¿Volverá Guantánamo al poder de Cuba?

La Habana. Si Estados Unidos y Cuba restablecen relaciones diplomáticas en las próximas semanas, según lo previsto, los dos países todavía estarán muy lejos de algo parecido a una relación “normal”, ha dicho en repetidas ocasiones el presidente cubano, Raúl Castro. Su lista de agravios es larga, aunque acaba de decir que se reduce a dos grandes temas.
El primero, por supuesto, es el embargo comercial de EU. El segundo es la Estación Naval en la Bahía de Guantánamo, la base marina estadounidense más antigua en el extranjero en el mundo, que EU ha ocupado durante 116 años.
“Éste no es tema de debate”, respondió el gobierno de Obama. Pero uno puede preguntarse: ¿por cuánto tiempo?
Los estudiosos y expertos militares dicen que es difícil ver cómo EU puede revisar su relación castrense con La Habana, mientras se aferran a parte del territorio cubano indefinidamente, sobre todo si las relaciones se acercan significativamente en una era pos-Castro.
Si bien hay un montón de ejemplos en el mundo de fronteras o islas en disputa, 72 kilómetros cuadrados del enclave estadounidense en Guantánamo es algo más que una anomalía geopolítica mundial. No hay otro lugar en el mundo donde el ejército de Estados Unidos ocupe enérgicamente tierra extranjera sobre una base de composición abierta, en contra de los deseos de su país anfitrión.
“Es probablemente inevitable que vamos a tener que regresarlo de nuevo a Cuba, pero se necesitaría una gran cantidad de trabajo diplomático pesado”, dijo el jubilado James Stavridis, ex comandante supremo aliado de la OTAN y ahora decano de la Escuela Fletcher de Derecho y Diplomacia de la Universidad Tufts.
Stavridis fue jefe del Comando Sur del Ejército de Estados Unidos del 2006 al 2009, a cargo de la base de Guantánamo, agregó que el territorio sigue siendo un activo “estratégico y de gran utilidad” de Estados Unidos.
“Es difícil pensar en otro lugar con la combinación de un puerto de aguas profundas, gran pista de aterrizaje y abundante”, dijo Stavridis.
 
sigue leyendo en El Economista

Salir de la versión móvil