La escuadra del Almirante Cervera

Extractado de mi libro Españoles en Cuba (400 páginas)
Ni la intervención de los “rubios del norte” pudo resultar sorpresiva porque por largos años fue una «intervención anunciada», comentada y ensalzada desde España pancista, como algo que de ocurrir sería como «tocarle la lotería» al León Imperial Español, donde se publicitaba en sus medios de comunicación tal que ahora, que sus posesiones, por miedo al viejo león, iban a ser respetadas y no apetecidas por otras potencias.
Cuando a la sociedad española le llega la cosecha de lo que ha sembrado en Cuba y Puerto Rico, y no tiene más remedio que seguir adelante – aunque siempre existen mil soluciones mejor que la guerra – porque la «bola de nieve» que va rodando contando milongas lo ha propiciado, todas las miradas se dirigen hacia la marina de guerra y sus barcos: únicos con posibles de evitar que las tropas estacionadas en Cuba, Puerto Rico, Las Filipinas y el islero de Las Guam, se queden aisladas y cercadas, sin posibilidad de recibir ayuda y dejadas a su suerte.
En un primer rebato – lógico dentro de las circunstancias reinantes – la escuadra española va a salir de Cádiz con destino al Caribe haciendo escala en las portuguesas islas de Cabo Verde, en virtud de dos premisas fundamentales: Porque se lo ha mandado así el gobierno español, y porque la junta de asesores expertos reunida en Madrid, ha dado su visto bueno de que la navegación se realice con rumbo hacia el poniente de la mar. Siendo, por tanto, una decisión «colegiada» en la que han intervenido todos los almirantes que a la sazón se podían encontrar en la capital de España.
Tres buques de la clase destructores de torpederos, y otros tres torpederos, van a ser las seis unidades navales que desde la ciudad de Cádiz salgan primero a la mar con rumbo a las islas de Cabo Verde. Con ordenes concretas de que en las dichas islas lusitanas aguarden la llegada de otros navíos españoles.
Corriendo el día ocho de abril del año del noventa y ocho, también desde el puerto dicho de Cádiz, se harán a la mar el crucero acorazado «Infanta María Teresa», en cuyo bordo navegara como jefe supremo de la expedición naval el almirante señor Cervera. Que llevará la compaña en la navegación del también acorazado «Cristóbal Colón», ambos con idéntico rumbo y viaje de navegar hasta las islas Cabo Verde, donde se reunirán con las seis unidades que le habían precedido en la salida, y donde aguardarían la llegada también de los cruceros acorazados «Oquendo» y «Vizcaya». El primero de los cuales arribaría al archipiélago lusitano procedente del puerto de Nueva York, en donde había estado de «visita de cortesía», como cortés contrapartida por el envío naval yanqui a Cuba del acorazado «Maine» con otras unidades.
El acorazado «Vizcaya», de idénticas características técnicas que el «Oquendo», llegó a la reunión de Cabo Verde procedente de La Habana, mareando sus siete mil toneladas de desplazamiento, con una velocidad máxima de andadura de veinte millas, al tope de vapor de sus máquinas alternativas, andar parejo al navegar de los cruceros «Infanta Maria Cristina» y «Cristóbal Colón».
Parejo a las unidades navales, va a partir de Cádiz un buque carbonero español, el «San Francisco». El cual tenía previsto abastecerse en las islas Canarias del carbón necesario para que las unidades de guerra pudieran llenar sus carboneras y cruzar la mar oceana hasta el Caribe. Llevando el carbonero la orden de navegar hasta el punto de reunión en San Vicente de Cabo Verde con su preciada carga en las bodegas.
De hecho, cuando los buques españoles hacen su arribo en San Vicente de Cabo Verde antes que el carbonero llegue, el cónsul yanqui en la isla, con un criterio lógico, se ha adueñado por compra de todo el carbón existente en la misma. No quedándole más remedio a la flota española que, o robarlo por la vía de las armas provocando un conflicto en un puerto neutral, o esperar a que llegue el «San Francisco» que, con sus ocho nudos de crucero, arriba, como es natural, el último a la reunión naval del islero atlántico bajo bandera lusitana.
