El mariscal y el rio

No se conocían aún los cristales en las ventanas de las recientes construcciones que se efectuaban por las nuevas tierras, y el cargado de frío aire de la cordillera entraba libre por ellas, sin más defensa que la peluda piel de algún animal sustituyendo las futuras transparencias de los cristales, mientras que títulos y honores corrían de oriente a poniente solicitados y recibidos con anhelo y avaricia.
Un hombre, quizá el más letrado y humano de cuantos hicieron conquista, recibió el título de Mariscal otorgado por su Majestad Carlos V. Y aquel Jiménez de Quesada, letrado en saberes por Salamanca, que más tarde fue capitán de Alzados, demandó los honores correspondientes por dar un nuevo reino a la Corona de Castilla. Y que, por tanto, lo nombrasen visorrey, o gobernador, o que lo hicieran almirante; pero nunca obtuvo el anciano Jiménez de Quesada, repuesta alguna a su justa petición al uso.
También decían que nadie tuvo unos rentas tan menguadas ni tan parcos honores como los que tuvo que sufrir aquel andaluz, entre cordobés y granadino, que acostumbrado a los horizontes nevados de su tierra mora andaluza, jamás logró el reconocimiento real por sus hazañas más allá del escaso título de Mariscal que, a regañadientes, le dio la Corona. Cuando fue el capitán que tuvo el mayor temple de todos y cuantos hombres hicieron conquista, con un derroche de vigor en los poblamientos, que lo llevó consigo hasta la propia tumba, apartado de todo lo que no fuera su faena pobladora.
Aunque la crónica anota con insistencia el extraño amor que el Mariscal tuvo por la soltería. Y que cuando aquello de que las leyes de las Encomiendas de Indias obligaban al encomendero que poseía nativos al casamiento, Jiménez de Quesada envió un escrito a la Corte aduciendo el padecer una enfermedad asmática que le impedía toda cópula con mujer, escasa mención hace la crónica de aquella nativa a la que el andaluz bautizó con el nombre de Soledad. Distinta, por tanto, al de Magdalena, que apuntan algunos, y que en correspondencia estaba con una hermana del gran conquistador, en cuyo honor nombró al gran río que lleva sus caudales al Caribe: Río Grande de la Magdalena.
Jiménez de Quesada había abandonado el real donde acampaba su gente. Volvía río abajo, con algunos surcos nuevos por su rostro, fraguados por los fríos cortantes de la cordillera. Quería estar a solas con sus pensamientos, cuando descubrió a la india que bautizó como Soledad bañándose, y se quedó prendado ante tanta belleza.
Tardó tiempo en salir de su escondite antes de dirigirse hacia donde estaba la indiana bañándose en el río.
Ella muy bien pudo salir corriendo y alejarse de la presencia del recién llegado, pero se quedó quieta, inmóvil, de pié, con el agua del río hasta las rodillas, mirando con fijeza al extraño hombre que se le aproximaba, con lo que debía ser un saludo dispensado por su mano, y la expresión por su cara de que no le tuviera miedo y no se marchara.
Cuentan que probablemente había más temor por el rostro del conquistador que por el de la indígena.
Existe todavía memoria en los originarios que viven en la cordillera, de cuando, ya su vetusta silueta, se montó a caballo camino de las grandes sierras contando más de setenta años de edad, pero sus fuerzas no entraban en flaqueza, para dar la conquista más humana de las que se hicieron por el Nuevo Mundo, en aquel reino que el andaluz le dio a Castilla, y que bautizó con el nombre de La Nueva Granada.
Dice la crónica cartagenera, que el Mariscal andaluz ”“vivió con mujer casada, en Cartagena. Y nunca castigó ni permitió que se castigara ni la blasfemia ni el amancebamiento…”. Adelantándose, por tanto, a las costumbres de su tiempo. Pero lo que apenas ha tenido publicidad en crónicas de abundamiento, es el dicho y el hecho que dijeron algunos ojos de haber visto, que, sobre una losa de piedra en lo alto de la cordillera, en un punto sobre un diáfano mapa, con claridad se indicaba el lugar exacto donde estaba ubicado El Dorado.
Quesada, antes de morir le dijo su secreto a su amada compañera Soledad. Pero ambos se fueron a la tumba con aquel saber y conocimiento: que nunca airearon por el mal pago recibido por una Corona desagradecida. Y en esa pauta de conducta, caminan sus descendientes, en una Colombia despensa de agua dulce del planeta tierra.
Salud y Felicidad. Juan Eladio Palmis.

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