La ciudad de las Otilias

Por: Ramón Muñoz Yánes
Se llama Otilia, tiene ochenta noviembres anclados a las costillas y es disidente, aunque ella no lo sabe. Es la única protesta creíble en todo su entorno y ella no habla de patria, libertad, derechos humanos o huelgas, apenas habla y esa es su arma más potente, un silencio evidente y parlante. Toda ella es una protesta, porque no hay grito más brutal que la miseria.
Vende maní tostado con disimulo, no tiene licencia para hacerlo y ni siquiera piensa solicitarla, ¿acaso se le pide una licencia al hambre? No le preguntaron nunca si quería una vejez miserable, por lo tanto no pregunta ni pide permisos, solo intenta vivir un día más con algo en el estómago. Hace muchos años que su concepto de hambre cambió, su hambre se ha prostituido y se ha hecho tan miserable como su propia vida, no tiene deseos de comer ésto o aquello, no le importan sabor ni aspecto, sólo matar esa sensación de vacío bajo el final del esternón. Los gustos, los deseos hace mucho tiempo se fueron de la rutina, casi al mismo tiempo que la esperanza.
Vende maní al descuido, hasta su hambre es delictiva mientras camina por las angostas calles de la Habana Vieja a la caza de esos extraterrestres que llaman turistas y que traen el exterminador de hambres en el bolsillo con el rostro de Washington, el dólar.
Cuando ve un turista estrena una de las pocas palabras que sabe en inglés: ¡Peanuts! y sonríe apretando los labios para esconder los tres dientes careados que aún conserva increíblemente. A veces se mete un maní en la boca y le dura horas y más de una vez le arranca una sonrisa, al pensar que ya es con lo único que tiene algo de sexo, con el mismo maní que vende. Chupa el maní y rememora lo que alguna vez fue una lascivia arrolladora, tropical e insaciable y que se ha reducido a un recuerdo mientras chupa un maní. ¡Vieja puta! – se dice a sí misma,mientras sonríe sin esconder esta vez lo tres únicos dientes. Un niño camino del colegio se ríe de la anciana que cree orate.
Su viejo, Rafael, antiguo trabajador de los ferrocarriles, la espera al regreso cada tarde para compartir la comida que consiga con la venta. Lleva treinta años en una silla de ruedas después de un accidente laboral y entre su mísera pensión y la venta de maní sobreviven, no por milagro si no por hambre. Debía haber una virgen del hambre con su iglesia correspondiente, nada empuja más que un hambre bien establecida.
Hace unos días vio a esas mujeres vestidas de blanco con flores en las manos y les regaló un paquete de maní. Las admira de alguna manera, son mujeres como ella, pero con menos hambre. Algunas de ellas viajan a Miami y resuelven algunos Washington de papel, que también les mata el hambre. Ella no grita solo vive, camina por toda la Habana su miseria, una protesta viviente en una ciudad vieja y creyente, repleta de Otilias.
Cae la tarde y regresa a esa parte de la ciudad sin turistas. Comparte con Rafael dos boniatos hervidos con huevos y observa orgullosa a su viejo en la silla de ruedas. A veces tiene miedo de morirse y dejarle solo, no se puede permitir ni siquiera el pequeño lujo de morirse primero. A través de la ventana le llega el olor nauseabundo de esta parte de la bahía y se levanta a tostar el maní que venderá mañana.
Mientras lo hace se mete un maní entre los tres únicos dientes y suelta una carcajada. ¡Vieja puta! – se dice para sus adentros. Rafael la mira sorprendido desde su asiento eterno y pregunta: – ¿De qué te ríes, vieja? -. Mira a través de la ventana y una luna redonda se muestra entre los edificios colindantes. – De nada, viejo, de nada – responde.
R.Muñoz.

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