Parece ser que la intervención de Gran Bretaña accediendo en la venta del carbón que tenía para sus barcos en San Vicente, alivió la situación en la que se encontraba la flota española en el archipiélago de las Cabo Verde. Sin que nadie se de por aludido ante semejante fallo garrafal de que toda una escuadra que ha salido de la metrópolis a enseñar los dientes de su poderío, por poco no se ve aislada en las islas atlánticas portuguesas, sin un trozo de carbón que llevar a los fogones de sus calderas.
Por estar narrando asuntos encuadrados dentro del sagrado capítulo de secretos de estado – capa que todo lo cubre y disimula – la crónica no argumenta el por qué desde Cabo Verde se dan vuelta hacia la Península los tres buques torpederos que allí estaban formando escuadra; y es probable que ante la probable carencia de carbón, los torpederos volvieran a la Península a defender las costas de un ataque enemigo.
El vapor carbonero «San Francisco», una vez que ha cumplido su misión de suministro, va a rumbear de vuelta hacia la Península. Pero antes ha portado su capitán en sobre cerrado las instrucciones que debería de entregar en mano del almirante señor Cervera, dictadas por el Estado Español. Y dichas instrucciones, clara y taxativamente, decían que la misión principal de la flota era la defensa de la isla de Puerto Rico. Teniendo los barcos autorización para poder ir a Cuba.
Las instrucciones recibidas son expuestas a todos los jefes de buque, en la reunión celebrada el día veinte de abril del noventa y ocho, fondeados y atracados los navíos en el referido puerto de San Vicente de las Azores.
Para ese mismo día, el señor presidente de los Estados Unidos, a la sazón mister Mc Kinley, sancionaba una resolución, aprobada dos días de antes en el Congreso de aquel país, conocida en la crónica como Resolución Conjunta.
Cuando se reúnen los jefes de barco españoles en las Cabo Verde, 20 de abril, por muy mal que funcionaran las comunicaciones entre el Gobierno Español y sus barcos – que acontecía – tuvieron noticias (porque dan fe en telegrama de ello) de la declaración de guerra de los Estados Unidos a España, emanada de sus Cámaras legislativas con fecha 18 del dicho mes de abril. Pero cuando el almirante Cervera se hizo a la mar desde Cádiz, 8 de abril, ni se había producido tal declaración, ni incluso el presidente de los Estados Unidos se había dirigido a sus Cámaras solicitándoles resoluciones al respecto (11 de abril ).
Por fuera de palabras sobadas, conocidas, de reciedumbre sabor español, el análisis de aquellos telegramas, que como síntesis de la reunión o reuniones mantenidas por las unidades navales en las islas de Las Azores fueron enviados a Madrid desde los barcos, fechados a veinte de abril, tendremos que tenerlos muy en cuenta por encima de opiniones personales al respecto.
El texto del primer telegrama enviado decía: De acuerdo con segundo Jefe y los Comandantes de los buques, propongo ir a Canarias. «Ariete» tiene mal estado calderas, la del «Azor» es muy vieja. «Vizcaya» necesita entrar en dique para pintar fondos si ha de conservar su velocidad. Canarias quedará libre de un golpe de mano, y todas las fuerzas podrían acudir con toda prontitud, en caso necesario, a defender la patria.».
Por lo tanto, en el archipiélago de las Cabo Verde, el envío de telegramas tratando de obtener órdenes en contrario de ir al Caribe, sitúa en un plano distinto a unos militares con relación a los simples soldados, porque en virtud del poder que tienen bajo sus manos – el mando de navíos poderosos – intentan allí reunidos sacar ordenes más favorables para sus «creencias» y conveniencias. Mientras que otros muchísimos soldados, ni fueron consultados y se les mandó a la lucha sin contemplación alguna, exigiéndoles de paso la sonrisa en los labios.
El día 21 de abril el almirante Cervera envía el siguiente expresivo mensaje al Gobierno español: «Mientras más medito, más es mi convicción que continuar el viaje sería desastroso. Los Comandantes de los buques tienen igual opinión, y algunos más enérgica que yo.»
Expresivos telegramas, que unidos a lo que con toda claridad se puede leer en las memorias escritas y publicadas por el señor Conca: «Así fue que el telegrama redactado la primera vez que nos poníamos enfrente del Gobierno pareció tan violento, a pesar de que hoy parecería muy correcto o flojo, que todos, sin excepción acordamos reformarlo» Son señales, más que suficientes, que nos están indicando que en la flota, en Cabo Verde, antes de aproar hacia el poniente de la mar oceana camino del Caribe, el asunto estuvo pero que muy caliente para que los barcos desobedecieran las órdenes recibidas y actuaran según sus propias deliberaciones: dándose la vuelta y poniendo al Gobierno español de rodillas con el tronar de sus cañones.
