Qué bonito es el amor

 
Un pijo con la piel tostada por rayos UVA, es decir, sin sal; llega acompañado de su última conquista, una cuarentona también broceada en cabina guapa de cara, pero con carnes maltratadas por la celulitis y la ansiedad que exige estar siempre estupenda.
El tipo le hace un pequeño lío al camarero porque quiere tomarse un descafeínado con hielo frappé, en vaso largo y sin azúcar, ordena, tras interrumpir el relato que hace a la chica sobre el diseño de su habitación con forma de camarote, en algún punto de la costa española.

Rechaza por dos veces el café que le sirven porque está frío y porque el vaso tiene poco hielo frappé. Se le nota firme en el ademán de mandar, el hábito hace a algunos monjes. El camarero retira el servicio y, a la tercera, consigue que el cliente se sienta a gusto.
Pero entonces llega ella, una negra escultural, vestida de lino blanco, con las carnes duras como el granito del Lozoya y preguntando por el Maitre por una oferta de trabajo. Lleva unas sandalias cómodas y gastadas por el uso.
El pijo se revuelve y se desata en él un tic nervioso que consiste en mostrar fastidio por una pulsera de bisutería y el reloj sport de marca que lleva en la muñeca. El tic facilita su maniobra de volverse con disimulo hacia donde está parada la negra, que intenta mesarse el cabello, mientras espera a que salga el Maitre.
La cuarentona se cabrea, hace una mueca y comienza a hablarle al pijo con retintín, enarcando las cejas y formando figuras geométricas con sus dedos, mostrando las uñas cuidadas y esmaltadas que forman parte de su atuendo de cazadora de amor.
El pijo se atasca en sus relatos de Las mil y una noche, aunque intenta un atajo contando que, cuando navega por el Caribe, su yate tiene un reflector tan potente que le permite ver incluso las matrículas de los coches que circulan por las carreteras que serpentean la mar.
Ella no le hace caso, aunque asiente con la cabeza, pero sus ojos son una mezcla de ira con sorpresa. La negra da pequeños paseos para entretener la espera y el cazador acelera los movimientos de muñeca y se revuelve como si tuviera sarpullidos o dolor de espalda.
La cuarentona me mira una vez, finjo que no sé nada, me mira una segunda vez como diciendo qué hago, sigo a mi bola. Me mira por vez tercera y, mientras, el pijo anda rastreando a la negra vestida de lino y sandalias, le digo que no, moviendo el índice izquierdo, el más camuflado de una intempestiva mirada del pijo, que a esas alturas navega por Jamaica.
La cuarentona insiste en la miradera y me sonrío, entonces ella hace una mueca con la boca y muestra las arrugas de su quijada y la desventaja de su labio inferior con respecto del superior.
-Perdona, ¿te he aburrido? Interroga el pijo y ella entonces anda navegando por Puerto Rico o sabrá Tritón.
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