Sobre las molestias de andar con la nariz aplastada

José Gabriel Barrenechea.

Cuando el futuro de repente avanza sobre ti, hasta aplastarte la nariz. Cuando comprendes por fin que tu agobiante situación actual carece de salida, que va a durar para siempre, o en todo caso hasta que te mueras. Lo cual, por cierto, te hace ver a la muerte de otro modo; aceptable incluso. No como ese inevitable momento final del que toda tu vida anterior has querido encontrar el modo de escapar, olvidar al menos, ya que lo sabes en definitiva inexorable, para convertirse por el contrario en una solución, en un acontecimiento que te sacaría de este presente en que el futuro se te ha aparecido de repente para aplastarte la nariz.

Te dices, para alentarte, que al menos hasta el Renacimiento, o más bien hasta el Barroco, incontables mujeres y hombres vivieron así, sin un futuro, bovinamente conformes con su situación, sin aspirar a nada más allá del día a día, en un mundo precario en que tal pretensión era inimaginable. Y te da por pensar que sí, que tal vez así no tendrías que soportar la molesta sensación de andar con la nariz aplastada. Siempre y cuando, claro, vivas como en la Edad Media, en la quietud de tu choza aislada, sin vecinos a ambos lados que a través de paredes de papel inundan con voces y ruidos ese que se suponía tu espacio de intimidad, que no te dejan ni un minuto de sosiego para encontrarte, para ensimismarte en este presente agobiante, eterno.

Pero entonces caes en cuenta de que el humano del Medioevo, ese individuo satisfecho ya con alentar en ese instante presente, era feliz porque no se ensimismaba, no se buscaba y en consecuencia tampoco se encontraba a sí mismo. Porque no pretendía, como tú, mantenerse inmóvil en medio de la corriente del río de la vida; que es lo que en realidad pretendes al ensimismarte, al buscarte esos fundamentos profundos que se hunden mucho más abajo de la corriente imparable de la vida.

Ese hombre feliz, el del Medioevo, que trabajaba hasta que completaba lo necesario para satisfacer las necesidades que había heredado de su padre, y este del suyo, y así… que simplemente se dejaba arrastrar camino del mar, en la imagen de Jorge Manrique para representar a la muerte. El mismo destino tuyo, sin duda…

Ensimismarte, te dices, no es más que un engañoso recurso con el que pretendes fijar tu vida. Un recurso inútil, y que además te hace más consciente de tu futura muerte, que es en realidad la única fijeza a la cual como mortal te es dado aspirar. Una muerte que puede suceder en cualquier momento, este próximo, o aquel de un poco más allá. Una muerte que solo ahora ves como una salida, cuando tus vecinos reasumen sus ruidosas existencias, cuando ahora que te parecía atisbar algo en las profundidades en ti mismo, donde supuestamente moran las fijezas, tus vecinos gritan, cierran muebles con puertas mal ajustadas, en este cubaneo tan nuestro en que gentes sin espacios internos no ven la necesidad de respetar el del prójimo.

Eres, en fin, un tipo post Descartes, post puritanos de Weber, un tipo que necesita ensimismarse para buscarle alguna fijeza a esta vida, y a la vez requiere de un futuro con el que contrarrestar su presente en este país de mierda, en que las paredes son de papel, a tu derecha viven nueve y a la izquierda solo dos, pero con puerta abierta a un humanidad que parece no tener otro fin que visitarlos, y gritar histérica de felicidad en cada nuevo encuentro… Un tipo que vive en un país en que se juntan los defectos del Medioevo con los de los Tiempos Modernos. Un tipo que por su insistencia en ensimismarse y no dejarse arrastrar le resulta amenazante sus vecinos, como cualquier tipo raro lo es donde el sentido común impera.

Porque sí, admitamos que Weber tenía razón y todo el asunto del capitalismo y su crecimiento, de sus orígenes, tiene su causa en una mentalidad que cuenta con un futuro, o peor aún, que tiene que ver con la esperanza de que es posible plantarse en medio del río de la vida, ya no para no dejarse llevar, sino para detenerlo a él, fijarlo, poder ser uno quien se mueva a través suyo sin resultar arrastrado, y así acumular capital sobre capital… pero entonces también debemos de admitir que esa mentalidad no puede ser más que el resultado de una mente enferma, de una actitud profundamente patológica si se mira desde el más realista punto de vista de ese hombre medieval. Ese tipo desaseado que antes de acostarse siempre repetía que habría para él otro día solo si a Dios se le antojaba fuera así.