En cuanto al poderío naval del «Viejo León Imperial», está fechado en el año de gracia de 1.895, cuando se iniciaron los definitivos alzamientos cubanos contra España, y cuando lo rumorología, con insistencia, decía que de un momento a otro los yanquis iban a entrar en guerra contra España ayudando a los cubanos. Asunto que irresponsablemente no preocupaba oficialmente a nadie, porque por bajo mano y en evitación de tal inminente entrada, las casas armamentísticas yanquis, tales como la Rémington, le vendían sus fusiles, a los precios que les daba la gana, a las tropas españolas y de paso, como otro argumento de venta más, les daban sus garantías a los políticos españoles de que la Unión de Estados Americanos nunca se inmiscuiría ¡faltaría más! en los asuntos concernientes a tan buen comprador y cliente.
Decía la prensa lo siguiente:
Tócanos ahora examinar detenidamente la escuadra que la llamada república americana, puede poner en línea de combate.
Todo, como con claridad se puede leer, analizado al pelo. Con la burla sobrevolando hacia aquellos ignorantes yanquis que se ponían a construir buques cuando no sabían hacerlos. Porque claro está, ni soñando podían competir con los buques que se construían en España – se montaban a base de mano de obra española, porque los planos y la tecnología venía de fuera-.
Con un navegar de crucero de unas once millas por hora, la escuadra al mando del almirante Cervera, se dio mar oceana al poniente, en las primeras horas del veintinueve de abril de aquel año del noventa y ocho, con el mil ochocientos por delante. Un año, todo él, que no tuvo primavera: costumbre todavía mantenida.
Sitos los buques de Cervera en aguas aledañas de la isla Martinica para los primeros días de mayo, carece de todo sentido que la escuadra reciba, para el veintiséis de abril, un telegrama en que se le indique que el puerto donde tenían que carbonear fuera el de la isla de Curaçao. Por la razón de que milla arriba o abajo, el llevar navegando los buques desde la Martinica hasta Curaçao, son las mismas que conducirlos hasta el puerto de San Juan en Puerto Rico. Aunque también pudo acaecer que todo tuviera obediencia a una táctica guerrera, fuera, por tanto, de una inteligencia que no sea militar como es el caso del que escribe.
Para el día doce de mayo, según manifiesta en sus escritos el señor Concas, de cuyas memorias entresacamos asuntos, la flota no recibe el telegrama enviado desde Madrid en el que se le indicaba que visto que los yanquis habían bombardeado el puerto de San Juan en Puerto Rico, se les ordenaba volver a la Península. Siendo, para la fecha más posterior del diecinueve, cuando ya está la escuadra sobre la bocana del puerto cubano de Santiago, cuando se enteran los barcos de la orden enviada desde Madrid para que retornen a la Península.
Luego, ateniéndonos a lo que nos cuentan, el hecho de que los buques están atracados en el puerto de Santiago de Cuba, será voluntad única de su mando.
Cuando por fin los buques de guerra españoles entran en el puerto de Santiago, la situación de las fuerzas metropolitanas establecidas en la isla no estaban en una cuantía como para ponerse a llorar, supuesto que para unos cien mil hombres que encuadraba el Ejército Libertador de Cuba, había estacionados en la isla próximo a los trescientos mil de los españoles. Sin contar nunca el cuerpo de Voluntarios Españoles, gentes de nuestro país viviendo de antemano en la isla, a los que las autoridades isleñas armaron con caballos y fusiles para que les prestaran un valioso servicio como prácticos en los terrenos a los soldados, y como verdadera policía rural para cometer toda clase de injusticias y villanías sobre las personas y la propiedad de las tierras.
Los «rubios del norte», para la primera quincena de junio, es decir pocos días después de estar atracados los barcos en Santiago, es cuando desembarcan en la isla de Cuba el equivalente a unos cuarenta mil hombres. Cifra importante pero que, ante la magnitud de la nuestra ya establecida en el territorio, la cosa era preocupante pero no para marcharse corriendo a coger la bandera de la paz, si se sigue la lógica guerrera y sus sesudos razonamientos, que incluso sin venir a cuento y cuenta, la España oficial difundía en semejanza a gallo corralero único en el corral del valor y el honor.
