El fin de ETA, alivio para el gobierno cubano

Por: Carlos R. Cabrera Pérez
El anunciado fin de ETA constituye un alivio para el gobierno cubano que necesita –en medio de la era Trump- reforzar su relación con la Unión Europea, para lo que depende de una buena relación con Madrid, con peso específico dentro del bloque europeo en los asuntos de la isla.
La presencia de etarras en Cuba obligó al gobierno cubano a hacer encaje de bolillos en su importante relación bilateral con España, que pidió a La Habana (en época de Felipe González) que acogiera a un grupo de etarras, como parte de las negociaciones de Argel (1989).
Pero entonces, ninguno de los dos gobiernos previó que la derrota electoral sandinista (1990) provocara que los etarras acogidos allí, incluido Miguel Ángel Apalategui (Apala), reclamado por la justicia española por el presunto asesinato de su compañero Eduardo Moreno Bergareche (Pertur) al que acusaron entonces de ser confidente de la policía española, recalaran en La Habana, tras una petición de Daniel Ortega a Fidel Castro.
La petición sandinista generaba complicaciones a Cuba porque aquellos etarras no estaban incluidos en la petición hecha por Madrid y porque Apala había sido filmado por agentes de la estación CIA en Managua entrenando guerrilleros salvadoreños y, para más lío, un alto cargo sandinista se fue de la lengua o estaba reclutado por la inteligencia norteamericana, a la que reveló la huida de Apala y otros etarras a Cuba, dato que fue trasladado a Madrid.
Castro asumió el riesgo como una oportunidad para posicionarse en el tablero de una probable negociación entre ETA y el gobierno español y así lo dijo a altos cargos del Partido Nacionalista Vasco (PNV), que le preguntaron directamente en La Habana, y Fidel, viejo conspirador, dijo que solo mediaría si “todas las partes” aceptaban la presencia de Cuba.
El entonces presidente cubano –que mintió a Oliver Stone sobre la presencia del grupo de Apala en la isla- tampoco iba muy descaminado porque los primeros contactos entre el IRA irlandés y la banda terrorista vasca se produjeron en La Habana, de donde salió la vía irlandesa que ETA y su representación política (EH, Batasuna) esgrimieron como un posible camino para lo que ellos llaman el “conflicto” y que ha costado más de 800 vidas españolas y más de 7 mil heridos.
Castro sabía los riesgos que implicaba para la relación con España la presencia de aquellos etarras en Cuba y el momento no podía ser más complicado porque ya había caído el Muro de Berlín y Moscú confirmaba a toda hora que no creía en lágrimas proletarias, circunstancias que provocaron esfuerzos de los entonces mandatarios Mitterrand (Francia), Pérez (Venezuela) y González (España) de buscar una salida para la isla y, en paralelo, había quienes apostaban a cuánto aguantaría el castrismo sin la URSS.
El entonces Comandante en Jefe impuso un gardeo a presión contra las etarras en Cuba que –excepto Apala disciplinado por su formación militar- pusieron en aprietos al gobierno que los acogía, mostrándose en público y haciéndose fotos con altos cargos de la autonomía vasca durante sus visitas a La Habana, además de entablar relaciones amorosas con cubanas, y la creación de empresas mixtas, de la que sobreviven dos.
De hecho, el propio Apala fue compartimentado estrictamente del General de Brigada Renán Montero (seudónimo de Andrés Barahona y al que muchos creían nicaragüense) y a ambos se les prohibió tener contactos en Cuba. Renán, que en Bolivia fue Iván organizando la llegada y traslado a Ñancahuazú de Che Guevara, se llevó numerosos secretos, incluidos de etarras, a su tumba.
La llegada de José María Aznar a La Moncloa (1996) supuso un inconveniente serio para el castrismo porque el ejecutivo del PP promovió acciones concretas dentro de la Unión Europea, que acabó estableciendo la llamada “Posición común” del bloque respecto a Cuba y por los vínculos de Aznar con el líder del exilio cubano Jorge Más Canosa, que intentó reproducir en Madrid una estructura similar a su conocida Fundación Cubano-Americana, creando la Fundación Hispano-Cubana, que hoy languidece.
En aquella época, la inteligencia española detectó en el sur de Francia la presencia de etarras que suponía en Cuba, y que fueron autorizados a abandonar la isla con documentación falsa, según diversas fuentes. Era una de las respuestas de Castro a las presiones de Aznar, con quien protagonizó un célebre intercambio de corbatas en Santiago de Chile, durante una Cumbre Iberoamericana.
Pero ETA volvió a poner en bretes al gobierno cubano en dos ocasiones más: la primera en 1997, con el asesinato del concejal del Partido Popular en Ermua (norte de España) Miguel Ángel Blanco, abandonado mal herido en un monte cercano a su casa y que desató en España una repulsa masiva y generalizada a ETA. Y la segunda, en el año 2000, cuando dos mujeres miembros del Comando Madrid, sintiéndose seguidas de cerca por la policía, entraron en la Embajada cubana y pidieron asilo.