En un final te preguntas si todo el asunto no es incluso más retorcido, y si no es que en realidad lo que extrañas es a las personas, que en verdad el asunto no es que no alcanzas a ensimismarte en este presente de tabiques de papel, que mal te separan de tus bulliciosos vecinos, sino que en realidad ya estás irreductiblemente ensimismado, y no es por tanto que esas personas de ambos lados amenacen este, tu estado de ensimismamiento, sino que desde este estado sientes envidia por en un final no poder romper los tabiques y dejarte llevar con tus vecinos, en esa narcótica alegría de estos pre-modernos a los que no cabe llamar ni tan siquiera individuos, quienes simplemente viven el momento para ti fugaz, para ellos inacabable, que viven el momento sin intentar fijarlo en esa cosa más duradera que el mármol: una idea de él.

O aparentemente duradera, porque en realidad vuelves la cabeza, sorprendido por ese ruido en la calle, ese ruido más fuerte de lo normal, en medio del bullicio, y ya la Idea del instante también se habrá ido con él, dejándote esa desagradable sensación de una ceguedad que sabes todavía se esfuma en algún rincón de tu mente, pero que por mayores esfuerzos que haces no logras recuperar, y en todo caso solo logras armar la idea de otro instante, ya no aquel, diferente, con otro tono y otra atmósfera: el pesimista instante en que comprendes la evanescencia de cualquiera de las fijezas a que como humano puedas aspirar.

El asunto no es realmente que te descubres sin futuro, que de repente este se te haya encimado de sopetón hasta apachurrarte la nariz en la forma de este presente de mierda que amenaza con hacerse imperecedero. Es tú insistencia en fijar ese mismo presente, que no soportas, la causa de que el cielo de este día te luzca un color mierda tan nítido.

Pero no, porque no es cualquier instante el que deseas fijar. Ese instante prosaico, burdo, que no va más allá de sí mismo, intrascendente… al que en definitiva solo se lo puede soportar porque se tiene la seguridad de que tras ese vienen otros, infinitos, hasta que te mueras y descanses de tus vecinos, de este país de mierda que te oprime la nariz contra la cara. El asunto está en que te has embarcado en la empresa imposible de acomodarte en un instante muy especial: en ese repleto de todos los sentidos que solo alcanzarás a descubrir si te ensimismas y llegas al fondo del todo, a ese en que te podrías quedar para siempre sin aburrirte, y en el cual, al eludir el fluir de lo parcial que nunca se concreta, la vida, también podrás eludir a su consecuencia, la negra muerte.

Vivir en un instante, un instante cargado de todos los contenidos, que va más allá de la mediocridad anexa a la realidad. Un único y eterno instante.

Coincidentemente la concepción más elaborada del Paraíso que creara el hombre medieval… caes en cuenta.

Y te preguntas si habrá algo en realidad novedoso en los puritanos creadores del Capitalismo de Weber, y en el “pienso luego existo” cartesiano, y si ya las mentes más lúcidas del Medioevo, de la llamada Edad Oscura, no estarían de vuelta de todo eso, para finalmente llegar por una vía diferente, la fe, a lo mismo que tú ahora a través de la razón y el libre examen.

Pero te falta la fe, y te sobran esas desagradables dudas que asaltan y entorpecen a cada paso el fluir de tu razonamiento en una de esas “marchas indetenibles y victoriosas” en que ves se embarcan a menudo tus vecinos, los del lado de allá de los tabiques de papel. Te falta la fe de este lado de los tabiques de papel, mientras más allá los vecinos victoriosos viven sus vidas alteradas, inconscientes, o no tanto, de que de este lado no dejan ensimismarse al monstruo, en su búsqueda del instante preciso en que vivir la eternidad.

Dudo, luego existo, te dices. Deseo alejarme, que es en definitiva lo que es ensimismarse, porque soy algo más que cardumen. Soy esta cosa solitaria de más acá del tabique de papel… este monstruo… este cucarachón que padece esta continua sensación de andar con la nariz aplastada.

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