos del equipo de atletismo Villa Clara (esa historia del Armando atleta no cabe en esta confesión de intelectual desamparado), ganaron para Cuba 3 medallas. Los fui a ver al estadio a mis amigos, y alguien me contó de la indigestión masiva de atletas cubanos que, al ver el espejismo de tanta comida junta para invitados extranjeros, se hartaron sin límites, provocándose así una colectiva epidemia de diarreas.

Y también fue en el 91 que se organizó otro de esos congresos repetitivos e inútiles del Partido Comunista de Cuba que por supuesto mi memoria no puede retener con nitidez. Lo mismo que me ocurre con la publicación ese verano de la antología No me dan pena los burgueses vencidos, un homenaje a ese congreso del partido que, según su editor, Luis Suardíaz, constituía una selección de “los poemas sociales más representativos de los autores cubanos”. Nada menos que 130 compatriotas poetas cantaban loas en esas páginas a la revolución y al comunismo, al mismo tiempo que le hacían comer sus poemas en público e

n Alamar a María Elena Cruz Varela, y metían en la cárcel o expulsaban al exilio a quienes, por contestatarios eran considerados enemigos.

Eso sí, me es imposible olvidar que a finales de ese fatídico 1991, pude, al fin, ser el novio de Beatriz, la muchacha más linda de Cienfuegos.

 

   

Armando Valdés-Zamora, escritor y profesor universitario cubano residente en París. La siesta de los dioses (Bokeh, 2017), es su libro más reciente.

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