Castro, sabiendo lo que se jugaba en aquellos lances, fue contundente y ordenó a al entonces funcionario cubano encargado de ETA, Julio Antonio Alfonso Fonseca (Pequeño) que transmitiera al colectivo acogido en la isla su profundo malestar con el asesinato de Blanco y ordenó la expulsión de las dos etarras de la Embajada cubana en Madrid, tras pedir respeto para sus vidas, una petición extemporánea en un estado democrático que no contempla la pena de muerte en su legislación; pero era su manera de mantener un delicado equilibrio.
De una treintena de etarras que llegó a haber en Cuba y controlados como si fueran enemigos, debe quedar la mitad en la isla, algunos emparentados con familias cubanas. A esa cifra se llegó con grupos procedentes de Panamá, Cabo Verde y Togo, de donde llegó un etarra enfermo que habría fallecido en la isla.
La mayoría de los etarras acogidos en Cuba ha sobrevivido como han podido tras retirarle el gobierno la opción de comprar en tiendas habilitadas entonces para técnicos del “campo socialista” y han tenido que depender de remesas familiares y de ayudas directas e indirectas de los diferentes gobiernos autonómicos vascos.
España –en general- parece conforme con el control del gobierno cubano a los etarras y, cuando ha habido picos de tensión bilateral, Madrid ha preferido conferir un “bajo perfil” público al tema.
Cuba ha optado también por la discreción sobre ETA, aunque creó una unidad específica de la Contrainteligencia para mantenerlos a raya, facilitó que abandonaran la isla los que obtenían documentación oficial española en la embajada en La Habana y a tres, que salieron con documentación falsa en un velero hacia Venezuela, los denunció ante las autoridades españolas.
Paradójicamente, ETA no tuvo presencia en Cuba durante la dictadura franquista, cuando la banda gozaba de cierta legitimidad, incluso en Europa, por su carácter de movimiento de liberación frente al dictador.
La historia de la intrarevolución está por escribirse y el tema de ETA en Cuba no es un asunto menor porque su presencia allí –pese a estar pactada parcialmente con el gobierno español- propició que el gobierno norteamericano la usara para incluir a Cuba en la lista de países que apoyan el terrorismo, de donde fue fue sacada por Obama, tras la normalización bilateral de 2014.
Quizá el “Pequeño” y “Cesar” sean los cubanos vivos que más sepan de ETA y sus andanzas en Cuba. El primero ha creado una Consultoría Política en España, junto a otro socio, y solo dio una entrevista a El País. El segundo vive en una pequeña ciudad española, alejado del mundanal ruido y consagrado a la narrativa de ficción.
Si Fidel vio la presencia de etarras como una oportunidad para sus juegos geopolíticos, Raúl Castro –que siempre desconfió de los etarras y así lo transmitió a su ejército- enfrió aún más la relación con esa colonia.
El tardocastrismo reorientó la política exterior cubana hacia relaciones de buena vecindad con el continente, incluido USA, con el Vaticano y con la Unión Europea; en un ejercicio de pragmatismo notable y basado en su convencimiento de que Cuba “bordeando el precipicio” no podía abrir más frentes.
Con España, Raúl ha privilegiado las relaciones entre ambos estados y los vínculos históricos entre pueblos, elogiando hace poco al almirante Pascual Cervera, tachado de fascista por la alcaldesa de Barcelona, Ada Colau,; y evocando a su padre gallego, al que agradeció que volviera a Cuba, tras hacer la mili en la isla.
Otra muestra del “new deal” cubano frente a Madrid fue la escasa acogida que tuvo el dirigente de Podemos Juan Carlos Monedero en una “intempestiva” visita a La Habana, aprovechando su papel de asesor en el gobierno de Chávez. El podemita no consiguió verse con ningún alto cargo cubano y entendió que su presencia no era bien recibida.
El anunciado fin de ETA debió ser recibido con alivio en La Habana, pues aunque súper vigilada, la pequeña colonia etarra en la isla no deja de ser un inconveniente en la relación bilateral y tampoco está exenta de problemas de supervivencia, negocios y conflictos familiares.
Crisis económica y aislamiento internacional mediante, 1990 marcó un cambio notable en la política exterior cubana y Fidel Castro enarboló entonces la teoría de la “revolución pospuesta” y alentó a sus aliados en la región a que cambiaran las armas por las urnas, provocando el aburrimiento, emigración y la jubilación forzosa de oficiales operativos muy experimentados en los juegos de guerra y que no han querido contar sus vidas, aunque aún es posible encontrarlos en La Habana, Madrid o Miami mirando los toros desde la barrera y pendientes del teléfono por si llaman del Alto Mando, que ya no existe.

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