Una baza muy favorable a considerar del lado de los soldados metropolitanos era el hecho fundamental de que el Ejército Libertador de Cuba, sus gentes, no veían con ojos de libertadores a los “rubios del norte”. Y, por tanto, ninguna camaradería filial ni apenas ayuntamiento se desarrolló entre ambas fuerzas, que cada una iba por su lado, sin que los cubanos prestaran un especial apoyo a sus “amigos” recién llegados, y sin que los yanquis, en principio ni en final, contaran con los cubanos para nada.
El someter a toda la isla de Cuba a un tupido y efectivo cerco naval, no sería faena fácil para los «rubios». Supuesto que en principio, en aquellos prolegómenos del conflicto, no disponían de infraestructura cubana para sus naves, teniendo que llevarlas a reparar a su país, así como a repostarlas y demás mecánicas de sus mantenimientos.
En aguas próximas al puerto santiaguero, de este a oeste, estaban dispuestos los destructores yanquis «Indiana», «New York», «Oregon», «Iowa», «Texas» y «Brooklym», de conocidas características técnicas, más una serie de buques auxiliares del todo necesarios para que los anteriores destructores pudieran efectuar sus coberturas de zonas marítimas sin necesidad de entrar a puerto para abastecerse. Todos los destructores estaban sitos en la mar a una distancia media de la costa cubana de unas tres millas, haciendo su labor de vigilancia y atentos a cualquier movimiento de los buques españoles.
De los navíos yanquis que aguardaban la salida de los buques españoles, los cruceros acorazados «New York» y «Texas», los de mejor andar de los estadounidenses, no superaban en velocidad las veinte millas por hora que podían desarrollar los españoles, o las veintidós que por sus popas desalojaban agua nuestros destructores a plena máquina; sin necesidad alguna de «aguantar a punta de pistola» a los fogoneros para que mantuvieran un suministro vivo de carbón en las parrillas de las calderas.
La suma de cañones de todos los navíos yanquis que estaban aguardando, por supuesto que arrojaban una cifra muy favorable para su bando. Pero como es lógico y natural, de haber tenido otra intención diferente los barcos españoles, algunos de ellos de seguro que hubieran roto el cerco y navegaría a toda máquina hacia La Habana. Conclusión primera a la que se llega analizando al momento los derroteros seguidos por los navíos españoles que, nada más verse fuera de la bocana de la bahía santiaguera, dirigieron sus proas hacia las playas cercanas para encallar.
Por tanto, sintetizando todo, el hecho de que no se buscó o esperó a que ciertos factores naturales sumaran en favor de los buques españoles, hacen que la «traída y llevada» Batalla Naval de Santiago, ni fue batalla alguna, ni los buques llevaban otra misión que aquella de salir del puerto y rumbear raudos hacia las playas buscando su encallamiento. Con lo cual, en claro honor al almirante Cervera, se evitaron con semejante medida un mayor número de muertos en aquel asunto demencial, una vez que no se ha buscado para nada la ayuda de los elementos naturales –noche, mala mar, por ejemplo- para efectuar el abandono de la hermosa bahía santiaguera.
Así es que cuando los ahumados y retorcidos hierros de los mejores buques que tenía España quedaron inservibles sobre las playas y piedras de las costas cubanas, más tristes y solas que nunca se quedaron las tropas españolas en una isla que, paradójicamente y pese a tanta guerra, de hecho, seguía siendo lo mismo o más hispánica que muchos territorios peninsulares metropolitanos. Y como no les quedó duda alguna a los españoles del común de que fueron engañados miserablemente por sus estamentos «superiores», en la medida de todos aquellos que entendieron que allí tenían más porvenir que en sus respectivos lugares originarios de otras regiones o provincias metropolitanas, se quedaron sobre el suelo cubano mimando una tierra que muchísimos de ellos la empezaron a querer tan pronto y como pusieron sus pies en ella, entre otras muchas consideraciones, porque era a todos los efectos de la más hermosa realidad, una tierra española.
Salud y felicidad.

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