Un país indefinido no puede definir su futuro.

En 1990 Puerto Rico experimentaba una época de crecimiento económico, esperanza y la promesa de un país con futuro. La Guerra Fría entraba en su desenlace con el desplome de la Unión Soviética, el derrumbe del Muro de Berlín y la unificación de Alemania. Los dictadores latinoamericanos comenzaban a perder su atractivo como ficha en el tablero geopolítico de la Guerra Fría. El año comienza con el rendimiento del dictador panameño Manuel Noriega a las tropas estadounidenses. Posteriormente, Patricio Aylwin juramenta como presidente en Chile, dando así por terminado el sangriento régimen del dictador Augusto Pinochet. Fernando Collor de Mello se convierte en el primer presidente electo en Brasil desde 1961.
En el Caribe, la Marina de Guerra de Estados Unidos continuaba con su poder hegemónico sobre Puerto Rico, iniciado oficialmente en 1898. Tardaría unos años en lo que la llama de la Guerra Fría se extinguiera paulatinamente en el Caribe al advertir Estados Unidos la inconsecuencia de la Revolución Cubana en el período post-Guerra Fría.
La Marina de Guerra era uno de los principales defensores y protectores del modelo económico puertorriqueño, el cual ellos habían gestado con su papel protagónico en la creación del Estado Libre Asociado. Entonces la Marina asumía un papel principal en la defensa de las “corporaciones 936” y del proyecto de las plantas gemelas en el Caribe. La Marina utilizaba a sus cabilderos en la metrópoli, considerados los más poderosos y efectivos, para defender los intereses de Puerto Rico, los cuales eran cónsonos con los suyos.
Aunque la deuda pública continuaba su espiral ascendente, las proyecciones de desarrollo económico representaban una formidable fuente de repago. La deuda pública de por sí, no es un factor negativo cuando existe fuente de repago y su uso no es para cubrir déficit presupuestarios.
Puerto Rico contaba con una robusta banca local cuyo valor continuaba ascendiendo y el pago de sus dividendos era sagrado. Este grupo era reforzado por instituciones como el Citibank, Chase, Royal Bank, Banco Central, entre otras. El desaparecido Bankers Club era la guarida favorita para efectuar transacciones millonarias.
La banca privada contaba con depósitos suplidos por las “corporaciones 936”, los cuales eran accesibles para préstamos que financiaban el desarrollo económico y la creación de empleos.
La industria de la construcción continuaba su crecimiento vertiginoso. El “yo tengo ya la casita que tanto te prometí… ahora seremos felices”, de Rafael Hernández, se convertía en una consigna, aspiración e ilusión de un pueblo. La inversión en bienes raíces era segura y su valor era “imposible” que disminuyera.
En estos veinticinco años, varios eventos ayudaron a desplomar nuestra situación: tuvimos seis gobernadores; obras faraónicas y proyectos incosteables catapultaron la deuda pública; funcionarios públicos fueron enjuiciados; el cabildeo para eliminar las “corporaciones 936” sin un plan alterno contribuyó al desplome de la banca; la Marina de Guerra con sus gestiones, tras su salida abrupta, fue sustituida por cabilderos y contribuciones políticas. Sin embargo, el evento en 1990 que tuvo una repercusión más negativa fue la evaporación del último consenso del País sobre la solución del status. El proyecto de un referendo lanzado por el presidente George H. W. Bush, respaldado por el gobernador Rafael Hernández Colón y por todos los partidos políticos, murió en el Comité del Senado luego de contar con el respaldo unánime de la Cámara de Representantes. La metrópoli se negaba a aceptar una posible petición de estadidad.
Este histórico tranque nos lanzó en una espiral estéril de indefinición, dominada por espejismos, luchas fratricidas, romanticismos y oportunismos mezquinos y partidistas. Nos convertimos en un país sin modelo económico, dependiente, endeudado, resignado a unas leyes de cabotaje injustas, suplicándoles a los congresistas que permitan a las corporaciones públicas irse a la quiebra y quedando al margen de la economía globalizada.
 

Punto Fijo, por Ángel Collado Schwarz

Salir de la versión móvil